Reproduzco a continuación la respuesta a una
pregunta que he escrito en otro lugar, porque considero que puede resultar
interesante.
¿Qué es el Don de Lenguas, qué finalidad tiene, cómo se consigue, y cómo se aplica?
Resumen: El don de lenguas es un carisma del
Espíritu Santo por el que Dios nos da el don de hablar en lenguas que no
comprendemos, para alabarle inefablemente o para interceder adecuadamente por
una persona. Es un don que uno no ejerce si no quiere. Aparece ampliamente
atestiguado en la Tradición de la Iglesia. Puede ir acompañado del carisma de
interpretación de lenguas.¿Qué es el Don de Lenguas, qué finalidad tiene, cómo se consigue, y cómo se aplica?
Para comenzar, hemos de decir que el don de
lenguas, o más técnicamente la glosolalia, es unos de los carismas que se
enumeran en el Nuevo Testamento. El Espíritu Santo concede dones, frutos y
carismas. Los carismas son gracias extraordinarias y sorprendentes que se
conceden a los fieles por obra del Espíritu Santo y que suponen un signo de
cara a la evangelización. Un listado de algunos carismas lo encontramos en 1
Cor 12, 8: “Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro,
palabra de conocimiento según el mismo Espíritu; a otro, don de fe, en el mismo
Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de
obrar milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro,
diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas”. Los carismas los derrama
el Espíritu Santo y han de ser acogidos, como dice el Concilio Vaticano II:
“Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios
mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que
también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición,
distribuyendo a cada uno según quiere sus dones, con los que les hace aptos y
prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la
renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A
cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co
12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y
difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy
adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia” (Lumen Gentium 12).
El don de lenguas lo encontramos varias veces
citado en el Nuevo Testamento como una realidad común asociada a la efusión del
Espíritu Santo en Pentecostés. En primer lugar, Marcos 16, 17 dice que será un
signo que acompañará a los que crean en Jesús, diciendo que “hablarán lenguas
nuevas”. En el relato de Pentecostés se nos cuenta que los apóstoles hablaban
en otras lenguas según el Espíritu les sugería, de modo que algunos extranjeros
entendían lo que decían. Hechos 10, 45 cuenta que Pedro conoció que el Espíritu
Santo había sido derramado sobre unos gentiles porque los oía hablar en
lenguas. Igualmente Hechos 19, 6 nos cuenta que unos recién bautizados se ponen
a hablar en lenguas cuando Pablo les impone las manos. Sobre todo los capítulos
12, 13 y 14 de la primera carta a los corintios, que hablan de los carismas,
mencionan este don; aquí podemos encontrar afirmaciones como “doy gracias a
Dios de que hablo en lenguas más que todos vosotros” (1 Cor 14, 18), o “no
estorbéis al que hable en lenguas” (1 Cor 14, 39). Romanos 8, 26 dice: “el
Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo
pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables”, con una alusión clara a la oración en lenguas. En el
Antiguo Testamento hay al menos una profecía invocada explícitamente por San
Pablo que habla del don de lenguas, en Isaías 28, 11: “Sí, con palabras
extrañas y con lengua extranjera hablaré a este pueblo”. En los Padres de la
Iglesia aparece innumerables veces la alusión al don de lenguas, que siguió
vivo muy fuertemente en los primeros siglos del cristianismo.
Por lo tanto, el don de lenguas es una realidad que
aparece muchas veces en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia. Una
lectura racionalista y alegorista de la Escritura, quiere hacer del don de
lenguas una realidad simbólica, en la que lo importante no sería que de hecho
se hablase en lenguas nuevas, sino el significado teológico de que la fe es un
lenguaje universal y que el hecho de Pentecostés en realidad es simplemente un
contrapunto a la dispersión de lenguas de Babel (Gn 11, 1). Pero esta lectura
racionalista parte de que es imposible que suceda algo así y en el fondo
contiene la afirmación de que es mentira que nadie hablase realmente en lenguas
nuevas; por lo tanto, hace mentir a la Escritura y al mismo Cristo, y no es
respetuosa con la verdad del texto de la Escritura y por tanto con la
Revelación. Una vez más: ¿qué hago, adapto la Revelación a lo que estoy
dispuesto a creer, o doy fe a la Revelación aunque se me escape lo que leo? Es
decir, ¿adapto la verdad a mi mente, o mi mente a la verdad? Este proceso
porque el que mi mente se adhiere a la verdad revelada se llama conversión (en
griego metanoia, cambio de mentalidad).
