El Papa emérito ha hecho
comprender que esta cercanía física a la tumba de Pedro es un signo de que
ciertamente no deja a la Iglesia, que continúa trabajando para ella.
En estas
semanas ha habido un gran uso (y a veces abuso) de los adjetivos “histórico” y
“epocal”.
Pero el evento de hoy merece un poco de énfasis: el encuentro – y en un clima que será ciertamente de gran fraternidad – entre el Papa reinante y el emérito es totalmente inédito.
Como ha sido repetido varias veces en estos tiempos, no han faltado ejemplos antiguos de “renuncia papal”, pero en siglos turbulentos, como episodios que deben enmarcarse en la lucha entre papas y antipapas.
El único precedente asimilable a lo que ha comenzado el 11 de febrero pasado es el de Celestino V. El cual ciertamente no tuvo abrazos con su sucesor: en efecto, Bonifacio VIII se preocupó de neutralizar al renunciante, temiendo que revocase su abdicación.
El resultado final – después de fugas por tierra y por mar – fue que el ex Papa Pietro da Morrone terminara sus días, a los 86 años, en una celda, no de un monasterio sino de una fortaleza donde estaba cautivo.
Nada que ver, entonces, con el encuentro previsto para hoy en Castel Gandolfo. Probablemente no sabremos nada salvo, quién sabe cuándo, por los diarios póstumos de Joseph Ratzinger o de Jorge Mario Bergoglio.
Y sin embargo, asistir a esta cita sin precedentes habría estado entre los deseos más vivos no sólo de todo cronista sino también de todo historiador de la Iglesia.
El arzobispo de Buenos Aires ha sido creado cardenal en el Consistorio de 2001, por lo tanto por Juan Pablo II.
Pero es cierto que, sobre su elección, ha pesado la indicación del entonces Prefecto para la Fe: Ratzinger había apreciado mucho que Bergoglio hubiese estado entre los pocos jesuitas sudamericanos que no aprobaron las perspectivas de los teólogos de la liberación.
El encuentro actual, por lo tanto, no será entre un “conservador” y un “progresista” – como quisiera la simplista lectura ideológica – sino entre dos servidores de la Iglesia, conscientes de que hay diferencia entre caridad cristiana y lucha de clases, entre homilía religiosa y manifiesto político, entre sacerdote de Cristo y guerrillero.
No será tampoco un encuentro entre un “joven” y un “anciano”: Bergoglio tiene casi la misma edad de su predecesor cuando fue elegido.
Conociendo la delicadeza del hombre Ratzinger, hay que creer que se abstendrá de consejos, limitándose en todo caso a llamar la atención sobre cuestiones que han quedado sin resolver.
Se habla de una suerte de pro-memoria reservado, preparado por Benedicto XVI para quien, después de él, llevaría la pesada carga de Pedro. Puede darse, pero es de suponer que, incluso en este caso, la intención ha sido informativa y no, ¿cómo decir?, pedagógica, como si el nuevo Pontífice tuviese necesidad de ser guiado.
El Papa ahora emérito lo ha dicho con claridad, antes de su despedida: su intención es “desaparecer de la vista del mundo”, continuar sirviendo a la Iglesia con la oración y no con una, si bien discreta, colaboración en el gobierno de la Iglesia.
Ciertamente, queda aún la pregunta que muchos se han hecho: ¿permanecer en el “recinto vaticano” no hace más difícil este propósito de ocultamiento?
Debo decir que, aún no esperando, al menos por ahora, la decisión de la “renuncia”, varias veces había reflexionado sobre cual habría podido ser el refugio de un eventual Benedicto XVI obligado por la edad y por el peso de los problemas a dejar su servicio.
Instintivamente pensaba, en primer lugar, en un retorno a su Baviera, donde – en lugares magníficos, a menudo en bosques rodeados de altas montañas – sobreviven abadías todavía habitadas por monjes benedictinos. Pero la edad y la frágil salud del hombre no aconsejaban un severo clima alpino.
¿El sur de Italia, entonces? Pensaba en Calabria, en la Cartuja de Serra San Bruno, donde además yace el cuerpo venerado del mismo fundador de la Orden, san Bruno. Benedicto XVI había ido en peregrinación a ese lugar sagrado.
Pero una Cartuja no es el lugar indicado para un anciano necesitado – sobre todo, en una perspectiva futura – de asistencia constante. Los monjes viven aislados, en una pequeña casa que, por una parte, da al gran claustro, y por otra, al huerto-jardín que cultivan ellos mismos. La pequeña enfermería no puede ciertamente alcanzar.
