CRISTIANISMO COMO ADVIENTO
LA Iglesia celebra esta semana el adviento, y nosotros con ella. Si reflexionamos sobre lo que aprendimos en nuestra infancia acerca del adviento y su sentido, recordaremos que se nos dijo que la corona de adviento, con sus luces, es un recuerdo de los miles de años (quizás miles de siglos) de la historia de la humanidad antes de Jesucristo. Nos recuerda a todos aquella época en que una humanidad irredenta esperaba la salvación. Nos trae a la memoria las tinieblas de una historia todavía no redimida, en la que las luces de la esperanza sólo se encendían lentamente hasta que, al fin, vino Cristo, luz del mundo, y lo libró de las tinieblas de la condenación. Aprendimos también que estos miles de años antes de Cristo eran un tiempo de condenación, a causa del pecado original, mientras que los siglos posteriores al nacimiento del Señor son «anni salutis reparatae», años de la salvación restablecida. Recordaremos, finalmente, que se nos dijo que en adviento la Iglesia, además de pensar en el pasado, en el período de condenación y de espera de la humanidad, se fija también en la multitud de los que aún no han sido bautizados, para los que todavía sigue siendo adviento, porque esperan y viven en las tinieblas de la falta de salvación.
Si reflexionamos como hombres de nuestro siglo, y con las experiencias del mismo, sobre las ideas aprendidas de niños, veremos que apenas si podemos aceptarlas. La idea de que los años posteriores a Cristo, comparados con los precedentes, son de salvación nos parecerá una cruel ironía si recordamos fechas como 1914, 1918, 1933, 1939, 1945; fechas que indican los períodos de guerras mundiales, en las que millones de hombres perdieron sus vidas, a menudo en circunstancias espantosas; fechas que reviven el recuerdo de atrocidades en las que la humanidad no se vio nunca anteriormente. Una fecha (1933), que nos recuerda el comienzo de un régimen que alcanzó la perfección más cruel en la práctica del asesinato en masa; y, finalmente, brota la memoria de aquel año en el que la primera bomba atómica explotó sobre una ciudad habitada, ocultando en su deslumbrante resplandor una nueva posibilidad de tinieblas para el mundo.
Si pensamos en estas cosas, no nos resultará fácil dividir la historia en un período de salvación y otro de condenación. Y si, ampliando aún más nuestra visión, contemplamos la obra de destrucción y desgracia llevada a cabo, en nuestro siglo y en los anteriores, por los cristianos (es decir por los que nos llamamos hombres «salvos»), no seremos capaces de dividir los pueblos en salvados y condenados. Si somos sinceros, no volveremos a construir una teoría que distribuya la historia y los mapas en zonas de salvación y zonas de condenación. Más bien, nos aparecerá toda la historia como una masa gris, en la que siempre es posible vislumbrar los resplandores de una bondad que no ha desaparecido por completo, en la que siempre se encuentran en los hombres anhelos de hacer el bien, pero en la que también siempre se producen fracasos que conducen a las atrocidades del mal. En esta reflexión queda claro que el adviento no es (como quizá pudo decirse antiguamente) un santo entretenimiento de la liturgia que, por así decir, nos presenta el pasado y nos muestra lo que entonces ocurrió, para que podamos gozar con mayor alegría y felicidad la salvación de nuestros días. Tras las ideas anteriores, tendremos que reconocer que el adviento no es un puro recuerdo y distracción sobre el pasado, sino que el adviento es nuestro presente, nuestra realidad: la Iglesia no juega; nos muestra la realidad de nuestra existencia cristiana. Con este período del año litúrgico despierta nuestras conciencias, forzándonos a reconocer la falta de salvación no como un hecho que se dio alguna vez en el mundo, y que todavía se da en algún sitio, sino como un hecho situado en medio de nosotros y de la Iglesia.
Me parece que en esto corremos un cierto peligro: querer ocultarnos la realidad. Vivimos, por así decir, con los ojos cerrados, porque tememos que nuestra fe no pueda soportar la luz plena y deslumbradora de los hechos. Nos encerramos en nosotros mismos y procuramos no pensar en ellos para no derrumbarnos. Pero una fe que se oculta la mitad, o más, de los hechos, es en el fondo una forma de negación de la fe o al menos una forma muy profunda de credulidad mezquina, que teme que la fe no pueda competir con la realidad. No se atreve a aceptar que ella es la fuerza que vence al mundo.
