El pasado día 23 de abril, Mons. André Leonard, Arzobispo de Bruselas era salvajemente agredido por unas mujeres de la organización feminista Femen, conocidas por realizar sus profanaciones de templos religiosos y lugares de culto con los pechos al aire. Y lo era mientras participaba en un debate con el profesor Guy Haarscher sobre el tema “Blasfemia, delito o libertad de expresión”.
Pues bien, la ocasión que no tuvo entonces de expresarse por ser interrumpido y agredido por las citadas mujeres, la tiene ahora “En Cuerpo y Alma”, donde amablemente nos ha enviado lo que habría explicado si las supuestas defensoras de la libertad le hubieran dejado expresarse libremente, en una demostración bastante realista de lo que era el motivo, precisamente, de su charla. He aquí, pues, las palabras del Arzobispo de Bruselas, Mons. André Leonard.
“El pasado 23 de abril, me fue dado el participar en un debate de gran altura en la Universidad Libre de Bruselas en compañía del Profesor Guy Haarscher. El tema era el siguiente: “¿Hay que castigar la blasfemia? Entre la represión y la libertad de expresión”.
Este artículo se limitará a exponer el punto de vista que he desarrollado con tal ocasión, no en nombre de la Conferencia episcopal belga, ni siquiera como arzobispo, sino simplemente, si se me permite decir, como “libre pensador”: la no conveniencia de la represión de la blasfemia.
La represión de la blasfemia, es decir, de un comportamiento público juzgado por algunos como gravemente atentatorio para con sus creencias más sagradas, no parece deseable. Ciertamente no por la vía de los hechos, cuando los creyentes responden de manera represiva a una manifestación pública (película, pintura, exposición, etc.), juzgada blasfema, recurriendo a vías de hecho (atentados, violencia, contra los artistas o contra las salas de exposición, etc.). La violencia no es jamás una buena reacción, incluso cuando el espectáculo juzgado ofensivo se impone indiscriminadamente, por ejemplo en la calle, a diferencia de los “eventos artísticos” que se desarrollan en las salas y que no afectan directamente más que a las personas que se presentan en ellos voluntariamente.
Pero la represión de la blasfemia por vía legal es igualmente inconveniente, salvo si se trata, más extensivamente, de manifestaciones que afectan al orden público. ¿Por qué inconveniente? En primer lugar, porque la libertad de expresión, incluso cuando no se puede absolutizar, es un gran bien y es siempre peligroso para la democracia limitarla, fuera de aquellos raros casos que comprometen el bien común de toda la sociedad.
En segundo lugar, porque es casi imposible definir jurídicamente el contenido objetivo de lo que podría considerarse como una blasfemia merecedora de la represión legal. El único argumento que se podría utilizar para justificar esta represión es que la ofensa grave a las creencias de un grupo es también una injuria grave por lo que a las personas que se adhieren a esas creencias se refiere. Pero ¿cómo establecer este hipotético vínculo entre la ofensa a las creencias y el ultraje a las personas? Es prácticamente imposible.
Finalmente, suponiendo que la ley reprimiera en algunos casos la blasfemia, ¿qué poder judicial en el contexto de una sociedad secularizada tendría la audacia de desafiar el pensamiento dominante, aplicando efectivamente tal legislación represiva? La historia ha demostrado además que las recientes tentativas de institucionalizar la represión legal de la blasfemia en occidente han terminado (felizmente) disolviéndose como un azucarillo en el agua.
NO APROBAR JAMÁS LAS OFENSAS VULGARES HECHAS CONTRA LAS CONVICCIONES DEL PRÓJIMO.
El modo más apropiado de reaccionar me parecen las cuatro siguientes maneras. La primera es, por la parte del grupo que se siente humillado (por ejemplo la Iglesia Católica) por la burlas groseras por lo que se refiere a su figura emblemática, que jamás los responsables o miembros de ese grupo reaccionen de la misma manera frente a los otros grupos. Concretamente, es deseable que los católicos (los de hoy día en todo caso) den la garantía de que jamás tratarán las convicciones de los demás de manera vulgar, pudiendo herir a sus seguidores. Y ello, no en virtud de una autocensura impuesta por el miedo a reacciones violentas, no, sino por respeto, porque consideramos que es una falta de educación, de buen gusto y de cortesía tratar de manera trivial o gravemente ofensiva las convicciones del prójimo. Otorguemos libremente la garantía de que jamás los católicos se urinarán sobre los Budas, de que jamás interpretarán al Profeta Mahoma en una escena pornográfica, o de que jamás enviarán excrementos contra los símbolos del laicismo o de la francmasonería. Es siempre lícito criticar intelectualmente las convicciones de los demás o practicar el humor sobre las creencias de unos y de otros, pero es de sabios abstenerse libremente de formas indecentes de escarnio.
MANIFESTAR EL DESCORAZONAMIENTO QUE PUEDA ACONTECER CON MODESTIA.