Si me hubieran pedido que indicase un lugar para el posible ocultamiento del Papa emérito, no habría dudado en apuntar a la Provenza, departamento de Vauclusa, a los pies del Monte Ventoux: para ser exactos, a la localidad llamada Le Barroux. Aquí no sólo la temperatura es ideal y el paisaje encantador sino que también, desde 1970, ha surgido una abadía de tal modo estimada por Joseph Ratzinger que, como cardenal, con frecuencia pasaba algunos días, ya sea de incógnito o de visita oficial.
En efecto, el fundador, dom Gérard, no aceptando que también los benedictinos, después del Concilio, tuviesen que abandonar el latín para la liturgia, había dejado su monasterio para crear uno que continuase la Tradición y retornase al severo respeto por la Regla.
Aquí el canto Gregoriano es ejecutado con tal perfección que las grabaciones en cd son apreciadas en todo el mundo y son muchos los jóvenes que se suman como novicios, atraídos por la austeridad de la vida.
Habiendo yo también frecuentado ese lugar de extraordinaria fascinación, supe por los Superiores que, primero el cardenal y luego también el Papa, había confiado que aquel habría podido ser el lugar para su refugio final.
Y, en cambio, he aquí un provisorio Castel Gandolfo y, tal vez definitivos, jardines del Vaticano.
El Papa emérito ha hecho comprender que esta cercanía física a la tumba de Pedro es un signo de que ciertamente no deja a la Iglesia, que continúa trabajando para ella con el servicio de la oración.
Problemas de convivencia, ha hecho también entender, no existirán, dada su vida retirada. El problema parece segundario pero no lo es, como bien sabe quien conoce el ambiente eclesial, con sus particularidades.
Es claro que, por parte del Papa Francisco, habrá total acogida, cualquiera sea la elección de su predecesor, pero es probable que en el encuentro privadísimo de hoy se hablará también de este aspecto inédito en una Iglesia que, en dos milenios, creía haber experimentado todo.
Todo, pero no el singular “condominio”, en los escasos kilómetros cuadrados de la Ciudad del Vaticano, de un Pontífice emérito y de uno reinante.
(Trad. del italiano: La Buhardilla de Jerónimo)
Pero el evento de hoy merece un poco de énfasis: el encuentro – y en un clima que será ciertamente de gran fraternidad – entre el Papa reinante y el emérito es totalmente inédito.
Como ha sido repetido varias veces en estos tiempos, no han faltado ejemplos antiguos de “renuncia papal”, pero en siglos turbulentos, como episodios que deben enmarcarse en la lucha entre papas y antipapas.
El único precedente asimilable a lo que ha comenzado el 11 de febrero pasado es el de Celestino V. El cual ciertamente no tuvo abrazos con su sucesor: en efecto, Bonifacio VIII se preocupó de neutralizar al renunciante, temiendo que revocase su abdicación.
El resultado final – después de fugas por tierra y por mar – fue que el ex Papa Pietro da Morrone terminara sus días, a los 86 años, en una celda, no de un monasterio sino de una fortaleza donde estaba cautivo.
Nada que ver, entonces, con el encuentro previsto para hoy en Castel Gandolfo. Probablemente no sabremos nada salvo, quién sabe cuándo, por los diarios póstumos de Joseph Ratzinger o de Jorge Mario Bergoglio.
Y sin embargo, asistir a esta cita sin precedentes habría estado entre los deseos más vivos no sólo de todo cronista sino también de todo historiador de la Iglesia.
El arzobispo de Buenos Aires ha sido creado cardenal en el Consistorio de 2001, por lo tanto por Juan Pablo II.
Pero es cierto que, sobre su elección, ha pesado la indicación del entonces Prefecto para la Fe: Ratzinger había apreciado mucho que Bergoglio hubiese estado entre los pocos jesuitas sudamericanos que no aprobaron las perspectivas de los teólogos de la liberación.
El encuentro actual, por lo tanto, no será entre un “conservador” y un “progresista” – como quisiera la simplista lectura ideológica – sino entre dos servidores de la Iglesia, conscientes de que hay diferencia entre caridad cristiana y lucha de clases, entre homilía religiosa y manifiesto político, entre sacerdote de Cristo y guerrillero.
