Josemaría Escrivá de Balaguer se trasladó a vivir a Roma en 1946. Residía en un apartamento humilde, como él mismo, de la "Città Leonina", frente a las medio derruidas torres que en el siglo IX elevó el Papa León IV. Oyó hablar ya entonces del Padre Pío de Pietrelcina, de sus milagros, de sus estigmas, de sus numerosos carismas.
El Padre Pío vivía en el convento de San Giovanni Rotondo, a unos cuatrocientos kilómetros al sur de Roma. Y aunque no consta que llegaran a conocerse en persona, Escrivá de Balaguer salía en defensa del Padre Pío cada vez que alguien le criticaba o ponía en duda la autenticidad de su vida cristiana en alguna conversación. Algo, por desgracia, bastante común entonces en algunos sectores eclesiásticos. El fundador del Opus Dei estaba convencido de que el Padre Pío era un hombre de Dios.
No importaba que ambos encarnasen dos espiritualidades en apariencia tan distintas: Escrivá de Balaguer amaba lo ordinario y huía por tanto de las manifestaciones grandiosas; pero el Padre Pío amaba también lo cotidiano, aunque aceptase resignadamente llevar los estigmas de Jesucristo en manos, pies y costado.
Tanto el uno, como el otro, tuvieron sus experiencias místicas como los dos grandes santos que son, canonizados por el mismo Papa Juan Pablo II en el mismo año 2002. Escrivá de Balaguer había invitado al entonces Carol Wojtyla a participar en unas jornadas antropológicas junto con el filósofo Antonio Millán-Puelles. Dos años después de que el fundador del Opus Dei se estableciese en Roma, en 1948, Wojtyla visitó al Padre Pío en San Giovanni Rotondo para asistir a su Santa Misa y confesarse con él. Es decir, que Juan Pablo II sí conoció personalmente a los dos futuros santos.
El Señor quiso al final que Juan Pablo II, Josemaría Escrivá de Balaguer y el Padre Pío fuesen elevados a los altares, convirtiéndose en tres intercesores de lujo para esta sociedad actual, tan necesitada de Dios.
José María Zavala
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