Dicho esto, ¿qué es el don de lenguas? Es un don
por el que el Espíritu Santo concede a un fiel orar en una lengua extraña, que
él no conoce, diciendo en el Espíritu cosas que no entiende: “el que habla en
lengua no habla a los hombres sino a Dios. En efecto, nadie le entiende: dice
en espíritu cosas misteriosas” (1 Cor 14, 2). Así, uno puede sentir una moción
del Espíritu Santo para comenzar a orar con vocablos cuyo significado se le
escapa. Esto puede resultar sorprendente, y sin embargo ya he conocido varias
personas que, sin haber oído hablar nunca del don de lenguas, oraban en
lenguas. Recuerdo una chica que, cuando le pregunté cómo rezaba, empezó a
contarme y se sonrojó diciéndome que rezaba de un modo “un poco raro”. Yo le
pregunté, y me dijo que cuando se ponía a rezar a veces le salía empezar a
cantar cosas que no entendía; yo le pregunté si sabía qué era el don de
lenguas, y me dijo que no, y le comencé a leer la primera carta a los
corintios, tras lo cual me dijo: “¿Entonces no soy tan rara…?”.
Dos son las finalidades para las que el Espíritu
Santo puede concedernos el don de lenguas. En primer lugar, la alabanza. “La
alabanza es la forma de oración que, de manera más directa, reconoce que Dios
es Dios; es totalmente desinteresada: canta a Dios por sí mismo y le da gloria
por lo que Él es” (Compendio del Catecismo 556). En la alabanza, por tanto, no
se le alaba por lo que me da o por lo que ha hecho conmigo; supone un salir de
mí mismo (éxtasis) para volcarme en Él con todo mi ser y alabarle por lo que Él
es en sí mismo, de lo cual conozco una parte, y otra la desconozco. Por el don
de lenguas, Dios me concede las palabras con las que alabarle y bendecirle,
aunque no las comprenda, palabras que me llevan a alabar al Dios inefable, cuya
grandeza se me escapa y me es inexpresable. El Espíritu Santo me da las
palabras para alabar verdaderamente a Dios. Así lo expresa el gran San Agustín:
“¿Quién, pues, se prestará a cantar con maestría para Dios, que sabe juzgar del
cantor, que sabe escuchar con oídos críticos? ¿Cuándo podrás prestarte a cantar
con tanto arte y maestría que en nada desagrades a unos oídos tan perfectos?
Mas he aquí que él mismo te sugiere la manera como has de cantarle: no te
preocupes por las palabras, como si éstas fuesen capaces de expresar lo que
deleita a Dios. Canta con júbilo. Éste es el canto que agrada a Dios, el que se
hace con júbilo. ¿Qué quiere decir cantar con júbilo? Darse cuenta de que no
podemos expresar con palabras lo que siente el corazón. En efecto, los que
cantan, ya sea en la siega, ya en la vendimia o en algún otro trabajo
intensivo, empiezan a cantar con palabras que manifiestan su alegría, pero
luego es tan grande la alegría que los invade que, al no poder expresarla con
palabras, prescinden de ellas y acaban en un simple sonido de júbilo. El júbilo
es un sonido que indica la incapacidad de expresar lo que siente el corazón. Y
este modo de cantar es el más adecuado cuando se trata del Dios inefable.
Porque, si es inefable, no puede ser traducido en palabras. Y, si no puedes
traducirlo en palabras y, por otra parte, no te es lícito callar, lo único que
puedes hacer es cantar con júbilo. De este modo, el corazón se alegra sin
palabras y la inmensidad del gozo no se ve limitada por unos vocablos” (San
Agustín, comentario sobre el Salmo 32).
En la alabanza, la oración en lenguas tiene un
fruto muy hermoso, puesto que te saca de ti mismo, de tus esquemas y tus
categorías, para volcarte en Dios, y genera un fruto de paz y de comunión con
Dios muy intenso y profundo, puesto que supone sumergirse en el ser mismo de Dios
y estar plenamente consciente de su grandeza, en la pura alabanza a su Santo
Nombre. En la oración en lenguas, por así decir, se alaba a Dios por lo que no
se conoce de Él, por lo que se nos escapa de su grandeza, que vas más allá de
nuestros conceptos y límites. No es que la finalidad de la alabanza sea orar en
lenguas, sino que la finalidad de orar en lenguas es la alabanza; no ha de
buscarse este don por sí mismo, pero si el Espíritu lo concede, es lícito
aceptarlo y se recibe un fruto muy hermoso. La alabanza entonces se convierte
en la oración más gratuita y menos egoísta, puesto que verdaderamente nos
vuelca absolutamente en el Señor totalmente transcedente.
