jueves, 10 de abril de 2014

JUAN PABLO II Y AMÉRICA LATINA


La profunda huella de Juan Pablo II en América Latina.

El acontecimiento de la muy próxima canonización del Beato Juan Pablo II es óptima ocasión para una memoria grata por todo lo que este pontífice ha realizado para bien de la Iglesia y los pueblos en América Latina.

De los 104 viajes apostólicos realizados fuera de Italia, 18 fueron a América Latina, visitando 26 países latinoamericanos, incluso 5 veces a México, 4 al Brasil y 2 veces a muchos otros países. A ello cabe agregar las sucesivas visitas quinquenales ad limina apostolurum de los episcopados de todos sus países, muchos otros contactos con Obispos y muy numerosas cartas y alocuciones dirigidas a variadas realidades y situaciones latinoamericanas. Puede afirmarse, pues, que América Latina estuvo muy presente en sus largos 27 años de pontificado, suscitándole una fuerte atracción dentro del cuadro de la "geografía espiritual" que lo guiaba. Por eso se convirtió en destinataria privilegiada de su solicitud apostólica.

Quiso la Providencia de Dios que su pontificado prácticamente se inaugurara con su primer viaje apostólico fuera de Italia, a México y especialmente a Puebla de los Ángeles para inaugurar la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que se realizó del 27 de enero al 13 de febrero del año 1978. Antes de dicho viaje, el Papa Juan Pablo II pidió a Nuestra Señora de Guadalupe que le abriera el corazón de sus hijos. ¡Y vaya si lo hizo la "Morenita"! La acogida del pueblo mexicano fue una expresión de devoción, llena de afecto y entusiasmo, movida por un profundo sensum fidei, que tuvo hondas consecuencias. Fue experiencia paradigmática para que el pontificado volcara ingentes energías en viajes apostólicos hacia todos los países y continentes. Fue también como sello de un especial amor entre el pueblo mexicano y el Papa, que lo visitaría después otras cuatro veces. Fue fundamental para ayudar al Papa a comprender el vigor del sustrato católico de los pueblos latinoamericanos, sus formas de inculturación de la fe en la religiosidad popular, su arraigada devoción eucarística y mariana, la importancia de los santuarios marianos, capitales espirituales de las naciones, metas privilegiadas en todos sus viajes. A la vez, su mirada fue impactada por las situaciones sufridas por multitudes de pobres, que reconocen en la misma Iglesia la fuente de su dignidad y esperanza.

Sabios dicen que los comienzos son siempre decisivos...

Juan Pablo II tuvo el coraje evangélico de hacerse presente e inaugurar la Conferencia de Puebla, aunque hubiera habido no pocas personas que se lo desaconsejaron. Quienes participaron en Puebla tomaron inmediata conciencia, desde el primer día, que el discurso inaugural de S.S. Juan Pablo II había afrontado abierta y claramente las cuestiones debatidas y asegurado un camino seguro y fecundo de desarrollo de la Conferencia y de elaboración de su documento final. El "trípode" de verdades que planteó netamente - verdad sobre Jesucristo, verdad sobre la Iglesia y verdad sobre el hombre – expuso los contenidos esenciales e íntegros de la evangelización y no dejó lugar a equívocos o confusiones. El Papa pidió en esa ocasión una seria vigilancia doctrinal para evitar contaminaciones ideológicas y clamó por la custodia y promoción de los derechos humanos en América Latina contra toda situación de opresión.

