jueves, 20 de marzo de 2014

FRANCISCO, ¿REVOLUCIONARIO?


EL PAPA FRANCISCO, ¿REVOLUCIONARIO?

No, el papa Francisco no es ningún revolucionario, entre otras razones, porque en la Iglesia católica no cabe ninguna revolución. La esencia de la Iglesia, tanto dogmática como moralmente, sigue siendo la misma que hace dos mil años, y así seguirá siendo hasta la consumación de los siglos.

Con motivo del primer aniversario del pontificado del Papa Francisco, han aparecido numerosos comentarios en los más diversos medios de información (información y no comunicación) en general elogiosos, cuando no entusiastas, que hacen justicia a los doce meses iniciales de un papado que aparte de novedoso (es el primer papa americano de la historia y el primero jesuita) se presenta muy prometedor.

Sin embargo pienso que a algún plumilla desmedido se le ha ido la mano a la hora de emplear calificativos encomiásticos. Así, por ejemplo, calificar de revolucionario a este nuevo Papa, no deja de ser inapropiado y al mismo tiempo peligroso. Utilizando términos seculares para valorar las disposiciones del sucesor de Pedro estamos adulterando el justo sentido eclesial de lo que se hace. Recordemos lo que sucedió con el Concilio Vaticano II. Los corresponsales, generalmente sacerdotes periodistas, allí acreditados, terminaron reduciéndolo casi todo a una lucha entre “conservadores”, si no “reaccionarios”, y “progresistas”, como si estuviéramos en una pugna política entre izquierdas y derechas. Por supuesto, según aquellos plumíferos sólo los progresistas, es decir, los de izquierda, que era lo que se llevaba entonces, venían a ser los buenos, mientras que los Ottaviani, Siri y compañía, eran metafóricamente crucificados.

Esa forma maniquea de interpretar el gran acontecimiento conciliar, provocó reacciones adversas muy dañinas para la Iglesia. Por lo pronto, hubo que sufrir la gran desbandada clerical (religiosas y monjas incluidas) cuando muchos ordenados y consagrados (masculino genérico) vieron frustradas sus expectativas de compaginar el sacerdocio y la consagración religiosa con el matrimonio, al modo de los clérigos ortodoxos, según habían propugnado los abanderados del progresismo. En segundo término, la explicación politizada de las sesiones conciliares que hacían los plumillas, pusieron en guardia a no pocos espíritus del pueblo llano, que no entendían aquel lenguaje polémico, y por ello recibieron las conclusiones del Concilio sin entusiasmo, cuando con indiferencia o desdén. Ello restó mucha eficacia a las propuestas conciliares.

Volviendo al principio hay que decir que el término revolución es demasiado contundente y agresivo para emplearlo en las novedades de la Iglesia, ni siquiera en sentido figurado o metafórico. Las revoluciones propias de este nombre, aquellas que volvieron enteramente del revés las sociedades que las padecieron, fueron siempre feroces, sangrientas y nefastas. Así la revolución inglesa del siglo XVII, la francesa de finales del XVIII, la soviética de 1917, la china comunista de Mao, la de Fidel Castro en Cuba, etc. Únicamente dejaron horror, muerte y tiranía. Los grandes cambio políticos sólo producen beneficios políticos cuando, superado el posible y acaso terrible trauma inicial, entran en la vía de la moderación reformista.

No, el papa Francisco no es ningún revolucionario, entre otras razones, porque en la Iglesia católica no cabe ninguna revolución. La esencia de la Iglesia, tanto dogmática como moralmente, sigue siendo la misma que hace dos mil años, y así seguirá siendo hasta la consumación de los siglos. Lo único que cabe en ella son las reformas necesarias de cada época para adaptarse a la variación de los tiempos. Reformas de organización interna, de ajuste de estructuras, de modernización de métodos de trabajo, de estilo pastoral, pero todo ello no será nunca una revolución, sino reformas, adaptación, nuevas maneras de actuar.

Por eso, no atribuyamos a este Papa lo que no puede hacer, lo que no va a hacer. Ni le exaltemos de tal modo que incurramos en algún tipo de papolatría.

Efectivamente, al Papa le debemos adhesión, como cabeza suprema de la Iglesia caminante, pero sin olvidar nunca que ni él ni ningún santo, antiguo o moderno, por muy fundador que sea, constituyen el centro de nuestra fe, sino Aquel que murió en la Cruz por nuestra redención.

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