Si hay algo a lo que el ser
humano le tenga miedo, además de la muerte, es al sufrimiento. Y sin embargo,
el sufrimiento correctamente aceptado por amor a Dios, es una fuente inagotable
de bienes espirituales, que compensan sobradamente, el dolor material del que
lo soporta. ¿Como si no, se explica que haya seres humanos que busquen
voluntariamente el sufrimiento? Lo buscan por amor a Dios y para expiación de
sus pecados y los de otras personas. Y por supuesto que no podemos mezclar la
mortificación buscada por amor a Dios, con el masoquismo, que en definitiva es
una complacencia en sentirse maltratado, lo cual entra en la categoría de
aberraciones, que generalmente son de carácter sexual, pero no pertenecen al orden
espiritual, porque la acción material no queda purificada, por la fuerza del
amor a Dios que es quien la genera. En el caso de las mortificaciones buscadas
por el puro placer de aceptar el sufrimiento al margen de del amor al Señor,
estamos ante una figura puramente material.
Tanto el sufrimiento como la
mortificación, tienen su fuente de generación en el dolor; se sufre porque se
tiene dolor, cuando una persona se mortifica, es porque busca el dolor. El
sufrimiento producido por el dolor se puede aceptar o no, porque su origen es
involuntario, mientras que el dolor producido por la mortificación es un dolor
siempre aceptado, porque su origen es voluntario. Por lo tanto, la
mortificación es el dolor producido y aceptad por la persona humana, mientras que
el sufrimiento se produce por un dolor de origen involuntario, que puede ser
aceptado o no. Por su parte el dolor es el origen o la fuente, donde nace tanto
el sufrimiento como la mortificación. Sin dolor no hay sufrimiento ni
mortificación.
En el parágrafo 2015 del
Catecismo de la Iglesia católica se nos dice que: “El camino de la perfección
pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf.
Tm2,4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que
conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: El
que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que
no tienen fin, jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce (S.
Gregorio de Nisa, hom. in Cant 8).”.
Nadie ha pasado por este mundo,
sin tener ni una sola cruz. La cruz es consustancial a la condición humana, y
nadie ha logrado evitar su cruz. La razón de su existencia y la de todos
nuestros males, hay que buscarla, en la dichosa concupiscencia que le fue proporcionada
a la naturaleza humana por Adán y Eva, los cuales habiendo perdido su
privilegiada condición, no pudieron trasmitirnos nada más, que lo que ellos
habían generado: la dichosa concupiscencia. Pero en su obra redentora,
el Señor ha querido, cosa que hace con frecuencia, sacar el bien del mal y es
así por lo que nos ofrece la cruz como elemento de salvación y triunfo. Por
ello nos dice: “…, si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues el que
quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallara”.
(Mt 16, 24-25).
Escribe Jean Lafrance
diciéndonos: “Cuando Cristo invita a sus discípulos a llevar la cruz en su
seguimiento, no preconiza una defensa del sufrimiento…. En sentido opuesto no
habría que creer que la Iglesia, en el Concilio, se haya arrodillado, ante las
realidades terrestres de la ciencia, la técnica y la búsqueda de la felicidad,
al punto de considerarlas el objetivo supremo de la vida”. Si, desde luego el
objetivo supremo de la vida es la obtención de la felicidad, pero no de la
felicidad que en este mundo se nos ofrece, sino de esa otra felicidad, para la
que el hombre ha sido creado y cuya duración es eterna.
Es Señor sabe perfectamente,
¡cómo no habría de saberlo si Él lo experimentó! que materialmente el
sufrimiento es una consecuencia del dolor y al dolor que es un mal material,
solo se le puede dominar con un bien espiritual y esto es así, porque el orden
espiritual está muy por encima del orden material, sencillamente porque el
Creador de todo, es Espíritu puro; por ello, por esta razón el mal material
solo se le dominar incluso se puede llegar a eliminarlo con un bien espiritual
Es por ello, por lo que el Señor nos dice: "Venid a mi todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os
aliviare. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es
blando y mi carga ligera”. (Mt 11, 28-30). Tú -escribe Henry Nouwen-
no nos dices: Te sacaré la carga, sino: ¡Te invito a que lleves mi
propia carga. Tu carga es una carga real, Es la carga de todo el pecado y
las fallas humanas. Tú la llevaste y moriste bajo su peso. De esta forma, la
convertiste en una carga liviana.