El inmediato posconcilio había desencadenado una detonante carga de novedad, criticidad y entusiasmo en la Iglesia de América Latina. De muy vasta materia, el Vaticano II suscitaba una profunda y global "revisión de vida", de mentalidades e instituciones. La Iglesia se encontró envuelta en la vivacidad de ser noticia, cuando antes corría el riesgo de pasar como una presencia tan masiva como poco significativa. Se ponían en movimiento fuerzas vivas de la Iglesia, emergía por doquier una sed de "aggiornamento", se ensayaban las primeras reformas litúrgicas y catequéticas, la promoción del laicado, nuevas pastorales de conjunto, a la luz de una renovada autoconciencia eclesial. Era como un viento intenso y refrescante de reformas a todos los niveles de la vida eclesial para ir superando formas institucionales y esquemas mentales y pastorales que tendían a fosilizarse por inercia. Y que no lograban responder adecuadamente a los nuevos problemas y desafíos que se planteaban en una realidad latinoamericana en proceso de profundas y aceleradas transformaciones. Al mismo tiempo, abrir las ventanas al propio mundo de encarnación significaba para la Iglesia en América Latina la irrupción de la crisis latinoamericana de los "años calientes" del final de la década del ´60, desatada por la revolución cubana y polarizada en todas sus contradicciones y conflictos. En medio de esa situación álgida de tensiones, había tenido lugar, del 26 de agosto al 7 de septiembre de 1968, la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, que fue inaugurada por el Papa Pablo VI, en la primera visita de un pontífice a América Latina. Su tema fue precisamente: "La Iglesia en las actuales transformaciones de América Latina a la luz del Concilio". Diez años después de este acontecimiento, el Papa Juan Pablo II recapitulaba tres aspectos fundamentales en el legado de dicho evento: "la opción por el hombre latinoamericano en su totalidad (...), su amor preferencia y no exclusivo por los pobres (...), su anhelo por una liberación integral de los hombres y los pueblos".

Del 1968 al 1974 se vivieron los años más dramáticos en la historia contemporánea de la Iglesia en América Latina. Hubo, sí, una notable fecundidad teológica y pastoral, pero, a la vez, muy numerosas crisis de identidad cristiana, sacerdotal y religiosa, polarizaciones políticas al interior de las comunidades cristianas, contaminaciones y confusiones ideológicas, incluso tragedias de sangre. La muerte del "Che" Guevara en Bolivia fue el signo del fracaso del "foquismo" originario, implantado en la montaña, y abrió la fase de las guerrillas urbanas, sobre todo en el Cono Sur, y de las insurrecciones contra las satrapías oligárquicas en América Central. En un clima de violencias, se consolidó un ciclo muy duro, represivo, de regímenes militares de seguridad nacional. Prevalecían políticas de muerte, que son la muerte de toda política. Además, desde comienzos de los años setenta irrumpía la difusión latinoamericana de la "teología de la liberación", si bien con una diversidad de autores, corrientes y acentos, haciendo referencia a la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968). El triunfo de la Unidad Popular en Chile y el posterior derrocamiento de Salvador Allende daban alas a las corrientes de "cristianos para el socialismo". Por una parte, la Iglesia se erguía como defensora de la libertad y dignidad de la persona y los pueblos, condenaba toda violencia y clamaba por la paz, daba voz a los que no la tenían o quedaban silenciados, y actuaba como mediadora en tremendas situaciones conflictivas. Por otra, sufría el embate de los opuestos extremismos: de quienes pretendían que legitimase una presunta defensa de la "civilización occidental y cristiana", o al menos que callase ante los costos de la "guerra sucia" (asesinatos, torturas sistemáticas, "desapariciones"...), y de quienes intentaban presionar la reformulación de su doctrina y acción, reduciéndola a sujeto político de apoyo a estrategias revolucionarias, bajo hegemonía marxista.

La Iglesia en América Latina pagaba entonces muchos costos de su camino hacia la madurez. Sin embargo, ya en camino hacia Puebla se advertían los albores de una segunda fase del post-concilio. A diez años de la clausura del Concilio – observaba un miembro del equipo teológico-pastoral del CELAM – se presentan todos los sigilos de una segunda etapa pos-conciliar. El nuevo pasaje se sitúa convencionalmente en torno a 1975. El núcleo central de las reformas conciliares se hace normalidad eclesial; es un momento de asentamiento. La Iglesia abandona su estado febril y su camino recupera nueva coherencia. Lo cual no quiere decir que no se planteen enormes e ingentes problemas. Se trataba entonces de incorporar en el cuerpo de la Iglesia las mejores reformas ensayadas en la vida de la Iglesia y en su misión al servicio de los pueblos y especialmente de los pobres en América Latina, discerniéndolas de los experimentos fallidos, los desmantelamientos apresurados y las contaminaciones ideológicas.

