miércoles, 7 de noviembre de 2012

EL AMOR Y EL CONOCIMIENTO DE DIOS.



¿Quién tiene más fuerza, el amor para hacernos mirar al amado, o la visión para hacer que le amemos?
El conocimiento se requiere para la producción del amor; porque nunca podemos amar lo que no conocemos, y, a medida que aumenta el conocimiento atento del bien, toma también mayor incremento el Amor, con tal que nada haya que impida su movimiento.

Muchas veces que, habiendo el conocimiento producido el amor sagrado, no se detiene éste en los límites del conocimiento, que está en el entendimiento, sino que se adelanta y va mucho más allá que aquél; de suerte que, en esta vida mortal, podemos tener más amor que conocimiento de Dios, por lo que asegura santo Tomás que: Con frecuencia, los más sencillos abundan en devoción y son ordinariamente más capaces del amor divino que los ilustrados y más sabios.

Ahora bien, en el Amor Sagrado, nuestra voluntad no es movida a Él, por un conocimiento natural, sino por la luz de la Fe, la cual, dándonos a conocer, con toda seguridad, la infinidad del bien que hay en Dios, nos da harta materia para que le amemos con todas nuestras fuerzas.

Este conocimiento oscuro, envuelto en muchas nubes, como es el de la Fe, nos mueve infinitamente al amor de la bondad que nos hace entrever.

Luego ¡cuánta verdad es, según exclamaba San Agustín, que los ignorantes arrebatan los cielos, mientras que muchos sabios se hunden en los infiernos!

¿Quién te parece, Teótimo, que amaría más la luz, el ciego de nacimiento que supiese todo cuanto los filósofos han discurrido acerca de ella y todas las alabanzas que se le han tributado, o el labrador que, con clarísima visión, siente y gusta del agradable esplendor del sol naciente?

Aquél tiene más conocimiento, y éste más goce; y este goce produce un amor más vivo y animado que el que engendra el simple conocimiento del discurso; porque la experiencia de un bien lo hace infinitamente más amable que toda la ciencia que acerca de él se puede poseer.

Comenzamos a amar por el conocimiento que la Fe nos da de la bondad de Dios, la cual, después, saboreamos y gustamos por el amor; y el amor aviva nuestro gusto, y el gusto refina nuestro amor, de suerte que, así como las olas, agitadas por las ráfagas del viento,

se encumbran como a porfía, al chocar entre sí; de una manera parecida el gusto del bien realza el amor al mismo, y el amor realza el gusto, según ya lo dijo la divina sabiduría: "Los que de mí comen, tienen siempre hambre de mí, y tienen siempre sed los que de mí beben ."

¿Quién amó más a Dios, el teólogo Okam, a quien algunos llamaron el más sutil de los mortales, o santa Catalina de Génova, mujer ignorante?

Aquél le conoció mejor por la ciencia, ésta por la experiencia, y la experiencia de ésta la condujo muy adelante en el amor seráfico, mientras aquél, con toda su ciencia, permaneció muy alejado de esta tan excelente perfección.

Con todo es menester confesar que la voluntad, atraída por el deleite que siente en su objeto, se siente más fuertemente movida a unirse con él, cuando el entendimiento, por su parte, le da a conocer la excelencia de su bondad; porque entonces es atraída e impelida a la vez: Impelida por el conocimiento, y atraída por el deleite; de suerte que la ciencia no es, de suyo, contraria, en manera alguna, a la devoción; y, si ambas andan juntas, se ayudan admirablemente, si bien acontece, con demasiada frecuencia, que, a causa de nuestra miseria, la ciencia impide el nacimiento de la devoción, pues la ciencia hincha y enorgullece, y el orgullo, que es contrario a toda virtud, es la ruina de la devoción.

Ciertamente, la ciencia eminente de Cipriano, Agustín, Hilario, Crisóstomo, Basilio, Gregorio, Buenaventura y Tomás, no sólo ilustró mucho, sino también refino en gran manera su devoción, y, recíprocamente, su devoción no sólo realzó, sino también perfeccionó extraordinariamente su ciencia.

Ahora bien digamos de la meditación lo mismo puede hacerse para el bien que para el mal.

Sin embargo, la palabra meditación se emplea ordinariamente en el sentido de atención a las cosas divinas, para excitarse al amor de las mismas.