Por el contrario, creer verdaderamente significa contemplar la realidad con corazón valiente y abierto, aunque esto vaya contra la imagen que a veces nos hemos hecho de la fe. Algo típico de la existencia cristiana es que nos abrevamos a hablar con Dios desde el abismo de nuestras tinieblas y tentaciones, igual que Job. Es esencial que no pensemos ofrecer a Dios solamente una mitad de nuestro ser (la parte buena), reservando el resto por temor a enojarlo. No; precisamente ante él podemos y debemos colocar, sin ambages, toda la carga de nuestra existencia. Olvidamos demasiado que en el libro de Job, transmitido por la sagrada Escritura, Dios proclama, al final, que Job es justo, aunque le ha dirigido los más duros reproches; mientras que sus amigos son falsos oradores, a pesar de haber defendido a Dios, y haber buscado a todo una solución bonita y una respuesta.
Comenzar el adviento no significa otra cosa que hablar con Dios igual que Job. Significa ver con valentía toda la realidad, el peso de nuestra existencia cristiana, y presentarla ante el rostro justiciero y salvador de Dios, aunque no podamos dar ninguna respuesta —como Job—, sino que tengamos que dejársela a Dios, manifestándole qué faltos de palabras nos encontramos en nuestra oscuridad.
LA PROMESA INCUMPLIDA
Intentemos, pues, reflexionar ahora en la presencia de Dios sobre esta plena realidad del adviento, que no es un juego, sino la esencia de nuestra vida cristina. Tomo dos imágenes y pensamientos de la sagrada Escritura, que muestran patentemente la forma en que nos afectan a los hombres de hoy los problemas del adviento y la manera de experimentar su realidad; pero no lo hago para efectuar un análisis profano, sino intentando entablar un diálogo con Dios.
En el profeta Isaías (c. 11) se encuentra la visión del tiempo mesiánico, cuando haya llegado el retoño de David, el salvador. Sobre este período se dice:
Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca pacerá con la osa, y las crías de ambas se echarán juntas, y el león, como el buey, comerá paja. El niño de pecho jugará junto al agujero del áspid, y el recién destetado meterá la mano en la caverna del basilisco. No habrá ya más daño ni destrucción en todo mi monte santo, porque estará llena la tierra del conocimiento del Señor, como llenan las aguas el mar (Is 11, 6-9).
Se describe la época del mesías como un nuevo paraíso. Es verdad que muchas de estas cosas son simple imagen. Pues el que los osos y corderos, los leones y las vacas vivan tranquilamente juntos es, naturalmente, una visión imaginaria que desea expresar algo más profundo. No esperamos que se produzca esto en nuestro mundo. Pero el texto cala mucho más hondo; esta imagen habla de la paz, que será la señal de los hombres salvados. Dice que los hombres redimidos son hombres de paz; que no actúan ya con malicia, malvadamente, porque la tierra está llena del conocimiento de Dios, que la cubre como un mar. Los hombres salvos —dice el texto— viven de la cercanía y de la realidad de Dios, de forma que son plenamente pacíficos.
Pero, ¿qué ha sucedido de esta visión en la Iglesia, entre nosotros que nos llamamos «salvados»? Todos sabemos que no se ha cumplido, que el mundo ha sido, y sigue siendo más que nunca, un mundo de lucha, de inquietud, un mundo que vive de la guerra de unos contra otros, un mundo marcado con la ley de la maldad, de la enemistad y del egoísmo; un mundo que no está cubierto por el conocimiento de Dios —como la tierra por las aguas—, sino que vive alejado de él, en medio de tinieblas.
Esto nos conduce a un segundo pensamiento, que se impone cuando leemos la profecía de la nueva alianza en Jeremías:
Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yavé. Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón… (Jer 31, 33). E Isaías dice lo mismo con más claridad: Todos tus hijos serán adoctrinados por Yavé (Is 54, 13).
En el Nuevo Testamento, el mismo Señor cita este texto (Jn 6, 45), indicando que en el tiempo de la nueva alianza ya no es necesario que unos hombres hablen a otros de Dios, porque todos están llenos de su presencia. En los Hechos de los apóstoles se vuelve a insistir en esta idea; en el discurso de pentecostés recuerda san Pedro una profecía semejante del profeta Joel, y dice que ahora se ha cumplido esta palabra:
Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres, y profetizarán vuestros hijos e hijas (Hech 2, 17; Joel 3, 1-5).
