No podemos vivir sin amor. Nuestro corazón busca ansiosamente alguien que nos quiera.
A todos nos gusta que alguien piense en nosotros. Dos ojos que nos miran con cariño causan en nuestro corazón un estremecimiento profundo, confortante y alegre. Vale la pena vivir si se nos ama. Vale la pena ir al trabajo si encontramos a alguien que nos sonría. Vale la pena volver al hogar cuando el esposo o la esposa, los padres o los hijos, nos besan suavemente, nos muestran de mil modos lo mucho que nos quieren.
No podemos vivir sin amor. Nuestro corazón busca ansiosamente alguien que nos quiera, que piense en nosotros. La herida más profunda es la de quien ama y no ve correspondido su amor. La medicina más eficaz es la de quien es amado por aquel que uno ama.
Dios nos ama profundamente, de modo misterioso, casi sin palabras. Entre las estrellas se asoma para vernos, nos sonríe con afecto. Nos toca con el sol, nos acaricia con el viento, nos estremece con el frío y nos encandila con el fuego. Se esconde detrás de un niño que observa una flor con sus ojos abiertos y frescos, o de un anciano que deja pasar el tiempo en una esquina. Nos conmueve con los ojos sedientos de vida de un adolescente enamorado, y nos anima con el cariño de unos padres que cuidan a su hijo enfermo. Nos espera en el sacerdote oculto en un confesionario, y nos escucha conmovido cuando rezamos "Padre nuestro".
Su amor es especial, sencillo, respetuoso. Quien comprende lo que ocurre en cada misa sabe que allí se toca al Dios del perdón y la ternura. Tras la consagración el mundo se embellece, y la agonía del calvario se acerca a cada hombre, con cariño, para que el amor caliente e ilumine a quien le confiese como el Salvador del mundo. Luego, en ese silencio elocuente del Sagrario, espera y arde de amor. Pide que alguno le ame y se enloquezca al descubrirse amado como es, con su historia, con sus pequeñeces y su grandeza.
Nos sobrecoge y llena de pasión saber que en cada capilla Dios está presente, como lo estuvo algunos años entre sus apóstoles y amigos de Tierra Santa. Allí, en el sagrario, nos llama, nos mira, nos escucha. Si hay problemas, si estamos cansados, si la enfermedad nos hiere, si nos parece difícil dar un sí de generosidad, basta con mirarle, con sentir que nos mira, con dejar que nos ame. Todo cambia, todo se hace más hermoso y llevadero.
Dios mendiga nuestra amistad. Mientras nosotros excavamos aquí y allá para encontrar un poco de cariño, el amor llama a la puerta, sin ruidos, sin violencia. Quien se deja penetrar por Dios inicia una aventura estupenda que no termina en esta tierra. El cielo será sólo el desenlace del que se enamoró, en esta tierra de esperanzas, de un Dios amigo nuestro.
Autor: P. Fernando Pascual
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