Franciscano, de 86 años, recuerda la respuesta cuando de niño le preguntó por los estigmas: «Estas heridas son por mis pecados y los de los demás»
Este año se celebra el 45º aniversario de la muerte del Padre Pío, acaecida el 23 de septiembre de 1968, y con ese pretexto el diario californiano Catholic San Francisco ha entrevistado a un sacerdote franciscano que conoció bien al santo de Pietrelcina, canonizado por Juan Pablo II en 2002. Y a medida que pasa el tiempo, van siendo menos quienes le trataron personalmente.
El padre Guglielmo Lauriola, párroco emérito de la Inmaculada Concepción en San Francisco (Estados Unidos), creció a treinta kilómetros escasos de San Giovanni Rotondo, donde estaba el convento del Padre Pío. Su padre tenía una tienda y en los años treinta un hermano franciscano empezó a visitarle con objeto de pedirle donativos. A raíz de esa relación, la familia empezó a visitar al fraile, ya con fama de santidad porque sus estigmas eran conocidos en toda la región desde años atrás. Las visitas serían continuas hasta su muerte.
“Empezamos a visitar San Giovanni Rotondo en 1932. Siempre nos alegraba mucho verle. Yo tenía 5 ó 6 años, y entraba en la sacristía en la que él confesaba y le tiraba del cordón que ceñía su hábito para decirle que estaba allí. Él me daba un pescozón en la cabeza y, aunque estaba siempre ocupado, tenía tiempo para mí y me preguntaba si quería mucho a la Santísima Virgen”, cuenta el padre Lauriola.
“PARA LAVAR MIS PECADOS Y LOS DE LOS DEMÁS”
Dice que de pequeño le asustaban los estigmas: “Me dijo que no se los mirara. Me preocupaba que le causasen dolor. Podías ver el sufrimiento en su rostro, casi siempre era visible. Los viernes parecía sufrir especialmente. ´¿Por qué tiene que sufrir tanto?´, le pregunté una vez. ´Éstas heridas son para lavar mis pecados y los de los demás´, me respondió. Le dije que mi tío era médico que le pediría alguna medicina para él. ´Las medicinas no me harán ningún bien, contestó”.
El padre Guglielmo evoca el momento en el que vió el cadáver de su maestro y amigo, en el funeral de 1968: “Me arrodillé ante su cuerpo y recé. Vi sus manos y sus pies. Estaban limpias, como si los estigmas jamás hubiesen estado ahí”.
Sus misas eran “muy devotas, particularmente durante la consagración. Decía las palabras de la consagración muy despacio: Hoc… est… enim… corpus… meum. Cuando elevaba la Sagrada Hostia, sus manos temblaban un poco. Pero tampoco le miraba mucho, pues al sonar la campanilla todos bajábamos la cabeza”.
Cuando el padre Lauriola decidió ser franciscano, tardó en decírselo al Padre Pío (“no estaba seguro de que lo aprobase”), pero cuando finalmente se lo participó, la reacción fue positiva: “¡Magnífico! Rezaré por ti”.
EN TODA NECESIDAD
Y no dejó de hacerlo, ni tras su ordenación en 1953, ni después, cuando estuvo como misionero en Corea entre 1957 y 1964 (“recuerda, sólo hay un Dios”, le dijo el Padre Pío). En una ocasión, yendo en un pequeño bote hacia una isla en aquella zona, una gran tormenta les sorprendió y creyeron que morirían ahogados: “Empecé a pedirle al Padre Pío que nos ayudara, y sobrevivimos. Creo que él supo que yo le necesitaba”.
Esa devoción al santo y amigo no ha desaparecido nunca: “Llevo haciendo exorcismos en la archidiócesis desde 1970 y siempre le pido ayuda: ´Padre Pío, ayúdame a hacer más fuerte mi fe en Jesús y ayuda a estas personas que acuden a mí´. Y él me ayuda. Le quiero mucho y estoy agradecido por todo lo que ha hecho por mí. Y a todos digo: si necesitas algo, pídeselo al Padre Pío. Él te ayudará”.
Rafael de la Piedra
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