Un recentramiento clave había sido dado por la Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975) de S.S. Pablo II, fruto de una Asamblea sinodal de fuerte impronta latinoamericana, que fue el telón de fondo para las orientaciones de la Conferencia de Puebla. La preocupación por dar una visión unificada, integradora, dinámica de la evangelización, sin contraposiciones reductoras, puso en relieve las íntimas relaciones entre testimonio y anuncio, evangelización y sacramentos, fe y piedad popular, evangelización y liberación. La referencia central de la Evangelii nuntiandi sobre la "evangelización de la cultura y de las culturas" abrió perspectivas fundamentales, íntimamente vinculadas a valorización de la "religión del pueblo", especialmente de "los pobres y sencillos" y de su potencial evangelizador.

Gracias en gran medida al telón de fondo de la "Evangelii Nuntiandi" y a la presencia y al discurso inaugural de S.S. Juan Pablo II, Puebla concluyó con una serena y profunda afirmación de identidad cristiana, eclesial y latinoamericana, íntimamente entrelazadas. Fue un punto muy alto de la autoconciencia eclesial y latinoamericana. Su preciosa eclesiología, arraigada en la Lumen Gentium y desarrollada en relación a la vida misma del pueblo de Dios en América Latina, fue ya signo elocuente de que iban quedando atrás cuestionamientos tumultuosos y crisis de identidad y se procedía a incorporar lo mejor de la reflexión teológica latinoamericana. Llamaba a todos los bautizados a la "comunión y participación", que fue uno de sus ejes de desarrollo. La perspectiva latinoamericana se afirmó en una recuperación de conciencia histórica, en la exigencia de la evangelización de la cultura y de la piedad popular, en el amor preferencial por los pobres y los jóvenes, en el compromiso y esperanza por la dignificación humana y la liberación integral. Cuando se iban agotando y resquebrajando los sucesivos esquemas de interpretación de la realidad latinoamericana elaborados por sectores intelectuales secularizados – primero los modelos funcionalistas y desarrollistas de "modernización", y después las teorías de la dependencia vinculadas a estrategias revolucionarias -, la Iglesia se mostraba capaz de recoger muchos aportes e integrarlos en una totalizante autoconciencia histórica de su misión, desde su propia lectura, católica, en el contexto de esa "originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina", de la realidad de vida, sufrimientos y esperanzas de sus pueblos.

"Puebla" fue cuerpo orgánico de esa segunda fase de actuación del Concilio en América Latina, mientras maduraban las condiciones espirituales de la Iglesia entera para que el Beato Juan Pablo II se propusiera, desde el inicio de su pontificado, "la plena e íntegra actuación del Concilio Vaticano II".

