"El primer día de la semana, María Magdalena
fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio quitada la
piedra que tapaba la entrada. Corrió entonces a donde estaban Simón Pedro y el
otro discípulo, aquel a quien Jesús quería mucho, y les dijo: – ¡Se han llevado
del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al
sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro corrió más que Pedro y
llegó primero al sepulcro. Se agachó a mirar y vio allí las vendas, pero no
entró. Detrás de él llegó Simón Pedro, que entró en el sepulcro. Él también vio
allí las vendas, y vio además que la tela que había servido para envolver la
cabeza de Jesús no estaba junto a las vendas, sino enrollada y puesta aparte. Entonces
entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y
vio lo que había pasado y creyó. Y es que todavía no habían entendido lo que
dice la Escritura, que él tenía que resucitar."
María Magdalena es la primera en acudir al
sepulcro. Como en el Cantar de los Cantares: "En mi lecho, por la noche, busqué el amor de
mi alma, lo busqué y no lo encontré" (Cant. 3,1)
Pedro y Juan corren advertidos por María. Ven y
creen. Recuerdan que según las escrituras, Jesús tenía que resucitar. En días
sucesivos veremos cómo esta Fe no es tan fuerte como parece. Seguirán
escondidos, con miedo y seguirán sin reconocerlo cada vez que se les aparezca.
La resurrección exige Fe. No es un hecho aceptable
fácilmente. Porque creer en la Resurrección de Jesús significa que nosotros
hemos de resucitar con Él. Creer en la Resurrección, es hacer nuestra la vida
de Jesús. No es creer unas verdades, sino hacer vivas en nosotros esas
verdades. Es poder exclamar como Pablo: "Ya no soy yo quien vivo, es
Cristo quien vive en mí".
El primer fruto de la Resurrección fue transformar
a los discípulos, miedosos, egoístas, divididos, y convocarlos en torno de la
causa del Evangelio y llenarlos del Espíritu.
Pues bien, eso significa creer en la Resurrección.
Resucitar con Él y transformarnos en personas entregadas a los demás, en
luchadores por la justicia, sanadores del enfermo y consoladores del que sufre.
El fruto de la Resurrección en nosotros ha de ser el de reconciliarnos con
nosotros mismos, con Dios y con los demás. Llenarnos de capacidad de perdón y
de misericordia.
Es con nuestra vida transformada, resucitada, que
hemos de proclamar la Resurrección de Jesús.
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