En segundo lugar, otra finalidad de la oración en
lenguas es la intercesión. Así dice San Pablo: “El Espíritu viene en ayuda de
nuestra debilidad. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene;
mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que
escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su
intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26 – 27). Cuando uno
ora por alguien, a veces no sabe qué pedir porque no sabe lo que realmente
necesita la persona; entonces, el Espíritu mismo te sugiere lo que has de
pedir, dándote las palabras apropiadas, que tú mismo no entiendes. De este
modo, es Dios mismo quien guía tu oración, y además, respeta la libertad de la
otra persona y su intimidad, puesto que no sabes qué estás pidiendo para ella.
A través de la oración en lenguas, el Señor puede obrar una sanación física,
una sanación interior o una liberación. En una oración de intercesión, uno
puede pedir al Señor cualquier cosa que la otra persona necesita, pero puede
pasar que el Espíritu Santo ponga en el corazón del que intercede la moción de
orar en lenguas, porque el Señor quiere darle algo en concreto o sanar algo en
concreto, que puede que ni el que ora ni la persona sepan qué es.
Uno no ora en lenguas porque quede “poseído” por el
Espíritu Santo; Dios nunca nos quita nuestra libertad y no nos fuerza. Uno
puede sentir una moción del Espíritu a orar en lenguas, pero si no quiere, no
la sigue. Para ejercer un carisma, hay que lanzarse, porque Dios cuenta con
nuestra libertad para obrar. En el carisma de lenguas, uno puede dejarse llevar
por esa moción del Espíritu, y debe no fijarse en lo que está diciendo o en
cómo suena, sino salir de sí, centrarse en Dios y dejarse llevar por el
Espíritu Santo. No es necesario que se haga en alta voz, puede hacerse de un
modo prudente y sigiloso, pues lo importante no es “que se oiga”, sino que se
diga. Ciertamente, puede resultar extraño, y sin embargo los frutos son tan
hermosos que merece la pena dejarse llevar.
Con respecto a si lo que se ora en lenguas son
simples “balbuceos” o alguna lengua en concreto, hay varios testimonios
hermosos. El padre Tardif cuenta que en una ocasión en un retiro de sacerdotes,
comenzaron a orar en lenguas, y uno de los sacerdotes se reía de ellos porque
pensaba que se les había ido la olla. Así sucedió durante varios días, hasta
que un día este sacerdote se quedó boquiabierto; él había estudiado árabe en su
juventud, y de pronto comenzó a comprender lo que los demás estaban diciendo,
puesto que estaban hablando árabe sin saber. Son varios los testimonios en este
sentido, por lo que yo me inclino a pensar que en la mayoría de las ocasiones,
uno verdaderamente esta orando en una lengua concreta.
En este sentido, un carisma que va de la mano junto
con el de lenguas, es el don de interpretación: “el que habla en lenguas, pida
el don de interpretar. Porque si oro en lenguas, mi espíritu ora, pero mi mente
queda sin fruto” (1 Cor 14, 13 – 14). El Señor puede conceder el carisma de
interpretación a la misma persona que ora en lenguas, pero más habitualmente
concede el carisma de interpretación a otra persona u otras personas
diferentes, a quienes concede el don de comprender lo que se está diciendo en
lenguas, porque a veces la oración en lenguas contiene un mensaje para los
presentes. Sin embargo, la experiencia demuestra que el carisma de
interpretación es bastante escaso.
El Espíritu Santo obra en cada uno lo que quiere y
como quiere. Durante mucho tiempo, una racionalización de la fe ha hecho que
los carismas hayan disminuido notablemente del Pueblo de Dios, si bien nunca han
llegado a desaparecer, como muestran los signos de la vida de los que hoy
consideramos santos. En este tiempo, en que, como decía Juan XXIII, asistimos a
un Nuevo Pentecostés, los carismas se han renovado en la vida de la Iglesia, y
hemos de acogerlos con gratitud y consuelo, porque suponen un signo para los no
creyentes que muestra la verdad del Evangelio y de la presencia de Cristo en su
Iglesia, así como los signos de Jesús mostraban que él era el Mesías prometido
y el Hijo de Dios. Son una ayuda inmensa para la evangelización; pero no se nos
concederán si no creemos en la posibilidad de que el Espíritu Santo nos los
conceda. Muchas veces lo que nos falta no es fe en Dios, sino fe en que Dios
puede obrar a través de mí; pero el Señor no dijo que los carismas se darían a
los que fueran santos, sino a los que creyeran en él: “Estas son las señales
que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en
lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará
daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Mc 16, 17 –
18). “El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores
aún, porque yo voy al Padre. Todo lo que me pidáis en mi nombre, yo lo haré,
para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo
lo haré.” (Jn 14, 12 - 14).
Para
saber más sobre los carismas, recomiendo leer el libro "Jesús está
vivo", del Padre Emiliano Tardif, que puedes encontrar en este enlace: "Jesús está vivo"
Jesús María Silva
Castignani
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