ALCANZAR
SU PERDÓN
Comenzamos la celebración del
Martes Santo pidiendo a Dios en la oración colecta: «Dios todopoderoso y
eterno, concédenos participar tan vivamente en las celebraciones de la pasión
del Señor, que alcancemos tu perdón». La Semana Santa, como tantas
celebraciones de los misterios de nuestra fe, hace tiempo que asiste al triste
espectáculo de su desacralización por parte del ambiente de la calle. El tremendo
brío que lleva la vida va secularizando las manifestaciones más sagradas de
nuestra Religión. La Semana Santa para muchos, para muchísimos, es tiempo de
vacación, de turismo, de diversión, de folklore. Los desfiles pasionales
quedan reducidos a puro tipismo y a un lamentable comercio. El espíritu de
estos días pasa inadvertido para una parte considerable del pueblo de Dios. No
se busca el perdón y la penitencia. Nos contentamos con el aparatoso exhibicionismo
callejero de unas procesiones desvirtuadas que, en más de un caso, rompen la
seriedad del momento enmarañando los fines litúrgicos y espirituales.
Las celebraciones litúrgicas
deben ser para nosotros un medio de santificación. «Debemos recordar que la
celebración religiosa, la liturgia en particular, tiende a producir un efecto
duradero; forma parte de la pedagogía siempre reformadora y siempre
perfeccionadora, con la que la Iglesia, ´madre y maestra´, educa a sus hijos
fieles a una mejor comprensión y a una mayor profesión de nuestra vocación
cristiana: el calendario religioso no gira en el tiempo siempre en la misma
órbita, sino que tiende a subir en espiral, y a desarrollar hacia una progresiva
santificación el curso de nuestra peregrinación temporal» (Pablo VI).
Con este ánimo de progreso
espiritual nos acercamos hoy a la liturgia santa de la Misa para pedirle al
Señor perdón por nuestros pecados. La primera «Semana Santa», la pasión y
muerte del Señor, tuvo su origen en nuestros pecados. Cristo sigue padeciendo
por nuestros pecados. Tú y yo somos pecadores y hemos hecho posible la
crucifixión del Señor. Es justo que con espíritu de penitencia, con el corazón
roto de dolor, nos acerquemos hoy al Señor para pedirle perdón.
«Nosotros debemos hacer, como hacen los buenos comerciantes
al final de su ejercicio económico, nuestro balance sobre lo que hemos ganado
por nuestra participación en las fiestas religiosas: impresiones espirituales,
profundización de la palabra de Dios o de algún misterio de la gracia,
propósitos hechos o renovados en orden a la observancia práctica de la norma
cristiana, y así sucesivamente» (Ibídem)
MI
ESPERANZA
La esperanza es virtud teologal
sembrada en nuestra alma desde el día de nuestro bautismo. Esta virtud nos
llena de confianza en Dios y nos hace descansar en su misericordia. No hay
motivo para la desesperación. Aunque el mundo se hunda a nuestro alrededor y
todos los asideros humanos nos fallen, aunque parezca que la vida ya no tiene
alicientes y todo se revuelve en un amargo fracaso, tenemos que recogernos en
nuestro interior y escuchar, con serena alegría, aquellas divinas palabras de
Cristo: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os
daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es
suave y mi carga ligera (Mt. 11,2830)
Se trata de ir al Señor para encontrar el descanso
espiritual. Se trata de cargar con la cruz del Señor y no inventarnos cruces
que no encajan y nos desalientan. En definitiva se trata de ser mansos y
humildes de corazón y entonces nuestra carga será siempre suave y ligera. No
habrá jamás motivo para la desesperación.