Una vez más hemos de reconocer lo lejos que nos encontramos de un mundo en el que no es necesario ser instruido sobre Dios, porque él está presente en nosotros mismos. Se ha afirmado que nuestro siglo se caracteriza por un fenómeno totalmente nuevo: por la incapacidad del hombre para relacionarse con Dios. El desarrollo social y espiritual ha provocado la aparición de un tipo de hombre que juzga inválidos todos los puntos de partida para conocer a Dios. Sea esto verdad o no, hemos de conceder que la lejanía de Dios, la oscuridad y problemática sobre él, son hoy más intensas que nunca; incluso nosotros, que nos esforzamos por ser creyentes, tenemos con frecuencia la sensación de que la realidad de Dios se nos ha escapado de las manos. No nos preguntamos a menudo: ¿sigue él sumergido en el inmenso silencio de este mundo? ¿No tenemos a veces la impresión de que, después de mucho reflexionar, sólo nos quedan palabras, mientras la realidad de Dios se encuentra más lejana que nunca?
Demos un nuevo paso. Creo que la auténtica tentación del cristiano de hoy no consiste en el problema teórico de si Dios existe, o si es trino y uno; tampoco en si Cristo es, simultáneamente, Dios y hombre. Lo que hoy nos angustia y nos tienta es, más bien, el hecho de la inoperabilidad del cristianismo: tras dos mil años de historia cristiana no vemos que se haya producido una nueva realidad en el mundo; éste sigueinmerso en los mismos temores, dudas y esperanzas que antes. También en nuestra existencia individual advertimos la debilidad de la realidad cristiana en comparación con todas las otras fuerzas que nos agobian. Y si, después de vivir cristianamente en medio de todos los esfuerzos y tentaciones, sacamos el resultado final, nos invadirá de nuevo el sentimiento de que la realidad se nos ha escapado, de que la hemos perdido, y sólo nos queda un último recurso a la débil lucecilla de nuestra buena voluntad. Entonces, en estos momentos de desánimo, cuando recorremos retrospectivamente nuestro camino, brota la pregunta: ¿para qué todo este conjunto del dogma, del culto y de la Iglesia, si al final volvemos a encontrarnos sumergidos en nuestra propia miseria? Esto nos hace volver al problema del mensaje del Señor: ¿qué es lo que él ha anunciado en realidad, y qué ha traído a los hombres? Recordaremos que, según la narración de san Marcos, todo el mensaje de Cristo se compendia en estas palabras:
Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios está cercano: arrepentíos y creed en el evangelio (Mc 1. 15).
«Se ha cumplido el tiempo, el reino de Dios ha llegado». Tras estas palabras se encuentra toda la historia de Israel, ese pequeño pueblo que fue juguete de las potencias mundiales, y que probó sucesivamente todas las formas de gobierno existentes; hasta que, al fin, al ver que éstas no le traían la salvación, se dio cuenta de su fracaso. Aprendió muy bien que, cuando gobiernan los hombres, las cosas ocurren muy humanamente, es decir con muchas miserias e irresoluciones. En esta experiencia de una historia llena de desengaño, de servidumbre, de injusticia, Israel anheló cada vez más fuertemente un reino que no fuese de los hombres, sino de Dios; un reino de Dios en el que reinaría el verdadero Señor del mundo y de la historia. Gobernaría él, que es la misma verdad y justicia, para que, por fin, las únicas fuerzas dominantes en el hombre fuesen la salvación y el derecho. El Señor responde a esta espera represada a través de los siglos cuando dice: ha llegado el tiempo, ha llegado el reino de Dios. No es difícil imaginar la esperanza que producirían estas palabras. Pero también es muy comprensible nuestro desencanto cuando contemplamos lo que ha sucedido.
La teología cristiana, que se encontró pronto con esta discrepancia entre espera y cumplimiento, hizo del reino de Dios un reino celeste, situado en el más allá; la salvación del hombre la convirtió en salvación del alma, que también se realiza en el más allá, después de la muerte. Pero con esto no da ninguna respuesta. Porque lo grandioso del mensaje consiste en que el Señor no habla solamente del más allá y del alma, sino que llama a todo el hombre en su corporalidad y en cuanto incluido en la historia y la sociedad; lo grandioso consiste en que promete su reino a unos hombres que viven corporalmente con otros hombres. Cuanto más bello es este conocimiento redescubierto por la investigación bíblica en nuestro siglo (que Cristo no sólo miraba al más allá, sino que se refería al hombre concreto), tanto mayor puede ser nuestro desengaño y desánimo cuando contemplamos la historia real que no es verdaderamente un reino de Dios.
