Sí, ya sé que todo el mundo
conoce solo dos venidas del Señor a este mundo…, una que ya se realizó hace
2000 años y la segunda llamada Parusía que está por venir y de ella nos
habla el Señor diciéndonos: “De
aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo,
sino solo el Padre. Porque como en los días de Noé, así será la aparición del
Hijo del hombre. En los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, se
casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entro Noé en el arca; y
no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrebato a todos. Así será
la venida del Hijo del hombre. Entonces estarán dos en el campo, uno será
tomado y otro será dejado. Dos molerán en la muela, una será tomada y otra será
dejada”. (Mt 24,36-41).
También, tenemos testimonio de
esta segunda venida del Señor, en los hechos de los apóstoles donde podemos
leer: “Estando ellos mirando
fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de
blanco que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando
al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le
habéis visto subir al cielo”. (Hech 1,7-11). Y el mismo Señor cuando Pilatos le preguntó si Él era el
Mesías el hijo de Dios, le respondió: “Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y
venir sobre las nubes del cielo”. (Mc 14,62).
Pero es el caso de que entre las
dos conocidas venidas del Señor a este mundo, una conocida y otra esperada, que
se la conoce bajo el término de Parusía, existe no para todos, sino solo
para sus elegidos una tercera venida, que no se puede contemplar con los ojos
de nuestra cara pero sí con los ojos del alma y ellos la ven, la sienten y se
quedan embargados por la presencia especial del Señor en la intimidad de su
ser.
Es San Bernardo abad (Sermón 5º
en Adviento), el que nos habla de esta tercera venida del Señor para reinar en
las almas, que por puro amor hacia Él, se le han entregado incondicionalmente.
Esto escribe San Bernardo abad: En la primera venida, el Señor se manifestó en
la tierra y convivió con los hombres cuando, como atestigua Él mismo, lo vieron
y lo odiaron. En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al
que traspasaron, La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella, solo sus
elegidos, ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan
a sí mismas y a otras por la que interceden. De manera que en la primera venida
del Señor, vino en carne y debilidad, en esta segunda, en espíritu y poder; y,
en la última en gloria y majestad.
Para San Bernardo abad, esta
venida intermedia es como una senda, por la que se pasa de la primera a la
última: En la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última aparecerá
como nuestra vida; y en esta intermedia, es nuestro descanso y nuestro
consuelo. Él no abandona jamás a los suyos a los que cumplen su palabra y la
proclaman: “Id pues; enseñad a todas
las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con
vosotros siempre hasta la consumación del mundo”. (Mt 28,19-20).
Pero la tercera venida,
personalmente para cada uno de nosotros esta es la más importante, porque ella
es la que puede llegar a abrasarte en el fuego de su amor. Posiblemente Él, te
puede amar tanto que puede llegar, hasta dilacerarte, para purificarte más,
pero a Ti entonces, si tienes la suerte de que te llegue ese momento, ya no te
importará, porque a lo mejor llegas a alcanzar la dicha absoluta en este mundo,
la dicha que alcanzó de Santa Teresa de Lisieux, cuando exclamó. “Es
imposible que ya pueda sufrir, porque el sufrimiento se me vuelve goce pensando
en el Señor”.
Y algún lector se puede
preguntar: ¿Y que he de hacer yo para poder acceder a esa tercera venida del
Señor en la intimidad de mí ser? Bien lo primero de todo, es tener muy en
cuenta las palabras del Señor que nos dejó dicho: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos
a él y en él haremos morada”. (Jn 14,23). Cierto es que la
inhabitación Trinitaria, la tenemos todos los bautizados que nos encontremos en
gracia divina, es decir limpios de pecados mortales. Pero hay enormes
diferencias en cuanto a la intensidad en la que cada uno vive esa inhabitación.
Gran número de personas saben porque así se lo asegura la Iglesia que son
templos vivos de Dios y ahí acaban sus conocimientos. El Señor, nos dejó dicho:
“El que recibe mis preceptos y los
guarda, ése es el que me ama; el que me ama a mí será amado de mi Padre, y yo
le amaré y me manifestaré en él”. (Jn 14,21). Y San Pablo, nos dice:
¿No sabéis que sois santuario de
Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el
santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es sagrado,
y vosotros sois ese santuario”. (1Co 3,16-17).
Pero es el caso de que no todos viven con el divino Huésped por igual. Los hay que tienen dentro de sí, su divino Huésped, pero no lo aman debidamente ni lo atienden, y lógicamente hay otras almas, en la que el divino Huésped se encuentra más a gusto y Él más ama a quien más le ama a Él, porque el amor es pura reciprocidad, y al aumento de la reciprocidad le sigue un aumento de la intensidad del amor.
Pero es el caso de que no todos viven con el divino Huésped por igual. Los hay que tienen dentro de sí, su divino Huésped, pero no lo aman debidamente ni lo atienden, y lógicamente hay otras almas, en la que el divino Huésped se encuentra más a gusto y Él más ama a quien más le ama a Él, porque el amor es pura reciprocidad, y al aumento de la reciprocidad le sigue un aumento de la intensidad del amor.
San Agustín decía: “Edifica en
tu corazón una casa a la que pueda venir Cristo a enseñarte y a conversar
contigo”. Y Jean Lafrance escribe diciendo: “La vida cristiana, ante
todo, no es un ideal, es una realidad, la de la vida trinitaria infundida en
nuestros corazones; el único ideal, es que esta realidad se desarrolle, algo
muy sencillo que se vuelca en nuestro corazón, no sabemos por qué ni cómo, y
que hace fácil todo lo demás, porque:
“Mi yugo es dulce y mi carga es ligera”.”. (Mt 11,29-30). Y continúa
Jean Lafrance en otro libro, en “Morar en Dios”, nos dice: “Dios quiere
hacerse conocer por todo hombre que lo busque, más allá de las ideas y de los
sentimientos que tengamos de Él. La fe nos asegura que Dios ha llegado al fondo
del corazón del hombre y allí ha hecho su morada…: a Dios no se le ve pero se le
reconoce en su acción”.
Y yo pienso que dichos será el
hombre o la mujer que sea capaz de percibir la acción de Dios, en todos los
sucesos de su vida, porque sin saberlo se le están cayendo las legañas de los
ojos de su alma y si sigue avanzando, aún vera cosas mucho más grandes. El
Señor le dijo a Nathanael: “¿Porque
te he dicho que te vi, debajo de la higuera crees? Cosas mayores has de ver. Y
añadió: En verdad, en verdad os digo que veréis abrirse el cielo y a los
ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre”. (Jn
1,50-51).
Para Henry Nouwen: “Lo primero es
darse cuenta de que tú eres la gloria de Dios. En el Génesis se puede leer: “Dios formó al hombre con polvo del suelo
e insufló en sus narices el aliento de la vida y resultó el hombre un ser
viviente”. (Gn 2,7). Vivimos porque compartimos el
aliento de Dios, la vida de Dios, la gloria de Dios. La pregunta no es tanto
¿cómo vivir para la gloria de Dios? sino ¿cómo vivir lo que somos?, cómo hacer
verdadero nuestro ser más. Yo soy la gloria de Dios. Haz de este
pensamiento el centro de tu meditación, para que lentamente se convierta no
solo en idea sino en realidad viva. Tú eres el lugar en que Dios eligió
habitar... y la vida espiritual no es otra cosa que permitir que exista el
espacio en que Dios pueda morar en mí, crear el espacio en que su gloria pueda
manifestarse”.
Mi más
cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del
Carmelo
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