En la Sagrada Escritura se habla siempre de la esperanza
de una salvación que llega. El reino de Dios que Cristo pone a nuestro alcance
nos garantiza que esa esperanza no es una ilusión o una utopía. La esperanza
cristiana está fundada sobre la fidelidad de Dios, y no consiste simplemente en
tener paciencia y olvidar. Por eso le cantamos al Señor hoy en el Salmo
responsorial de la Misa: A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para
siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído y
sálvame. Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y
mi alcázar eres tú. Dios mío, líbrame de la mano perversa. Porque tú, Dios
mío, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el
vientre materno ya me apoyaba en ti; ´en el seno, tú me sostenías (Sal. 70).
La esperanza hace de los cristianos hombres alegres
y animosos, diferentes de aquellos que no tienen horizontes y su mirada es
gris. Teniendo, pues, esta esperanza, hablemos con toda valentía... (2 Co
3,12).
Es San Bernardo el que nos dice: «Fíate enteramente
de Dios, encomiéndate a Él, descarga en su providencia todos tus cuidados, y Él
te sustentará, de modo que confiadamente puedas decir: el Señor anda solícito
por mí (Ps 39,18) >» (San Bernardo).
¿No merece la pena que confiemos
más en Dios y nos convenzamos que las esperanzas humanas son pura ilusión? «La
esperanza siempre nace con el amor» (Cervantes).
NO SEAS TRAIDOR
¡Qué triste es el papel de Judas en la vida del
Señor! Tendría que ocurrir así, pero qué pena me da Judas, que traicionó a mi
Maestro. Misterios de Dios que tal vez no comprendamos, pero que nos revelan
hasta qué punto respeta El la libertad de los hombres. ¿No podía haber cambiado
el corazón de Judas? Sí, pero ¿para qué quiere Dios un corazón contrahecho, un
amor forzado, una fría lealtad?
Leemos el Evangelio de hoy, y la
acción de Judas nos produce de nuevo escalofríos. ¿Es posible traicionar a Dios
de esta manera? Y, ¿por qué hacernos esta pregunta si tú y yo lo hemos vendido
más de una vez? Cada pecado es una traición, una deslealtad. Somos conscientes
la mayoría de las veces de nuestra perfidia. No nos excusemos tanto en la
debilidad, en la maldad de los demás, en la fuerza del ambiente. Tú y yo somos
pecadores que en más de una ocasión no queremos aceptar nuestro pecado. Hoy
seguimos traicionando a Cristo con nuestra turbia conducta, y lo que es peor,
nos seguimos justificando en mil estúpidas razones. El mundo se ha convertido
en una fábrica de cruces.
«Hermanos, dejemos que esta misteriosa
fascinación nos domine con su doble sentimiento: de reproche y de esperanza.
De
reproche: las heridas todavía sangrantes de Cristo, ¿no refleja cruelmente
todas las violencias, las torturas, las matanzas, las barbaries, de las cuales
aún hoy es capaz el odio, la maldad, la prepotencia, la insensibilidad del
hombre humano? Sí, él, viciado por todos los progresos de la civilización, es
todavía miope ante el modo de usarlos sabiamente. Y entonces digámonos a
nosotros mismos: cesen ya los ultrajes a la vida y a la dignidad de los hombres,
¡cese ya la impasible falta de humanidad, que atenta contra la vida inocente e
indefensa que hoy se está haciendo profesional y organizada!, cese ya la
estrategia que se funda en la carrera al poder destructor de las almas
científicas!, ¡cese ya el abuso degradante del placer vicioso, erigido como
ideal de libertad y de felicidad ciega y egoísta. Y esta increpación podría
prolongarse hasta donde llega la degradación humana, es decir, muy lejos.
Pero
escuchemos más bien las efusiones de esperanza que irradian de la Cruz de
Cristo...» (Pablo VI).
En
nosotros siempre existe la posibilidad de una traición. No podemos fiarnos
demasiado porque nos conocemos muy bien. El papel de Judas es de fácil
interpretación.
Por eso, lo que procede ahora es pedirle al Señor humildemente la
virtud de la fortaleza para no ser traidores.
Juan
García Inza
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