viernes, 3 de mayo de 2013

EL COMPORTAMIENTO EN MISA


Así como decimos que el rostro es el espejo del alma, podemos decir también que la actitud corporal manifiesta lo que hay en nuestro corazón.

El ser humano es una unidad de cuerpo y alma. Con la totalidad de lo que somos, hemos de tributar a Dios el “culto razonable”: la alabanza al Padre, por la mediación de Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo. La celebración de la Santa Misa constituye el “sacrificio de alabanza” por excelencia. Por ello, no podemos participar de cualquier modo en la celebración eucarística, sino que nuestra actitud, interna y externa, ha de ser la propia de quienes reconocen la grandeza de Dios, la majestad de su Gloria.

La pureza interior, la humildad y la devoción, la fe conmovida ante el misterio de Dios son disposiciones del corazón; pero estas disposiciones se transparentan exteriormente. Así como decimos que el rostro es el espejo del alma, podemos decir también que la actitud corporal manifiesta lo que hay en nuestro corazón.

Si una persona que no compartiese nuestra fe asistiese ocasionalmente a una celebración de la Santa Misa, ¿cuál sería su impresión? ¿Podría sospechar, por la piedad del sacerdote, que realmente aquel hombre está prestando a Jesucristo su voz, sus manos, sus gestos, para que se actualice sobre el altar el Sacrificio del Calvario? ¿Podría intuir, contemplando a los fieles, que verdaderamente creen en lo que dicen creer?

No estaría mal que nos preguntásemos estas cosas de vez en cuando. Por aquí y por allá se oye decir que lo importante es el interior, que lo que Dios ve es el corazón, y que lo externo carece de relieve. No comparto esta reducción “espiritualista” del hombre, ni tampoco la correlativa reducción del culto a una cuestión de mera interioridad. Dios nos creó “corpore et anima unus”, y en su pedagogía quiere salvarnos mediante signos sacramentales; es decir, realidades visibles que remiten a realidades invisibles. Por medio de esos signos sensibles el Señor nos da su gracia.

Ante la grandeza admirable de la Eucaristía, el corazón del creyente se estremece y no puede más que hacer suyas las palabras del Centurión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Pero esa humildad y fe ardientes se expresan también en la actitud corporal.

Particularmente cuando nos acercamos a la Comunión, debemos prepararnos para un momento tan grande y santo. Ante todo, examinando nuestra conciencia, para no recibir indignamente el Cuerpo del Señor (cf 1 Corintios 11, 27-29). Sabemos que, si estamos en pecado grave, debemos acudir al sacramento de la Penitencia antes de acercarnos a comulgar. La fe nos dice que no comemos un pan cualquiera, sino que comulgamos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, verdaderamente presente en la Eucaristía bajo las especies del pan y del vino.

Hasta el cuerpo se prepara para este encuentro con nuestro Dios y Señor guardando el ayuno prescrito por la Iglesia. Y nuestros gestos y nuestro modo de vestir deben manifestar, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, el respeto, la solemnidad y el gozo de ese momento en el que Cristo se hace nuestro huésped.

Autor: P. Guillermo Juan Morado

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