Comentario
del padre Raniero Cantalamessa –predicador de la Casa Pontificia– a las
lecturas de la liturgia de la solemnidad de Todos los Santos, que celebra la
Iglesia el 1 de noviembre.
SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
Los
santos que la liturgia celebra en esta solemnidad no son sólo aquellos
canonizados por la Iglesia y que se mencionan en nuestros calendarios. Son
todos los salvados que forman la Jerusalén celeste. Hablando de los santos, San
Bernardo decía: «No seamos perezosos en imitar a quienes estamos felices de
celebrar». Es por lo tanto la ocasión ideal para reflexionar en la «llamada
universal de todos los cristianos a la santidad».
Lo
primero que hay que hacer, cuando se habla de santidad, es liberar esta palabra
del miedo que inspira, debido a ciertas representaciones equivocadas que nos
hemos hecho de ella. La santidad puede comportar fenómenos extraordinarios,
pero no se identifica con ellos. Si todos están llamados a la santidad es
porque, entendida adecuadamente, está al alcance de todos, forma parte de la
normalidad de la vida cristiana.
Dios es
el «único santo» y «la fuente de toda santidad». Cuando uno se aproxima a ver
cómo entra el hombre en la esfera de la santidad de Dios y qué significa ser
santo, aparece inmediatamente la preponderancia, en el Antiguo Testamento, de
la idea ritualista. Los medios de la santidad de Dios son objetos, lugares,
ritos, prescripciones. Se escuchan, es verdad, especialmente en los profetas y
en los salmos, voces diferentes, exquisitamente morales, pero son voces que
permanecen aisladas. Todavía en tiempos de Jesús prevalecía entre los fariseos
la idea de que la santidad y la justicia consisten en la pureza ritual y en la
observancia escrupulosa de la Ley.
Al pasar
al Nuevo Testamento asistimos a cambios profundos. La santidad no reside en las
manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro del hombre, y se
resume en la caridad. Los mediadores de la santidad de Dios ya no son lugares
(el templo de Jerusalén o el monte de las Bienaventuranzas), ritos, objetos y
leyes, sino una persona, Jesucristo. En Jesucristo está la santidad misma de
Dios que nos llega en persona, no en una lejana reverberación suya. Él es «el
Santo de Dios» (Jn 6, 69)
De dos
maneras entramos en contacto con la santidad de Cristo y ésta se comunica a
nosotros: por apropiación y por imitación. La santidad es ante todo don,
gracia. Ya que pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos, habiendo sido
«comprados a gran precio», de ello se sigue que, inversamente, la santidad de
Cristo nos pertenece más que nuestra propia santidad. Es éste el aletazo en la
vida espiritual.
Pablo nos
enseña cómo se da este «golpe de audacia» cuando declara solemnemente que no
quiere ser hallado con una justicia suya, o santidad, derivada de la
observancia de la ley, sino únicamente con aquella que deriva de la fe en
Cristo (Flp 3, 5-10). Cristo, dice, se ha hecho para nosotros «justicia,
santificación y redención» (1 Co 1, 30). «Para nosotros»: por lo tanto, podemos
reclamar su santidad como nuestra a todos los efectos.
Junto a
este medio fundamental de la fe y de los sacramentos, debe encontrar también
lugar la imitación, esto es, el esfuerzo personal y las buenas obras. No como
medio desgajado y diferente, sino como el único medio adecuado para manifestar
la fe, traduciéndola en acto. Cuando Pablo escribe: «Esta es la voluntad de
Dios, vuestra santificación», está claro que entiende precisamente esta
santidad que es fruto del compromiso personal. Añade, de hecho, como para
explicar en qué consiste la santificación de la que está hablando: «que os
alejéis de la fornicación, que cada uno sepa poseer su cuerpo con santidad y
honor» (1 Ts 4, 3-9).
«No
hay sino una tristeza: la de no ser santos», decía Léon Bloy, y tenía razón
la Madre Teresa cuando, a un periodista que le preguntó a quemarropa qué se
sentía al ser aclamada santa por todo el mundo, le respondió: «La santidad
no es un lujo, es una necesidad».
RanieroCantalamessa
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