Chiara Lubich, fundadora del
movimiento de los Focolares en sus Meditaciones, escribe: “Los santos son, en
efecto, hombres capaces de comprender la cruz. Hombres que siguiendo a Jesús el
Hombre-Dios, tomaron la cruz de cada día como lo más precioso de la tierra; la
esgrimieron a veces como un arma, haciéndose soldados de Dios, la amaron toda
su vida y conocieron y experimentaron que ella es la llave, la llave que abre
un tesoro; el Tesoro”. Bien llevada la cruz es una bendición grande de Dios, es
un signo de predestinación, pues nos conforma con Cristo profundamente, tal
como se puede leer San Pablo: “Si pues
somos hijos de Dios, también herederos; herederos de Dios, coherederos de
Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados” (Rm
8,17).
A Cristo le toca el purificarte
en tus fuerzas vitales. Dejándote llevar por Él, te purificará de tu tendencia
a echar mano de tus legítimas posesiones. Es preciso pues que cargues con la
cruz de cada día, es decir, con este conjunto de purificaciones que te
proporcionan las circunstancias de la vida. Pero ten cuidado y no fabriques la
cruz que has de llevar a tu medida en tu taller personal, déjale a Cristo que
te cargue con su cruz. Aceptando así tu Cruz, Él nos dice: “...y el que pierda su vida por mí, la hallará”.
(Mt 16,25). Es decir se salvará.
En el amor a la Cruz tenemos que
buscar la perfección de la virtud, el culmen de la santidad, porque es
precisamente ahí donde se encuentra. De aquí que la cruz nos sea más necesaria
de lo que ordinariamente pensamos. Es por ello por lo que San Pablo nos
escribía: “Todos los que aspiran a
vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones” (2Tm
3,12). Y San Agustín, también decía: “Si, pues no sufrieres ninguna
persecución por Jesucristo, ve si, tal vez, no has comenzado aún a vivir
piadosamente en Cristo. Cuando empieces a vivir piadosamente en Cristo,
entonces comenzará el prensarte. Prepárate para ser estrujado; pero no te
seques, no sea que nada salga de la prensa”. Ya que si de verdad te
entregas al amor de Cristo, irremisiblemente Él te dilacerá. Él no compartirá
nunca tu amor a él, con nadie ni con nada, porque Él lo quiere todo, como todo,
es lo que Él te da.
En el Kempis, podemos leer: “Y en
cuanto a ti, estate pronto a sufrir tribulaciones y tenlas por suavísimos
consuelos, porque no pueden compararse los sufrimientos de esta vida con la
gloria futura, ni pueden merecerla, aun cuando tu solo pudieras tolerar todos
los padecimientos juntos”. Y también nos dice este libro: “Cuando llegues al
punto en que la aflicción te es dulce y te complaces en saborearla por Cristo,
bien puedes entonces considerarte dichoso, porque has hallado en verdad el
paraíso en la tierra”. Y en este sentido exclamaba Santa Teresa de Lisieux: “He
encontrado la felicidad y la alegría en la tierra, pero verdadera únicamente,
las he encontrado en el sufrimiento, pues he sufrido mucho, pero he llegado a
no poder sufrir, porque me es dulce todo padecimiento por amor a Dios”. Sobre
esta Santa carmelita, escribe Royo Marín diciéndonos: “No olvidemos nunca, que
ella supo ver en el sufrimiento, un manantial inagotable de goces y alegrías,
porque por él podía manifestarle a Dios su inmenso amor, hasta el punto que
pudo escribir esta sublimes y heroicas palabras: Imposible llegar a un mayor
refinamiento en el amor a Dios”.
El amor es el mayor antídoto
contra el dolor, los problemas, la angustia y la tristeza. Porque el amor como
bien espiritual que es, está por encima y es más poderoso que el dolor y el
sufrimiento que él genera, ya que ambos son parte del orden material que es
inferior al orden del espíritu. Nosotros en verdad, solo seremos siempre
felices en esta vida, cuando nuestro amor al Señor sea superior al dolor y la
tristeza nos asedie. Nuestras cruces en esta vida son posibilidades que tenemos
de compartir nuestro sufrimiento con los que tuvo el Señor por nosotros y por
nuestros pecados. En el Huerto de Getsemaní fue donde el dolor le hizo sudar
sangre al Señor y su sufrimiento posiblemente fue mayor que el de su posterior
crucifixión. Más hemos de preocuparnos por ayudar a Cristo a llevar su Cruz por
nosotros, que de pedirle que él nos ayude a llevar la nuestra
Y un último recordatorio: “Que
nadie pretenda santificarse sin amar la cruz, el que trate de buscar a Dios sin
sufrimientos pierde el tiempo, porque nunca llegará a encontrarlo. Para
encontrar al Señor, amarlo y entregarse a Él, es necesario haber bebido de su
cáliz”.
Mi más
cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo
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