Hoy
comienza la primavera de forma oficial. Otra cosa es la primavera «oficiosa»,
que suele adelantarse en los distintos «veranillos» que preceden a las fechas
marcadas del calendario. Todos tenemos la experiencia, sensorial y «huesal»
(porque el frío se mete hasta los huesos), de los primeros signos del calor que
se promete, que viene de forma sorpresiva y se va como si en un engaño otra vez
tornara el invierno. En este juego del «invierno que se va-primavera que se
adivina», vence siempre la primavera.
La Iglesia no es ajena a este juego de la madre naturaleza. En estos últimos tiempos estamos asistiendo a una «primavera que se promete» y a un «invierno que se resiste» a desaparecer.
¿Cuáles son los signos del «invierno reticente»? Frío que entumece, viento que azota y humedad que empapa. El frío de los pecados cometidos, porque la Iglesia toca barro, camina en parques y en lodazales, y no se libra del cieno que forma parte de esta humanidad, real y visible; este frío que nos imposibilita y nos paraliza. El viento de las ideologías agresivas y disolventes, que hacen de cualquier religión algo nocivo, caduco o necesariamente prescindible; el viento de los poderosos que no soportan las voces proféticas; el viento de los nuevos creadores de ídolos que quieren reducir la fe a una «forma domesticada» de vida espiritual. Queda la humedad invernal, que en la Iglesia se hace patente en la sensación de incomodidad, de «pasmo», de búsqueda de refugio seco y cálido que nos reconforte… ¡aunque sea fuera y lejos de la «casa madre»!
La primavera, como decíamos al principio, se hace esperar, pero siempre viene. Se nota en los días que alargan, en las flores que estallan y en la tibia temperatura que nos hace revivir. La Iglesia ve cómo la luz siempre se renueva en Pascua: ¡la luz pascual! Este año, Francisco, el «papa/Pedro-argentino-jesuita-con nombre franciscano» proclamará en la noche pascual: «¡No está aquí! ¡Ha resucitado» y los creyentes en Cristo Jesús volveremos a ver en la luz de la noche Pascual el motivo para creer que ha llegado la primavera.
El papa Francisco hasta el momento ha hecho gala de hermosos y proféticos gestos que apuntan la dirección en la que quiere que vaya su pontificado. Quizás algunos pedimos no sólo gestos, sino decisiones y giros. Decisiones que hagan patente en la actualidad, la misericordia y la hermosura del evangelio de Jesús. Giros que devuelvan el atractivo y la luminosidad de una fe que se ha ido tristemente enmoheciendo.
Sólo me atrevo a dar un apunte en este «año de la fe». En una sociedad tocada por la «racionalización», «utilidad» y «eficacia» de todo, ¿no habría que volver al camino de la sensibilidad, de la poesía, de la belleza, de la ternura, de las posibilidades del ser humano para acceder a la fe? Si sólo educamos en lo «visible», «calculable», «medible», «ponderable»; si sólo medimos el valor de todo por los «intereses» y «beneficios» que nos pueden acarrear… estamos cerrando de forma hermética el camino a la fe. A cualquier fe religiosa en Dios, y por supuesto a la fe cristiana.
La primavera de la Iglesia es posible; la fe como don precioso es posible. La esperanza en el mundo y en el ser humano es posible. ¡Feliz primavera de la Iglesia!
La Iglesia no es ajena a este juego de la madre naturaleza. En estos últimos tiempos estamos asistiendo a una «primavera que se promete» y a un «invierno que se resiste» a desaparecer.
¿Cuáles son los signos del «invierno reticente»? Frío que entumece, viento que azota y humedad que empapa. El frío de los pecados cometidos, porque la Iglesia toca barro, camina en parques y en lodazales, y no se libra del cieno que forma parte de esta humanidad, real y visible; este frío que nos imposibilita y nos paraliza. El viento de las ideologías agresivas y disolventes, que hacen de cualquier religión algo nocivo, caduco o necesariamente prescindible; el viento de los poderosos que no soportan las voces proféticas; el viento de los nuevos creadores de ídolos que quieren reducir la fe a una «forma domesticada» de vida espiritual. Queda la humedad invernal, que en la Iglesia se hace patente en la sensación de incomodidad, de «pasmo», de búsqueda de refugio seco y cálido que nos reconforte… ¡aunque sea fuera y lejos de la «casa madre»!
La primavera, como decíamos al principio, se hace esperar, pero siempre viene. Se nota en los días que alargan, en las flores que estallan y en la tibia temperatura que nos hace revivir. La Iglesia ve cómo la luz siempre se renueva en Pascua: ¡la luz pascual! Este año, Francisco, el «papa/Pedro-argentino-jesuita-con nombre franciscano» proclamará en la noche pascual: «¡No está aquí! ¡Ha resucitado» y los creyentes en Cristo Jesús volveremos a ver en la luz de la noche Pascual el motivo para creer que ha llegado la primavera.
El papa Francisco hasta el momento ha hecho gala de hermosos y proféticos gestos que apuntan la dirección en la que quiere que vaya su pontificado. Quizás algunos pedimos no sólo gestos, sino decisiones y giros. Decisiones que hagan patente en la actualidad, la misericordia y la hermosura del evangelio de Jesús. Giros que devuelvan el atractivo y la luminosidad de una fe que se ha ido tristemente enmoheciendo.
Sólo me atrevo a dar un apunte en este «año de la fe». En una sociedad tocada por la «racionalización», «utilidad» y «eficacia» de todo, ¿no habría que volver al camino de la sensibilidad, de la poesía, de la belleza, de la ternura, de las posibilidades del ser humano para acceder a la fe? Si sólo educamos en lo «visible», «calculable», «medible», «ponderable»; si sólo medimos el valor de todo por los «intereses» y «beneficios» que nos pueden acarrear… estamos cerrando de forma hermética el camino a la fe. A cualquier fe religiosa en Dios, y por supuesto a la fe cristiana.
La primavera de la Iglesia es posible; la fe como don precioso es posible. La esperanza en el mundo y en el ser humano es posible. ¡Feliz primavera de la Iglesia!
Autor:
Pedro Ignacio Fraile Yécora
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