sábado, 13 de octubre de 2012

EL VALOR DEL TIEMPO, ANTES DE LA MUERTE



Dios te prolonga la vida para que repares el tiempo perdido.

Procura, hijo mío nos dice el Espíritu Santo, emplear bien el tiempo, que es la más preciada cosa, riquísimo don que Dios concede al hombre mortal. Hasta los gentiles conocieron cuánto es su valor.

Séneca decía que nada puede equivaler al precio del tiempo. Y con mayor estimación le apreciaron los Santos. San Bernardino de Sena afirma que un instante de tiempo vale tanto como Dios, porque en ese momento, con un acto de contrición o de amor perfecto, puede el hombre adquirir la divina gracia y la gloria eterna.

Tesoro es el tiempo que sólo en esta vida se halla, más no en la otra, ni el Cielo, ni en el infierno. Así es el grito de los condenados

«¡Oh, si tuviésemos una hora!...» A toda costa querrían una hora para remediar su ruina; pero esta hora jamás les será dada.

En el Cielo no hay llanto; mas si los bienaventurados pudieran sufrir, llorarían el tiempo perdido en la vida mortal, que podría haberles servido para alcanzar más alto grado de gloria; pero ya pasó la época de merecer.

Una religiosa benedictina, difunta, se apareció radiante en gloria a una persona y le reveló que gozaba plena felicidad; pero que si algo hubiera podido desear, sería solamente volver al mundo y padecer más en él para alcanzar mayores méritos; y añadió que con gusto hubiera sufrido hasta el día del juicio la dolorosa enfermedad que la llevó a la muerte, con tal de conseguir la gloria que corresponde al mérito de una sola Avemaría.

¿Y tú, hermano mío, en qué gastas el tiempo?... ¿Por qué lo que puedes hacer hoy lo difieres siempre hasta mañana? Piensa que el tiempo pasado desapareció y no es ya tuyo; que el futuro no depende de ti. Sólo el tiempo presente tienes para obrar...

«¡Oh infeliz! advierte San Bernardo, ¿por qué presumes de lo venidero, como si el Padre hubiese puesto el tiempo en tu poder?» Y San Agustín dice: «¿Cómo puedes prometerte el día de mañana, si no sabes si tendrás una hora de vida?» Así, con razón, decía Santa Teresa: «Si no te hayas preparado para morir, teme tener una mala muerte...»

Gracias os doy, Dios mío, por el tiempo que me concedéis para remediar los desórdenes de mi vida pasada. Si en este momento me enviarais la muerte, una de mis mayores penas sería el pensar en el tiempo perdido...

¡Ah, Señor mío, me disteis el tiempo para amaros, y le he invertido en ofenderos!... Merecí que me enviarais al infierno desde el primer momento en que me aparté de Vos; pero me habéis llamado a penitencia y me habéis perdonado. Prometí no ofenderos más, ¡y cuántas veces he vuelto a injuriaros y Vos a perdonarme!... ¡Bendita sea eternamente vuestra misericordia! Si no fuera infinita, ¿cómo hubiera podido sufrirme así? ¿Quién pudiera haber tenido conmigo la paciencia que Vos tenéis?...

¡Cuánto me pesa haber ofendido a un Dios tan bueno!... Carísimo Salvador mío, aunque sólo fuera por la paciencia que habéis tenido para conmigo, debería yo estar enamorado de Vos. No permitáis nuevas ingratitudes mías al amor que me habéis demostrado. Desasidme de todo y atraedme a vuestro amor...

No, Dios mío; no quiero perder más el tiempo que me dais para remediar el mal que hice, sino emplearle todo él en amaros y serviros. Os amo, Bondad infinita, y espero amaros eternamente.

Gracias mil os doy, Virgen María, que habéis sido mi abogada para alcanzarme este tiempo de vida. Auxiliadme ahora y, haced que le invierta por completo en amar a Vuestro Hijo, mi Redentor, y a Vos, Reina y Madre mía.

Nada hay más precioso que el tiempo, ni hay cosa menos estimada ni más despreciada por los mundanos. De ello se lamentaba San Bernardo y añadía: «Pasan los días de salud, y nadie piensa que esos días desaparecen y no vuelven jamás.» Ved aquel jugador que pierde días y noches en el juego. Preguntadle qué hace, y os responderá: «Pasando el tiempo.» Ved aquel desocupado que se entretiene en la calle, quizá muchas horas, mirando a los que pasan, o hablando obscenamente o de cosas inútiles. Si le preguntan qué está haciendo, os dirá que no hace más que pasar el tiempo. ¡Pobres ciegos, que pierden tantos días, días que nunca volverán!

¡Oh tiempo despreciado!, tú serás lo que más deseen los mundanos en el trance de la muerte... Querrán otro año, otro mes, otro día más; pero no les será dado, y oirán decir que ya no habrá más tiempo (Ap., 10, 6).