Podemos ampliar estas ideas si nos fijamos en el mensaje moral de Jesús, en esas palabras del sermón del monte, que contraponen a la casuística de los fariseos un simple llamamiento al bien:
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio; el que le dijere «tonto» será reo ante el sanedrín y el que le dijere «loco» será reo de la gehenna del fuego (Mt 5, 21 s).
Cuando escuchamos estas palabras nos encanta la sencillez con que se destruyen las distinciones morales de la casuística, con que se prescinde de una teología moral que pretende capacitar al hombre para engañar a Dios con artimañas y procurarse la salvación. Nos entusiasma la sencillez con que no exige un precepto particular sino un «sí» incondicionado al bien. Pero cuando reflexionamos más de cerca sobre las palabras «el que dice a su hermano "tonto" será reo del infierno», nos resulta un juicio terrible, y la casuística de los fariseos casi llega a parecernos una forma de compasión, ya que al menos intenta conciliar el precepto con la debilidad humana.
Podemos aún reflexionar sobre lo que dijo Cristo a los dignatarios del Antiguo Testamento y a sus discípulos: cómo exigió que ya no hubiese más títulos, ya que todos son hermanos al vivir del mismo Padre (Mt 23, 1-12). ¡Con qué frecuencia hemos conciliado estas palabras, en la teoría y en la práctica, con las realidades que experimentamos en la Iglesia, con todos los rangos y distintivos, con todo el fausto cortesano! Pero hay cosas más profundas que estos problemas externos que, si bien no debemos infravalorar, tampoco debemos exagerar. Nos vemos forzados a preguntar: ¿no se ha desmoronado el ministerio neotestamentario en su misma esencia? San Agustín tuvo que decir a sus fieles que las duras palabras del Señor contra los servidores del Antiguo Testamento servían también para los servidores de la Iglesia:
En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las obras, porque ellos dicen y no hacen. Atan pesadas cargas sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas (Mt 23, 24).
¿ESTAMOS SALVADOS?
Pasemos ahora de la Escritura a la teología y veamos cómo ha explicado la salvación. Advertimos que ha seguido dos caminos, el de la teología occidental y el de la oriental. La teología occidental ha construido un sistema propio; dice que Dios fue infinitamente injuriado por el pecado, de forma que era necesaria una reparación infinita. Esta reparación infinita, que no podía ofrecerla ningún hombre, la llevó a cabo Cristo, el Hombre-Dios. El individuo particular recibe este beneficio a través de la fe y del bautismo, de manera que se le perdona la culpa general e indeleble que precede a cualquier otro pecado particular. Pero en este nuevo ámbito en que se encuentra debe andar con mucho cuidado. Cuando entra en la arena de la vida cristiana tiene la impresión de no haber sido salvado, como si en este sistema de gracia se hubiese quedado en un lugar inaccesible, teniendo el hombre que actuar y merecer sin su auxilio. De este modo, el sistema salva realmente la idea de la redención, pero ésta no actúa en la vida sino que permanece en algún sitio oculto, en un ámbito inabarcable de injuria y bondad infinitas, mientras nuestra existencia se desarrolla en las mismas tentaciones y dificultades, como si toda esta construcción no existiese.
La teología oriental ha explicado la salvación como una victoria conseguida por Cristo sobre el pecado, la muerte y el demonio. Estas potencias han sido vencidas por el Señor de una vez para siempre, y así el mundo está salvado Pero insistamos: cuando contemplamos la realidad de nuestras vidas, ¿quién se atreve a afirmar que estas fuerzas del pecado han sido derrotadas? Por nuestra propia existencia, llena de tentaciones, sabemos muy bien el poder inmenso que conservan. Y, ¿quién puede decir seriamente que la muerte ha sido vencida? Quizás nos enfrentamos aquí con el aspecto más humano de la no-salvación del hombre: en todas nuestras enfermedades, debilidades, soledades y necesidades seguimos sometidos al poder de la muerte y de su incesante presencia.
EL DIOS OCULTO
Es adviento. Y cuando reflexionamos en todas estas cosas que teníamos que decir —como Job hablando con Dios— experimentamos con plena evidencia que realmente todavía hoy sigue siendo adviento para nosotros. Pienso que debemos aceptar esto con sencillez. El adviento es una realidad incluso para la Iglesia. Dios no ha dividido la historia en una mitad luminosa y otra oscura. No ha dividido a los hombres en «salvados» y «condenados». Sólo existe una única e indivisible historia, caracterizada en su totalidad por la debilidad y miseria del hombre, y situada bajo el compasivo amor de Dios, que la abraza y acoge completamente.
