AMÓ A DIOS COMO SÓLO UNA MADRE
PUEDE AMAR
María es
la única mujer a quien Dios puede llamar madre y Jesús es el único Dios a quien
una mujer puede llamar Hijo.
Nacer es
tener una madre. Así ha sido y es para todo hombre; así ha sido para el mismo
Dios, que se hizo hombre en el seno de una Virgen. Por eso, el título mariano
de "Madre de Dios" es una de las verdades más consoladoras y más
ennoblecedoras de la humanidad. El cristianismo no teme en afirmar que Dios se
ha acunado en los brazos de una mujer. Una mujer, María de Nazaret, que es
madre en su cuerpo y sobre todo madre en su corazón, como bellamente nos enseña
san Agustín.
1. Al ritmo de la vida de Cristo. Entre la vida de Jesús y la de María hay una estupenda sincronía y un paralelismo magnífico de misterio y de donación. Junto a la Encarnación del Verbo está la Inmaculada Concepción; con el nacimiento de Jesús se relaciona inseparablemente la maternidad de María; a los pies de la cruz del Redentor se halla de pie, firme en su dolor, María, la corredentora; la ascensión de Jesús a los cielos tiene su paralelo en la asunción de María en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Vivir al ritmo de Cristo es vivir a ritmo de redención. Así vivió y vive en el cielo María. Ella se desvivió por Jesús en su vida terrena y vive con Jesús y por Jesús en el cielo. Ella no se pertenece, sino que es toda de su Hijo. Su misión es su Hijo, en la historia y en el siempre de la eternidad.
2. Múltiples relaciones. María mantiene diversas relaciones con la Iglesia. Es modelo de virtudes para todos los cristianos. Es Madre de la Iglesia, como la proclamó Pablo VI, pues ésta prolonga a Jesucristo místicamente en la historia. Es, al igual que la Iglesia, esposa del Espíritu y virgen fecunda que engendra continuamente hijos para Dios. Es espejo radiante de gracia y santidad, es pastora solícita del rebaño de Cristo, es abogada y protectora de los pecadores. Estas relaciones de María con la Iglesia y con sus hijos son relaciones vivas, ardientes, profundamente enclavadas en el alma cristiana, como se puede ver acudiendo a los santuarios de devoción mariana. ¿Y nuestras relaciones con María?
La Iglesia nos recomienda una veneración profunda hacia María. Una veneración que entraña una mezcla de algo sagrado y filial, cercano y misterioso. Sí, porque María es nuestra madre, pero al mismo tiempo está toda ella envuelta en el misterio de Dios. Una veneración, por ello, que nace de la profundidad de la fe, pero que toca también la superficie de nuestra sensibilidad. Es toda nuestra persona la que venera a María. Veneramos a María pero no la adoramos, solo se adora a Dios.
3. Madre del Hijo de Dios. María es la única mujer a quien Dios puede llamar madre y Jesús es el único Dios a quien una mujer puede llamar Hijo. En su seno Dios se instaló, creció, se hizo bebé. En sus brazos se acunó, en sus ojos se miró, sobre su pecho se durmió. Cogido de su mano comenzó a dar los primeros pasos por el mundo. Con sus besos María lo ungió de cariño y ternura, con sus labios le habló y le enseñó el lenguaje de su pueblo. Con su corazón lo amó, como sólo una madre puede amar.
1. Al ritmo de la vida de Cristo. Entre la vida de Jesús y la de María hay una estupenda sincronía y un paralelismo magnífico de misterio y de donación. Junto a la Encarnación del Verbo está la Inmaculada Concepción; con el nacimiento de Jesús se relaciona inseparablemente la maternidad de María; a los pies de la cruz del Redentor se halla de pie, firme en su dolor, María, la corredentora; la ascensión de Jesús a los cielos tiene su paralelo en la asunción de María en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Vivir al ritmo de Cristo es vivir a ritmo de redención. Así vivió y vive en el cielo María. Ella se desvivió por Jesús en su vida terrena y vive con Jesús y por Jesús en el cielo. Ella no se pertenece, sino que es toda de su Hijo. Su misión es su Hijo, en la historia y en el siempre de la eternidad.
2. Múltiples relaciones. María mantiene diversas relaciones con la Iglesia. Es modelo de virtudes para todos los cristianos. Es Madre de la Iglesia, como la proclamó Pablo VI, pues ésta prolonga a Jesucristo místicamente en la historia. Es, al igual que la Iglesia, esposa del Espíritu y virgen fecunda que engendra continuamente hijos para Dios. Es espejo radiante de gracia y santidad, es pastora solícita del rebaño de Cristo, es abogada y protectora de los pecadores. Estas relaciones de María con la Iglesia y con sus hijos son relaciones vivas, ardientes, profundamente enclavadas en el alma cristiana, como se puede ver acudiendo a los santuarios de devoción mariana. ¿Y nuestras relaciones con María?
La Iglesia nos recomienda una veneración profunda hacia María. Una veneración que entraña una mezcla de algo sagrado y filial, cercano y misterioso. Sí, porque María es nuestra madre, pero al mismo tiempo está toda ella envuelta en el misterio de Dios. Una veneración, por ello, que nace de la profundidad de la fe, pero que toca también la superficie de nuestra sensibilidad. Es toda nuestra persona la que venera a María. Veneramos a María pero no la adoramos, solo se adora a Dios.
3. Madre del Hijo de Dios. María es la única mujer a quien Dios puede llamar madre y Jesús es el único Dios a quien una mujer puede llamar Hijo. En su seno Dios se instaló, creció, se hizo bebé. En sus brazos se acunó, en sus ojos se miró, sobre su pecho se durmió. Cogido de su mano comenzó a dar los primeros pasos por el mundo. Con sus besos María lo ungió de cariño y ternura, con sus labios le habló y le enseñó el lenguaje de su pueblo. Con su corazón lo amó, como sólo una madre puede amar.
Autor: P.
Antonio Izquierdo y Florian Rodero
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