Hace tiempo un amigo me envío un powerpoint que contaba la relación entre
el mar de Galilea y el mar Muerto. Son dos lagos alimentados por el mismo río,
el río Jordán. Están muy cerca el uno del otro, a unos kilómetros, pero son dos
lagos totalmente distintos. El mar de Galilea, también conocido como lago de
Tiberiades refleja el azul del cielo y en su orilla crecen plantas, flores y
hay una verde pradera.
El mar Muerto, sin embargo, es todo lo contrario. Es un agua tan densa que
parece aceite. Tiene tal concentración de sal que es imposible que en él haya
vida. En el mar Muerto, el agua no fluye, sino que está estancada, no sirve
para regar y, en consecuencia, tampoco puede producir frutos, ni plantas, ni
árboles, no engendra vida.
Todos tenemos el mismo origen en Dios, que nos ha creado iguales, con
libertad. Esto supone que todos tenemos las mismas oportunidades y que, cada
uno, somos para lo bueno y para lo malo dueños de nuestro destino. A diferencia
del mar de Galilea o del mar Muerto podemos elegir qué queremos hacer con
nuestra vida. Alguien puede pensar: ‘las circunstancias nos determinan’, ‘en
muchas ocasiones no elegimos’, ‘estamos determinados’. En parte, sólo en parte,
porque al final siempre soy yo quien elige cómo actuar y qué camino tomar.
Ahora bien, igual que el mar de Galilea y el mar muerto, con nuestros actos
libres podemos generar vida o podemos generar muerte. ¿Dónde está la
diferencia? En si vivimos vida divina o vivimos como ‘muertos vivientes’. La primera
viene de Dios y da fruto si respondemos con generosidad. La segunda, es siempre
consecuencia del pecado, acto libre del hombre que lleva consigo la muerte.
Y, también, a diferencia del mar de Galilea y del mar muerto, el hombre
pecador puede recuperar la vida, volver a la amistad con Dios que el pecado le
había arrebatado. El creyente que se reconcilia con Dios puede experimentar de
nuevo el paso de la muerte a la vida, porque el pecado no tiene la última
palabra, porque Cristo, que es la Vida, muere para destruir el pecado; porque
su amor es más poderoso que la muerte.
El misterio de la piedad, por parte de Dios, es aquella misericordia de la
que el Señor y Padre nuestro —lo repito una vez más— es infinitamente rico… es
un amor más poderoso que el pecado, más fuerte que la muerte. Cuando nos damos
cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se para ante nuestro
pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y
generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar
la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando
con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: «Sí, el
Señor es rico en misericordia» y decimos asimismo: «El Señor es misericordia»
Andrés Martínez Esteban
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