Nuestro siglo nos obliga a conocer la realidad del adviento de forma totalmente nueva: la realidad de que hubo un adviento, pero que todavía hoy sigue habiéndolo. La realidad de que sólo existe una humanidad ante Dios. Que toda ella se encuentra en tinieblas, pero también que está iluminada por la luz de Dios. Y si es verdad que existió y existe un adviento, esto significa que Dios no fue puro pasado para ningún período precedente de la historia. Al contrario, Dios es origen para todos nosotros, ya que venimos de él; pero es también el futuro hacia el que caminamos. Lo que significa que no podemos encontrar a Dios más que saliéndole al encuentro cuando se acerca a nosotros esperando y exigiendo que nos pongamos en marcha. Sólo podemos encontrar a Dios en este éxodo, en este salir de la comodidad presente para correr hacia el oculto resplandor del Dios que se aproxima.
La imagen de Moisés, subiendo al monte y entrando en la nube para encontrar a Dios, es válida para todos los tiempos. Dios sólo puede ser encontrado —incluso en la Iglesia— si subimos al monte y entramos en la nube del enigma de Dios, oculto en este mundo. Los pastores de Belén, al comienzo de la historia neotestamentaria, enseñan lo mismo de otra forma. Se les dice: «Esto tendréis por señal: encontraréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (/Lc/02/12). Con otras palabras: la señal para los pastores es que no encontrarán ninguna señal, sino sólo a Dios hecho niño; y, a pesar de este ocultamiento, deben creer en la cercanía de Dios. La señal exige de ellos que aprendan a descubrir a Dios en la incógnita de su ocultamiento. La señal exige de ellos que reconozcan que no es posible encontrar a Dios en las realidades perceptibles de este mundo, sino sólo saltando por encima de ellas.
Ciertamente, Dios ha puesto una señal en la grandeza y fuerza del universo, tras el que rastreamos algo de su poder creador. Pero la auténtica señal, la que él ha elegido, es el ocultamiento, comenzando por el pequeño pueblo de Israel y pasando a través del niño de Belén hasta morir en cruz pronunciando las palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Esta señal nos indica que las realidades de la verdad y del amor, las auténticas realidades de Dios, no son adquiribles en el mundo cuantitativo, sino que sólo pueden ser halladas cuando, pasando sobre éste, nos introducimos en un orden nuevo, Pascal ha expresado esta idea en su grandiosa teoría de los tres órdenes. Según él, existe en primer lugar el orden de la cantidad, poderosa e inconmensurable: el objeto inagotable de las ciencias naturales. El orden del espíritu —el segundo gran ámbito de la realidad— aparece, desde el punto de vista de lo cuantitativo, como la pura nada, pues no abarca un espacio que se pueda medir. Y, a pesar de todo, un solo espíritu (Pascal cita como ejemplo el espíritu matemático de Arquímedes), un solo espíritu, decíamos, es más grande que todo el orden del mundo cuantitativo, porque este espíritu, que no tiene peso, ni longitud, ni anchura, puede medir todo el cosmos. Mas por encima de él se encuentra el orden del amor. También éste, desde el punto de vista del «espíritu», de la inteligencia científica, como Arquímedes, es pura nada, pues le falta la comprobación científica y no aporta nada a este ámbito. Y, sin embargo, un único impulso del amor es infinitamente más grande que todo el orden del espíritu, porque representa la verdadera fuerza creadora, vivificadora y salvadora 3. A esta nada de la verdad y del amor, que no obstante es en realidad el verdadero uno y todo, nos conducirá el enigma de Dios, ya que él está oculto en este mundo y sólo puede ser encontrado en el ocultamiento. Es adviento. Todas nuestras respuestas son parciales.
Lo primero que debemos aceptar es esta realidad continua del adviento. Si lo hacemos, empezaremos a conocer que la frontera entre «antes de Cristo» y «después de Cristo» no está marcada en la historia ni en los mapas, sino que sólo atraviesa nuestro propio corazón. En la medida en que vivamos del egoísmo, cerrados en nosotros mismos, seremos de «antes de Cristo». Pero roguemos al Señor en este período de adviento que nos conceda no ser ni de «antes de Cristo» ni de «después de él», sino el vivir realmente con Cristo y en Cristo: con él, que es el mismo ayer, hoy, y por los siglos (Heb 13, 8).
Carlos Javier Alonso
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