No lo atribuyo en modo alguno a mala fe o maldad, ni siquiera exactamente a la falta de valores que registra la sociedad, aunque pudiera tener una tangencial relación con el tema: se trata, sobre todo, de frases aprendidas que repetimos de forma maquinal, sin detenernos a reflexionar mucho lo que decimos. Me refiero a las fórmulas de condolencia que pronunciamos cuando se produce un atentado con víctimas humanas, mortales o no mortales. Ayer, con motivo de las bombas de Boston, han vuelto a hacerse con las calles, y a circular por aquí y por allá con total impunidad y ante la total indiferencia, cuando no aquiescencia, tanto de quienes las pronuncian como de quienes las escuchan.
La primera de las frases en cuestión es: “¡Pero si se trataba de personas normales, de personas sencillas, como tú y como yo!”. A más a más, ayer el argumento se reforzaba con el siguiente: “¡Si sólo eran deportistas!”. Y yo me pregunto, ¿cuáles son esas personas “anormales”, o “complejas”, o “complicadas”, cuya condición casa mejor con la de víctima de un atentado que la de los que son -quiero creer que somos- “normales” y “sencillos”?
Se cuenta de un periódico de principios de siglo (de siglo veinte quiero decir) que titulaba un accidente ferroviario con estas palabras: “Decenas de víctimas mortales. Afortunadamente todas viajaban en tercera”. Así contado, suena atroz, pero la triste realidad es que el concepto sigue vivo: ante un atentado terrorista, lo primero que muchos se preguntan es si las víctimas pertenecen a la categoría de los que pueden ser víctimas o a la de los que no pueden ser víctimas. Lo único que ha cambiado no es, pues, el concepto, que permanece invariable por mucho que nos echemos las manos a la cabeza ante un titular como el que expongo arriba. Es la categorización: si ayer la víctima aceptable de un atentado era una persona que no tenía para pagarse el tren, hoy esa víctima asumible es un policía, un militar... incluso un político... incluso un rico… ¿y?
Recuerdo también otra parecida: en este caso, un jovencito español que llegaba de un país centroamericano, Guatemala, Nicaragua, no recuerdo cual, de pasar unas carísimas vacaciones en un maravilloso hotel de seis estrellas o siete, después de uno de esos huracanes terroríficos que asuelan la zona y se llevan por delante enseres, casas, personas, no dejando tras de sí otra cosa que destrucción y muerte (las víctimas se dieron por centenares). Para él, la tragedia apenas había sido una inoportuna película de terror a través de la ventana, pues en el lujoso hotel donde se hospedaba, el huracán no había pasado de tener la intensidad de la brisa. Ya en España, entrevistado por un periodista sobre el drama que le había tocado presenciar, contestaba: “Una vergüenza, una verdadera vergüenza. Lo pasé fatal en la habitación del hotel, sin que nadie hiciera nada por mí, sin que nadie se dignara llamarme para decirme qué pasaba”. ¿Te parece, muchachito, que en tu lujoso hotel de siete estrellas eras la primera persona a la que había que auxiliar? ¿Te parece que quién estaba perdiendo la choza en la que vivía y tenía todas sus pertenencias todavía tenía que preocuparse de ti, quizás porque tú eras una de esas "personas normales", y él a ti no te lo parecía?
El segundo argumento es de similar jaez: “Me podía haber tocado a mí”. Y todo porque la persona interrogada había pasado, por ejemplo, por el lugar del atentado quince días antes, o compartía afición, en este caso el deporte, con la víctima. ¡Pero si ya sabemos que no te ha tocado a ti, y que por muy cerca que a ti te parezca haber estado, le ha tocado a tu prójimo! ¿Pero tan mal está la capacidad de compadecerse en el ser humano del s. XXI como para que la única manera de hacerlo por quien ha perdido una pierna, un brazo, al más querido de los seres, a una esposa, a un esposo, a un padre, a una madre, a un hermano, ¡¡¡a un hijo, a una hija!!! sea que también le habría podido tocar porque pasó por el lugar en el que estalló la bomba diecisiete días antes o porque también le guste hacer footing?
Recuerdo haber vivido hace años esta escena dantesca: una amiga mía con una carrera y una profesión en el campo de lo civil pero hija de un militar, ante un atentado de la ETA cuyas víctimas habían sido todas civiles, se quejaba amargamente. “Es que ahora nos puede tocar a todos”. A lo que yo me quedé pensando: “Pues tú, bonita, has salido ganando, porque antes sólo te podía tocar a ti”.
Y todo ello sin hablar de argumentos que en España, gracias a Dios, suenan ya a otra época, como aquellos terroríficos "algo habrá hecho", "se lo estaba buscando", y otros magníficos ejemplares de parecido pelaje.
Deberíamos revisar el lenguaje. Cuidemos lo que decimos: la delicadeza es también una gran virtud. Pero cuidemos, sobre todo, lo que sentimos: el mal ajeno tiene que conmovernos. Si no, ¿de qué nos vale ser humanos y no animales? Y conste que lo digo con todos mis respetos hacia los animales, muchos de los cuales son mucho más capaces de compadecerse del mal ajeno, incluso del mal humano, que nosotros mismos (véalo aquí si le parece que miento).
Luis Antequera
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