Ocurre a muchos que andan siempre pensando y con la atención fija en ciertas cosas inútiles, sin saber siquiera en lo que piensan; y lo más maravilloso del caso es que atienden como por inadvertencia, y quisieran no tener tales pensamientos.

Otros muchos estudian y, por una ocupación muy laboriosa, se llenan de vanidad, no pudiendo resistir a la mera curiosidad; pero son muy pocos los que se dedican a meditar para inflamar su corazón en el santo amor celestial.

En una palabra, el pensamiento y el estudio se emplean en toda suerte de cosas; pero la meditación, según acabamos de decir, sólo mira los objetos cuya consideración puede hacernos buenos y devotos. De suerte que la meditación no es otra cosa que un pensamiento atento, reiterado o entretenido voluntariamente en el espíritu, para mover la voluntad a santos y saludables afectos y resoluciones.

La abeja revolotea, en primavera, de acá para allá, no a la ventura, sino de intento; no para recrearse tan sólo contemplando la variedad del paisaje, sino para buscar la miel; y, en hallándola, la chupa y carga con ella; la lleva después a la colmena, la dispone con primor, separándola de la cera, y construye con ésta el panal, en el cual guarda la miel para el próximo invierno.

Tal es el alma devota en la meditación: anda de misterio en misterio, más no volando al acaso, ni para consolarse tan sólo contemplando la admirable hermosura de estos divinos objetos, sino con propósito y de intento, para encontrar motivos de amor o de algún celestial afecto; y, una vez los ha encontrado, los recoge, los saborea, carga con ellos, y, cuando los tiene reunidos y colocados dentro de su corazón, pone en lugar aparte lo que le parece menos propio para su aprovechamiento, y hace las resoluciones convenientes para el tiempo de la tentación.

De esta manera, la celestial esposa, como una abeja a mística, anda revoloteando, en el Cantar de los Cantares, sobre su amado, para sacar la suavidad de mil amorosos afectos, haciendo notar, en todos sus pormenores, todo cuanto halla de raro; de suerte, que, abrasada toda ella en el celeste amor, habla con él, le pregunta, le escucha, suspira, aspira a él y le admira; y él, a su vez, la colma de contento, la inspira, la conmueve y abriéndole el corazón, derrama sobre ella claridades, luces y dulzuras sin fin, pero de una manera tan secreta, que se puede muy bien decir de esta santa conversación del alma con Dios lo que el sagrado Texto dice de la conversión de Dios con Moisés, a saber, que, estando Moisés sólo en la cumbre de la montaña, hablaba a Dios, y Dios le respondía.

La contemplación, Teótimo, no es más que una amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas divinas lo que fácilmente entenderás, si la comparas con la meditación.

Las pequeñas abejas se llaman ninfas o larvas hasta que fabrican la miel, y entonces se llaman abejas. Asimismo la oración se llama meditación hasta que produce la miel de la devoción; después de esto se convierte en contemplación.

El deseo de obtener el amor divino nos hace meditar, pero el amor obtenido nos hace con-templar, porque el amor hace que encontremos una suavidad tan grande en la cosa amada, que no se harta nuestro espíritu de verla y considerarla.

Así como José fue la corona y la gloria de su padre, y acrecentó en gran manera sus honores y su contento, e hizo que se rejuveneciera en su vejez, así también la contemplación corona a su padre, que es el amor, lo perfecciona, y le comunica el colmo de la excelencia.

Porque después que el amor ha excitado en nosotros la atención contemplativa, esta atención hace nacer, recíprocamente, un más grande y fervoroso amor, el cual, finalmente, es coronado de perfección cuando goza de lo que ama.

El amor hace que nos complazcamos en la visión del amado, y la visión del amado hace que nos complazcamos en su divino amor; de suerte que, por este mutuo movimiento del amor a la visión y de la visión al amor, así como el amor hace que sea más bella la belleza de la cosa amada, asimismo la visión de ésta hace que el amor sea más amoroso y deleitable.

El amor, por una imperceptible facultad, hace que parezca más bella la belleza amada; y la visión, a su vez, refina el amor, para que encuentre la belleza más amable; el amor impele a los ojos a contemplar con mayor atención la belleza amada, y la visión fuerza al corazón a amarla con mayor ardor.

Al copiar este artículo favor conservar o citar la Fuente: EL CAMINO HACIA DIOS


Publicado por Wilson f

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