¡Cuánto no daría cualquiera de ellos para alcanzar una semana, un día de vida, y poder mejor ajustar las cuentas del alma!... «Sólo por una hora más - dice San Lorenza Justiniano - darían todos sus bienes.» Pero no obtendrán esa hora de tregua... Pronto dirá el sacerdote que los asista: «Apresúrate a salir de este mundo; ya no hay más tiempo para ti»

Por eso nos exhorta el profeta (Ecl., 12, 1-2) a que nos acordemos de Dios y procuremos su gracia antes que se nos acabe la luz... ¡Qué angustia no sentirá un viajero al advertir que perdió su camino cuando, por ser ya de noche, no sea posible poner remedio!...

Pues tal será la pena, al morir, de quien haya vivido largos años sin emplearlos en servir a Dios. Vendrá la noche cuando nadie podrá ya operar (Jn., 9,4). Entonces la muerte será para él tiempo de noche, en que nada podrá hacer. «Clamó contra mí el tiempo» (Lm., 1, 15).

La conciencia le recordará cuánto tiempo tuvo, y cómo le gastó en daño del alma; cuántas gracias recibió de Dios para santificarse, y no quiso aprovecharse de ellas; y además verá cerrada la senda para hacer el bien.

Por eso dirá gimiendo: «¡Oh, cuan loco fui!... ¡Oh tiempo perdido en que pude santificarme!... Mas no lo hice, y ahora ya no es tiempo...» ¿Y de qué servirán tales suspiros y lamentos cuando el vivir se acaba y la lámpara se va extinguiendo, y el moribundo se ve próximo al solemne instante de que depende la eternidad?

¡Ah, Jesús mío! Toda vuestra vida empleasteis en salvar mi alma; ni un solo momento dejasteis de ofreceros por mí al Eterno Padre para alcanzarme perdón y salvación...

Y yo, al cabo de tantos años de vida en el mundo, ¿cuántos he empleado en serviros? ¡Todos los recuerdos de mis actos me traen remordimientos de conciencia! El mal fué mucho. El bien, poquísimo y lleno de imperfecciones, de tibieza, amor propio y distracción. ¡ Ah, Redentor mío, he sido así porque olvidé lo que por mí hicisteis! Os olvidé, Señor, pero Vos no me olvidasteis, sino que vinisteis a buscarme y me ofrecisteis vuestro amor repetidas veces, mientras yo huía de Vos.

Aquí estoy, ¡oh buen Jesús!, no quiero resistir más, ni pensar que me abandonaréis. Duéleme, ¡oh Soberano Bien!, de haberme separado de Vos por el pecado. Os amo, Bondad infinita, digna de infinito amor. No permitáis que vuelva a perder el tiempo que vuestra misericordia me concede. Acordaos; siempre, amado Salvador mío, del amor que me tenéis y de los dolores que por mi padecisteis.

Haced que de todo me olvide en esta vida que me queda, excepto de pensar sólo en amaros y complaceros. Os amo, Jesús mío, mi amor y mi todo. Y os prometo hacer frecuentísimos actos de amor. Concededme la santa perseverancia, como espero confiadamente, por los merecimientos de vuestra preciosa Sangre...

Y en vuestra intercesión confío, ¡oh María, mi querida Madre!

Preciso es que caminemos por la vía del Señor mientras tenemos vida y luz (Jn., 12, 35), porque ésta luego se pierde en la muerte. Entonces no será ya tiempo de prepararse, sino de estar preparado (Lc., 12, 40). En la muerte nada se puede hacer: lo hecho, hecho está...

¡Oh Dios! ¡Si alguno supiese que en breve se había de fallar la causa de su vida o muerte, o de su hacienda toda, con cuanta diligencia buscaría un buen abogado, procuraría que los jueces conociesen bien las razones le asistieran, y trataría de allegar medios de obtener sentencia favorable!... Y nosotros, ¿qué hacemos? Nos consta con incertidumbre que muy en breve, en el momento menos pensado, se ha de fallar la causa del mayor negocio que tenemos, es, a saber, del negocio de nuestra salvación eterna..., ¿y aún perdemos tiempo?

Quizá diga alguno: «Yo soy joven ahora; más tarde me convertiré a Dios.» Pues sabed me respondo que el Señor maldijo aquella higuera que halló sin frutos, aunque no era tiempo de tenerlos, como lo hace notar el Evangelio (Mr., 11, 13)

Con lo cual Jesucristo quiso darnos a entender que el hombre en todo tiempo, hasta en el de la juventud, debe producir frutos de buenas obras; de otro modo será maldito y no dará frutos en lo por venir. Nunca jamás coma ya nadie de ti (Mr., 11, 14). Así dijo a aquel árbol el Redentor, y así maldice a quien Él llama y le resiste...