Fue la Conferencia de Puebla que dio al Papa Juan Pablo II los esquemas fundamentales de aproximación a la realidad latinoamericana, verificados y relanzados en los eventos de sus tan numerosos viajes apostólicos al "continente de la esperanza". Con Juan Pablo II son también los pueblos que ocupan la escena de las naciones, manifestando su arraigo cristiano, su confianza en la Iglesia, su amor al Papa, sus sentimientos y exigencias de dignidad y libertad. En su primer viaje al Brasil, en junio de 1980, S.S. Juan Pablo II queda profundamente impresionado por las multitudes de pobres que encuentra y que lo acompañan en todas sus visitas por los países latinoamericanos, como en el Congreso Eucarístico y Mariano en Lima, en mayo de 1988, donde celebra el pan eucarístico compartido y clama para que no falte "el pan, fruto de la tierra y del trabajo" en ninguno de los hogares. En Haití (marzo de 1983) como en Chile abril de 1987), así como en Polonia y Filipinas, el paso del Papa desata una conciencia de identidad, libertad y dignidad, que erosiona modalidades diversas y ya anacrónicas de regímenes liberticidas. Abre cauces a la democratización, pacificación y reconciliación en una América Central volcánica. Su viaje cuaresmal al istmo (marzo de 1983) queda marcado por su oración ante la tumba de Mons. Oscar Romero, brutalmente asesinado mientras celebraba la Misa, por los fusilamientos con los que el régimen guatemalteco "prepara" la visita del Papa, por la orquestada manipulación de su visita en Nicaragua donde los sandinistas prohijan una "iglesia popular" funcional al poder. Juan Pablo II acepta, desde 1979, la mediación de la Santa Sede para evitar la guerra en los hielos del Sur americano entre pueblos hermanos, así como viaja inmediatamente a la Argentina – "¡Levántate y anda!" – después de la derrota del aventurerismo militar en las Malvinas y los sentimientos de postración nacional (junio de 1982). Preside la segunda Jornada Mundial de la Juventud en Buenos Aires, en marzo de 1987, destacando su amor preferencial por los jóvenes. En esa ocasión resuena su voz profética: "¡no más desapariciones!" Es excepcional su viaje a Cuba alentando ráfagas de libertad y esperanza (enero de 1998), tan necesarias para alentar un pueblo cansado y sufrido, así como para custodiar y apoyar la misión de la Iglesia cubana. El Papa no deja de denunciar las estridentes injusticias, condenar las violencias, defender los derechos de la persona, los trabajadores y los pueblos, destacar la necesidad de salvaguardar la naturaleza y misión de la familia, promover una cultura de la vida ante muchas agresiones presentes y reafirmar la solidaridad preferencial con los pobres. Desarrolla y propone también la doctrina social de la Iglesia. Da fundamentos e ímpetus a la transición hacia la democracia, compartiendo el juicio neto y valiente de "Puebla" acerca de los regímenes de seguridad nacional, mientras la Iglesia latinoamericana pagaba fuerte tributo de sangre por su libertad profética.

El Papa y el episcopado latinoamericano prosiguen también el discernimiento crítico de desviaciones y confusiones ideológicas de ciertas corrientes de la teología de la liberación; muchas de sus expresiones serán retomadas en el juicio orgánico que planteará la Congregación para la Doctrina de la Fe en las Instrucciones Libertatis nuntius, del 6 de agosto de 1984, (en la que rechaza radicalmente la posibilidad de componer y reformular la fe cristiana y la teología con el marxismo) y en Libertatis Conscientia, del 22 de marzo de 1986 (en la que sienta los fundamentos y desarrollos de una teología de la libertad y la liberación, en un nuevo cuadro cultural e íntimamente ligada a las renovadas enseñanzas sociales de la Iglesia). Concluía el ciclo hegemónico del marxismo y se derrumbaban los regímenes del socialismo real, lo que dejará a algunas expresiones de la teología de la liberación en condición desconcertada y anémica. Mientras tanto el Magisterio de la Iglesia había sabido asimilar sus mejores intuiciones proféticas, resurgidas de la tradición católica ante nuevos retos históricos, lo que permitirá a Juan Pablo II escribir, ya dejado atrás todo lo que tenía de conmixtión ideológica, sobre "la positividad de una auténtica teología de la liberación humana integral".

Lo fundamental es que toda la pasión demostrada por Juan Pablo II ante las vicisitudes de nuestros pueblos fue consecuencia de la custodia y aprecio, aliento y alimento de su tradición católica. No en vano el Papa percibía toda la importancia de contar con un "continente de la esperanza", fundada en sus grandes mayorías de bautizados, en el que vivían casi el 40% de los católicos de todo el mundo. Nada hay más esencial en todo su mensaje que el arraigo cada más profundo del acontecimiento de Cristo en la vida de las personas, las familias y los pueblos. Resuena desde comienzos de su pontificado y en todos sus viajes latinoamericanos el llamamiento a abrir las puertas a Cristo, ante todo del "corazón" de las personas y también de todas las estructuras y dimensiones de la vida social. De allí que surja en América Latina, en su discurso a la Asamblea general del CELAM reunida en Port-au-Prince (Haití), el 9 de marzo de 1983, su propuesta y aliento de una "nueva evangelización", "nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión", que se convertirá en motivo central de su pontificado. De allí también su peregrinación a los santuarios marianos de todos los países latinoamericanos, llevado por su devoción de Totus tuus, bien consciente de que la Virgen María es la gran "pedagoga del Evangelio" para los pueblos latinoamericanos. De allí su continuo replantear la vocación a la santidad, destacada por las numerosas beatificaciones y canonizaciones de latinoamericanos (para algunos países, las primeras de su historia, y para todos tan significativas como la de Juan Diego en México, en el año 2002).