Una segunda manera de reaccionar podría ser, por ejemplo, por la vía de un comunicado o de otro tipo de declaración pública, haciendo conocer el disgusto frente a las provocaciones vulgares, obscenas, de cuanto es lo más sagrado de la fe católica, a saber, no los responsables de la Iglesia, sino la persona misma de Jesús, sobre todo en las expresiones mayores de su grandeza: la Cruz y la Eucaristía. Pero conviene siempre hacerlo con modestia. Por modestia no entiendo la falta de valor en la denuncia de ciertos excesos. Simplemente no demos jamás la impresión de que somos nosotros los que tenemos que salvar a Cristo, buscando ahorrarle ciertas injurias. Es Jesús en primer lugar, es Jesús sólo, quien debe, él mismo, “salvarnos”, aliviando con sus heridas nuestra propia degradación. Lo que me conduce a un tercer punto.
¿POR QUÉ HUMILLAR A QUIÉN HA SIDO HUMILLADO YA HASTA EL EXTREMO?
Es legítimo manifestar a veces sin violencia un verdadero asco frente a ciertas “obras de arte” que maltratan de manera voluntariamente chocante la figura de Jesús. Pero es todavía más legítimo manifestar una cierta estupefacción. La figura de Jesús es la única, en mi opinión, que percibida como divina por los creyentes, se presenta históricamente, y no de manera mítica, como humillada al extremo.
Frente a la atrocidad del mal en este mundo, incluso podría comprender que se blasfemara de un dios del Olimpo que planeara indiferente por encima de la tragedia humana. Pero en el caso de Jesús, se trata precisamente de un Dios percibido como humillado, que se sumerge en el abismo de la miseria humana, solidario con nuestras crisis de abandono. Todas las humillaciones posibles han tenido lugar ya por lo que a ese Dios se refiere, “escándalo de los judíos y locura de los paganos” como dice Pablo (1Co. 1, 23). Le arrestaron violentamente, le golpearon, le abofetearon… Le escupieron a la cara. Le pusieron una venda en los ojos burlándose de él mientras le decían: “haz de profeta, ¿quién te ha golpeado?”. Se arrodillaron ante él para escarnecerle, con una caña como cetro, y una corona de espinas como diadema real. Todo eso ya se lo han hecho. La espantosa flagelación, la exposición a la multitud vociferante, el camino de la cruz a golpes, el cuerpo clavado a la cruz enteramente desnudo, expuesto a la burla… Se le han infligido ya todas las villanías posibles… ¿Es, desde tal punto de vista, verdaderamente indispensable que una supuesta “obra de arte” se libre, para estimular nuestro pensamiento crítico, a la miseria de quien ya ha sido ridiculizado al extremo? Permítanme dudarlo. Nada de represión, pero sí quizás, una reacción de estupefacción.
REDOBLAR LA VENERACIÓN Y EL AMOR.
Como ya remarqué en un artículo anterior, inspirándome en Newman, Jesús es, creo yo, el único personaje de la historia a quien desde hace casi veinte siglos, millones, miles de millones de hombres y de mujeres, se han dirigido y se dirigen cotidianamente con un “te amo” desde lo más profundo del corazón. ¿Quién hace algo parecido cada día al despertarse con Alejandro Magno, Julio César, Cleopatra o Napoleón? Nadie, me temo. Más fuerte todavía: millones de hombres y de mujeres, desde hace casi veinte siglos, le han consagrado su entera vida, hasta preferirlo a él frente a todo amor humano. Jesús es el hombre más amado de toda la historia. Muchos otros son profundamente venerados. Sólo él es amado hasta este extremo.
En aquéllas circunstancias en que tengamos la sensación de que la persona de Jesús es groseramente humillada, redoblemos positivamente nuestro amor por él, sin violencia e incluso sin quejarnos contra aquéllos que nos parecen agredirle sin pudor. Más que reaccionar a la provocación, intentando un ilusorio proceso judicial, organicemos mejor, como se ha hecho en ciertas ocasiones, asambleas pacíficas, en las que veneremos con amor la cruz de la infamia de Jesús, o adoremos con gratitud su presencia humilde, y a menudo humillada, en la Eucaristía. Hagamos lo propio, pero con medios diferentes (la oración en la capilla por ejemplo) cuando se trate de producciones que nos parezcan grave y gratuitamente humillantes para la figura de la Virgen María.
Tales eran los envites en este debate ejemplar en la Universidad Libre de Bruselas. No he presentado en ella sino mi punto de vista sobre la cuestión, incorporándole una preciosa distinción hecha por el Profesor Haarscher entre la autocensura por miedo a la reacción de los demás y la libre autolimitación por delicadeza hacia el prójimo. Sería deseable tener tales debates con frecuencia, incluso si aparentemente, suscitan menos interés mediático que otras formas, menos filosóficas, de la libertad de expresión.
Luis Antequera
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