¡Cosa digna de admiración. Al demonio le parece breve el tiempo de nuestra vida, y no pierde ocasión de tentarnos. Descendió el diablo a vosotros con grande ira, sabiendo que tiene poco tiempo (Ap., 12, 12). ¡De suerte qué el enemigo no desaprovecha ni un instante para perdernos, y nosotros no aprovechamos el tiempo para salvarnos!

Otro preguntará: «¿Qué mal hago yo?...» ¡Oh Dios mío! ¿Y no es ya un mal perder el tiempo en juegos o conversaciones inútiles, que de nada sirven a nuestra alma? ¿Acaso nos da Dios ese tiempo para que así le perdamos?

No, dice el Espíritu Santo; la partecita de un buen don no se te pase (Ecl., 14, 14). Aquellos operarios de que habla San Mateo no hacían cosa alguna mala; solamente perdían el tiempo, y por ello les reprendió el dueño de la viña: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos? (Mt., 20, 6).

En el día del juicio, Jesucristo nos pedirá cuenta de toda palabra ociosa. Todo tiempo que no se emplea por Dios es tiempo perdido (6). Y el Señor nos dice (Ecl., 9, 10): Cualquier cosa que pueda hacer tu mano, óbrala con instancia; porque ni obra, ni razón de sabiduría, ni ciencia, habrá en el sepulcro, adonde caminas aprisa.

La venerable Madre Sor Juana de la Santísima Trinidad, hija de Santa Teresa, decía que en la vida de los Santos no hay día de mañana; que solamente la hay en la vida de los pecadores, pues siempre dicen: «Luego, luego», y así llegan a la muerte. He aquí ahora el tiempo favorable. 2 Cor., 6, 2.

Si hoy oyereis su voz, no queráis endurecer vuestros corazones (Sal. 94, 8). Hoy Dios te llama para el bien; hazle hoy mismo, pues mañana quizá no sea ya tiempo, o Dios no te llamará.

Y si, por desgracia, en la vida pasada has empleado el tiempo en ofender a Dios, procura llorarlo en el resto de tu vida mortal, como se propuso el rey Ezequías: Repasaré delante de ti todos mis años con amargura de mi alma (Is., 38, 15).

Dios te prolonga la vida para que repares el tiempo perdido: Redimiendo el tiempo, porque los días son malos (Ef., 5, 16); o bien, según comenta San Anselmo: «Recuperarás el tiempo si haces lo que descuidaste hacer».

San Jerónimo dice de San Pablo, que, aunque era el último de los Apóstoles, fue el primero en méritos por lo que hizo después de su vocación.

Consideremos siquiera que en cada instante podemos granjear mayor acopio de bienes eternos. Si nos concediesen tanto terreno como caminando en un día pudiéramos rodear, o tanto dinero como alcanzásemos a contar en un día, ¡con cuánta prisa procederíamos! Pues si podemos en un momento adquirir eternos tesoros, ¿por qué hemos de malgastar el tiempo? Lo que hoy puedas hacer, no digas que lo harás mañana, porque el día de hoy le habrás perdido y no volverá más.

Cuando San Francisco de Borja oía hablar de cosas mundanas, elevaba a Dios el corazón con santos afectos, de suerte que si le preguntaban luego su sentir acerca de lo que se había dicho, no sabía qué responder. Reprendiéronle por ello, y contestó que antes prefería parecer hombre de rudo ingenio que perder el tiempo vanamente.

No, Dios mío; no quiero perder el tiempo que me habéis concedido por vuestra misericordia... He merecido verme en el infierno, gimiendo sin esperanza. Os doy, pues, fervorosas gracias por haberme conservado la vida. Deseo, en los días que me restan, vivir sólo para Vos.

Si estuviese en el infierno, lloraría desesperado y sin fruto. Ahora lloraré las ofensas que os hice, y llorándolas, sé de cierto que me perdonaréis, como lo asegura el Profeta (Is., 30, 19).

En el infierno me sería imposible amaros; ahora os amo y espero que siempre os amaré. En el infierno jamás podría pedir vuestra gracia; ahora oigo que decís: Pedid y recibiréis (Jn., 16, 24).

Y puesto que aún me hallo en tiempo útil para pediros gracias, dos voy a demandaros: ¡oh Dios mío!, con-cededme la perseverancia en vuestro santo servicio, dadme vuestro amor, y luego haced de mí lo que quisierais. Haced que en todos los instantes de mi vida me encomiende siempre a Vos, diciendo: «Ayudadme, Señor... Señor, tener piedad de mí; haced que no os ofenda; haced que os ame...»

¡Virgen Santísima y Madre mía, alcanzadme la gracia de que siempre me encomiende a Dios y le pida su santo amor y la perseverancia!

Publicado por Wilson f.

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