En octubre de 1984 Juan Pablo inaugura en Santo Domingo el "novenario" de preparación del quinto centenario de la evangelización de América Latina, cuya conmemoración precede inmediatamente la realización de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericana, reunida en esa misma ciudad, del 12 al 28 de octubre de 1992. El discurso inaugural del papa recorre y guía el tema fundamental de la IV Conferencia: "Nueva evangelización, promoción humana y cultura cristiana". El Papa afirma también en esa ocasión: "Es grave responsabilidad de los gobernantes el favorecer el ya iniciado proceso de integración de unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia". Resuena en sus palabras el eco del ideal de la "Patria Grande" o de la "Nación latinoamericana", como conciencia histórica y como destino, presente desde Medellín hasta Aparecida. Sin embargo, el papa Juan Pablo II alarga aún los horizontes y, en ese mismo discurso, propone la realización de una Asamblea sinodal para los episcopados de todo el continente americano.

El Sínodo para las Américas fue un acontecimiento de colegialidad, comunión y colaboración de todos los Episcopados del continente, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego, presidido por Juan Pablo II. Tuvo lugar en el Vaticano, del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997, bajo el tema: "Encuentro con Cristo, camino de conversión, comunión y solidaridad". En el discurso inaugural de Santo Domingo, el Papa Juan Pablo II ya había destacado la perspectiva que lo llevó a convocar este iniciativa inédita y profética: "La Iglesia, ya a las puertas del tercer milenio y en unos tiempos en que han caído muchas barreras y fronteras ideológicas, siente como deber ineludible unir espiritualmente aún más a los pueblos que forman parte de ese gran continente y, a la vez, desde la misión religiosa que le es propia, impulsar un espíritu solidario entre todos ellos". El documento post-sinodal "Ecclesia in America" fue una guía recapituladora de los trabajos sinodales, orientadora e incitadora para que las Iglesias en el continente americano asumieran toda la responsabilidad que les compete en esa senda abierta. En efecto, temas fundamentales serán cada vez más cruciales: la realización de una efectiva misión continental, las negociaciones y oposiciones entre diversos proyectos de integración, la solidaridad y justicia en las relaciones entre países de muy desigual desarrollo, el fenómeno de las migraciones desde el Sur hacia el Norte, la expansión de las comunidades evangélicas y neopentecostales desde el Norte hacia el Sur, la presencia cada vez más numerosa y significativa del catolicismo hispano en Estados Unidos y Canadá, la colaboración entre Iglesias de muy diversas dimensiones y recursos, etc. No había otro lugar más significativo en todo el continente americano que el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en México D.F. para depositar la Exhortación "Ecclesia in America" a los pies de la Madre celeste de los pueblos de toda América.

Los pueblos latinoamericanos y, en especial, las comunidades cristianas siguieron con atención y admiración el temple humano y cristiano del Papa Juan Pablo II en el decurso cada vez más gravoso de su enfermedad. No obstante ello, continuó visitando a las naciones de su "continente de la esperanza". ¡Cómo no recordar su presencia, ya menguadas sus fuerzas pero dispuesto a todo sacrificio, en los viajes a Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Venezuela en 1996, a Cuba en 1997, a México en 1999, a México nuevamente en 2002!

El recorrido de reliquias del Beato Juan Pablo II por diversos países latinoamericanos han mostrado todo el afecto, gratitud y devoción que sus pueblos siguen tributando a este campeón de la fe, peregrino misionero, incansable evangelizador, confiados ahora en su intercesión ante el Señor y su Santísima Madre.
Dr. Guzmán M. Carriquiry Lecour
Secretario
Comisión Pontificia para América Latina

No hay comentarios:

Publicar un comentario