Una realidad perfecta, la de estar hechos los unos para los otros, la de la imposibilidad de vivir sin convivir, y de convivir sin compartir y unir.
Hoy me iré a descansar con esta pregunta, con la necesidad de que la vida sea cuidada y custodiada bien, de su fragilidad y su dignidad, de su intimidad y sacralidad. La vida no puede ser expuesta de cualquier modo, para que cualquiera que llegue opine sobre ella. Esto lo saben hasta quienes actúan en un circo, que tiñen su cara con máscaras, sean o no payasos que hagan reír. También lo conocen los que participan en reality-shows, que de reality aquello tiene más bien poco y de show tiene en exceso. La vida viaja por debajo de las máscaras, unas veces para defenderse y otras para ocultarse. Pero, ¿quién cuida de todo eso que sucede dentro de la propia persona, de sus sentimientos, de sus ideas, de su carácter, de sus quereres, de sus deseos, de sus pasiones, de sus debilidades? ¿Quién cuida, con esmero, de tanto como hay de sagrado en su interior, y de tanta belleza como la propia persona es capaz de reconocer, y de tanta fuerza y deseo?
1.Algunos dirán que ellos mismos. Así sin más. Que ellos se conocen, que ellos velan por sí mismos, que ellos se saben gestionar bien y tienen recursos suficientes. Lo cual, me parece del todo insuficiente. E intuyo que hasta ellos mismos se dan cuenta de lo que están diciendo. Considero que este amor a sí mismo es impropio porque no hay amor verdadero que no sea recibido, y tendrán que desproteger su vida tarde o temprano para que otros puedan acceder a ella. Sin embargo, hoy me parece muy sabio y prudente aquel que responde que él mismo, pero no sólo él mismo.
2.Otros señalarán personas concretas, por razones varias. Tendrán nombres y apellidos, conocerán su historia y sus circunstancias, se sentirán queridos por ellos, muy queridos. Y me parece normal responder, de primeras, de esta manera. Mienten todos aquellos que hablan de amor sin reconocer la necesidad de ser amados, como también lo hacen los sabios de nuestro mundo cuando se refieren a la admiración que provoca el conocimiento sin atender a lo inmenso que es ser conocidos, tal cual. Quienes señalan a otros creo que son más que prudentes a secas, me parecen sinceros. Y más si hiciéramos un recorrido con detenimiento sobre su propia historia. Verían cómo, de hecho, todo comenzó por un humilde y necesitado dejarse querer, y pasó por la criba de la selección natural por afinidades y por reacciones, por simpatías y acercamientos recíprocos. Me parece sublime esta situación en la que podemos percibir que nadie está hecho para vivir aislado, por muy bohemio que sea, ni para vivir “al margen”, por muy poco que pueda estimarse a sí mismo. Pero volviendo al recorrido sincero, se percibirá cómo nada hay en el ser humano que venga provisto de cierto valor que la persona pueda decir que ha logrado o conquistado exclusivamente por sí misma. Puede no conocer incluso el origen, pero no podrá apropiarse del todo lo que le ocurre. Lo achacará a múltiples factores, aunque creo que terminará reconociendo el rostro de alguien, o pensando natural y espontáneamente en una especie de regalo personal. En más de una ocasión, viajando ya hacia el extremo, será capaz de ver cómo su vida fue cuidada excelentemente por otros, y conducida por otros, y más querida incluso por otros que por sí mismo. Y eso significa salvación, y libertad.
No sé cómo me las apaño, pero pienso siempre en una vida que no es cargable asequiblemente, que siempre desborda, que está llamada a ser compartida de múltiples maneras. Me sigue chirriando un poco los discursos valientes de quienes esconden lo que viven, y se mueven tanto por el deber que no perciben otras facetas de la vida. Sigo recordando aquella frase de la Escritura: “No es bueno que el hombre esté solo.” Y cada día me parece una certera expresión, dicha en el mismo origen, que revela un misterio mayor del que pensamos. Aquí no hay debilidad, sino realidad en estado puro. Una realidad perfecta, la de estar hechos los unos para los otros, la de la imposibilidad de vivir sin convivir, y de convivir sin compartir y unir. Y detrás de tanta relación compruebo que existe una llamada mucho más vigorosa y fuerte, mucho más atrayente y totalizante, mucho más impactante si cabe que la llamada de aquellos rostros que ya conocemos. Pide más, requiere más, y busca más continuamente. No se puede frenar.
Lo otro, lo de la libertad del hombre y su autonomía y su independencia y su dignidad no sé dónde lo apoyan ni lo encuentran aquellos que lo defienden. Si no es en la comunión, si no se entiende rectamente desde la fraternidad concreta y la fraternidad universal, no los considero ni siquiera humanos. Pero quizá son cosas mías. Una de esas múltiples limitaciones tan queridas por mí que me ha dejado impresa la existencia, no en mi mundo, sino en un mundo que es de todos.
Autor: José Fernando Juan
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