No será tampoco un encuentro entre un “joven” y un “anciano”: Bergoglio tiene casi la misma edad de su predecesor cuando fue elegido.
Conociendo la delicadeza del hombre Ratzinger, hay que creer que se abstendrá de consejos, limitándose en todo caso a llamar la atención sobre cuestiones que han quedado sin resolver.
Se habla de una suerte de pro-memoria reservado, preparado por Benedicto XVI para quien, después de él, llevaría la pesada carga de Pedro. Puede darse, pero es de suponer que, incluso en este caso, la intención ha sido informativa y no, ¿cómo decir?, pedagógica, como si el nuevo Pontífice tuviese necesidad de ser guiado.
El Papa ahora emérito lo ha dicho con claridad, antes de su despedida: su intención es “desaparecer de la vista del mundo”, continuar sirviendo a la Iglesia con la oración y no con una, si bien discreta, colaboración en el gobierno de la Iglesia.
Ciertamente, queda aún la pregunta que muchos se han hecho: ¿permanecer en el “recinto vaticano” no hace más difícil este propósito de ocultamiento?
Debo decir que, aún no esperando, al menos por ahora, la decisión de la “renuncia”, varias veces había reflexionado sobre cual habría podido ser el refugio de un eventual Benedicto XVI obligado por la edad y por el peso de los problemas a dejar su servicio.
Instintivamente pensaba, en primer lugar, en un retorno a su Baviera, donde – en lugares magníficos, a menudo en bosques rodeados de altas montañas – sobreviven abadías todavía habitadas por monjes benedictinos. Pero la edad y la frágil salud del hombre no aconsejaban un severo clima alpino.
¿El sur de Italia, entonces? Pensaba en Calabria, en la Cartuja de Serra San Bruno, donde además yace el cuerpo venerado del mismo fundador de la Orden, san Bruno. Benedicto XVI había ido en peregrinación a ese lugar sagrado.
Pero una Cartuja no es el lugar indicado para un anciano necesitado – sobre todo, en una perspectiva futura – de asistencia constante. Los monjes viven aislados, en una pequeña casa que, por una parte, da al gran claustro, y por otra, al huerto-jardín que cultivan ellos mismos. La pequeña enfermería no puede ciertamente alcanzar.
Si me hubieran pedido que indicase un lugar para el posible ocultamiento del Papa emérito, no habría dudado en apuntar a la Provenza, departamento de Vauclusa, a los pies del Monte Ventoux: para ser exactos, a la localidad llamada Le Barroux. Aquí no sólo la temperatura es ideal y el paisaje encantador sino que también, desde 1970, ha surgido una abadía de tal modo estimada por Joseph Ratzinger que, como cardenal, con frecuencia pasaba algunos días, ya sea de incógnito o de visita oficial.
En efecto, el fundador, dom Gérard, no aceptando que también los benedictinos, después del Concilio, tuviesen que abandonar el latín para la liturgia, había dejado su monasterio para crear uno que continuase la Tradición y retornase al severo respeto por la Regla.
Aquí el canto Gregoriano es ejecutado con tal perfección que las grabaciones en cd son apreciadas en todo el mundo y son muchos los jóvenes que se suman como novicios, atraídos por la austeridad de la vida.
Habiendo yo también frecuentado ese lugar de extraordinaria fascinación, supe por los Superiores que, primero el cardenal y luego también el Papa, había confiado que aquel habría podido ser el lugar para su refugio final.
Y, en cambio, he aquí un provisorio Castel Gandolfo y, tal vez definitivos, jardines del Vaticano.
El Papa emérito ha hecho comprender que esta cercanía física a la tumba de Pedro es un signo de que ciertamente no deja a la Iglesia, que continúa trabajando para ella con el servicio de la oración.
Problemas de convivencia, ha hecho también entender, no existirán, dada su vida retirada. El problema parece segundario pero no lo es, como bien sabe quien conoce el ambiente eclesial, con sus particularidades.
Es claro que, por parte del Papa Francisco, habrá total acogida, cualquiera sea la elección de su predecesor, pero es probable que en el encuentro privadísimo de hoy se hablará también de este aspecto inédito en una Iglesia que, en dos milenios, creía haber experimentado todo.
Todo, pero no el singular “condominio”, en los escasos kilómetros cuadrados de la Ciudad del Vaticano, de un Pontífice emérito y de uno reinante.
(Trad. del italiano: La Buhardilla de Jerónimo)
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