jueves, 6 de junio de 2013

FRANCISCO Y EL LATÍN


Quienes pensaban que con la llegada a la sede de Pedro del jesuita sudamericano Jorge Mario Bergoglio, la misa en latín en la forma extraordinaria quedaba archivada para siempre, se han equivocado groseramente. El motu proprio Summorum Pontificum de Ratzinger de 2007 no se toca y el misal de 1962 de Juan XXIII (última versión del misal tridentino de San Pío V) se encuentra a salvo. La liturgia en la que el celebrante se vuelve hacia Dios y no hacia el pueblo, en la que el comulgatorio separa el presbiterio de los bancos de los fieles, no es una antigualla que deba relegarse al desván de un museo. El mismo pontífice reinante lo ha afirmado hace unos días, cuando recibió en el Palacio apostólico a la delegación de los obispos de Apulia en visita ad limina apostolorum, que todos los obispos hacen cada cinco años.

Como lo ha escrito en su blog el vaticanista Sandro Magister, los obispos de Apulia han sido los más locuaces con el clero y la prensa [respecto a su reunión con el Papa]. La semana pasada, el obispo de Molfetta, Luigi Martella, contó que, antes de fin de año, Francisco firmará la encíclica sobre la Fe a la que Benedicto XVI, se cree, está dando el punto final en la tranquilidad del monasterio Mater Ecclesiae. Incluso, Mons. Martella agregó que Bergoglio ya había pensado en una segunda encíclica, consagrada a la pobreza, intitulada Beati pauperes. Estas declaraciones han obligado a la Santa Sede a desmentir, rectificar y precisar, y el padre Lombardi ha invitado a pensar en «una encíclica por vez».

A su vez, el obispo de Conversano e Monopoli, Mons. Domenico Padovano, contó al clero de su diócesis que para los obispos de la región, la prioridad había consistido en explicar al Papa las graves divisiones que creaba la misa tradicional en la Iglesia. Así daban a entender que había que suprimir Summorum Pontificum o, cuando menos, limitarlo considerablemente. Pero Francisco ha respondido que no.

Mons. Padovano mismo lo ha contado, al explicar que el Papa les ha pedido vigilar el extremismo de ciertos grupos tradicionalistas, pero al mismo tiempo, los ha invitado a «hacer un tesoro» de la tradición y a crear las condiciones para que ésta pueda convivir con la innovación. Al respecto, según ha escrito Sandro Magister, Bergoglio incluso ha relatado las presiones sufridas después de su elección para alejar al maestro de ceremonias pontificias, Guido Marini, descrito al Papa como un tradicionalista a quien había que enviar nuevamente a Génova, la ciudad que dejó muy a su pesar para responder al pedido de Benedicto XVI, quien lo quería en Roma. También en este caso, el papa Francisco ha manifestado su oposición a todo cambio en la oficina de las ceremonias pontificias. Y ello, con la intención de «sacar provecho de la preparación tradicional» [de Monseñor Marini] y permitir al amable y reservado ceremoniero «aprovechar mi formación más emancipada».

La diferencia cultural es innegable: el jesuita que, siguiendo la tradición ignaciana, nec rubricat nec cantat, se encuentra, de repente, catapultado a una realidad en la que, durante estos ocho años, lenta y pacientemente, se han ido recuperando elementos litúrgicos abandonados en los últimos treinta o cuarenta años, lo que justificaba la posición de quienes ven en el Concilio una ruptura también en el ámbito litúrgico. El hilo conductor de las celebraciones de Benedicto XVI puede describirse como una síntesis de solemnidad y sobriedad: el retorno de los siete candelabros y del crucifijo al centro del altar y las invitaciones a no aplaudir [durante la misa] son un ejemplo de ello. Lo mismo dígase del latín, lengua de la Iglesia, utilizado no sólo en las celebraciones en Roma, sino en todo el planeta, incluso en África. En marzo, ante la expresión seria de Marini durante la primera aparición de Bergoglio en la logia de las bendiciones, sin muceta ni estola, muchos habían anunciado su inminente alejamiento. Pero el papa Francisco sabe muy bien que Roma no es Buenos Aires y que la función pontificia exige el mantenimiento de un aparato simbólico anclado en la historia y la tradición milenaria de la Iglesia Católica.

UNA CONTINUIDAD QUE NO SATISFACE A TODOS

La restauración que ha tenido lugar durante el pontificado de Benedicto XVI no satisface a todos, aun dentro de los muros leoninos. Así, monseñor Sergio Pagano, prefecto de los Archivos Secretos del Vaticano, explicaba el 7 de mayo último, durante la presentación de la edición facsimilar de la constitución Humanae salutis de convocación del Concilio, que «cuando veo, hoy, en ciertos altares de las basílicas esos siete candelabros de bronce que dominan la cruz, pienso que se ha entendido muy poco de la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la liturgia». Por el mismo motivo, alguien como Mons. Felice Di Molfetta, obispo de Cerignola-Ascoli Satriano (que siempre ha considerado la misa en la forma extraordinaria como algo incompatible con el misal de Paulo VI, expresión ordinaria de la lex orandi de la Iglesia católica de rito latino) comunicó a sus fieles, en fecha reciente, que había felicitado calurosamente al papa Francisco «por el estilo de sus celebraciones, inspirado en la noble simplicidad querida por el Concilio».

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