La Verdadera resignación unida a una profunda humildad es el camino más corto para ir a Dios.
-¿De dónde procedéis? dijo un teólogo.
Vengo de Dios.
-¿En dónde lo hallasteis?
Le hallé donde dejé a todas las criaturas.
-¿En dónde tiene Él su morada?
En los corazones puros y en los hombres de buena voluntad.
-¿Y quién sois vos?
Yo soy rey.
-¿En dónde está vuestro reino?
Está en mi alma, porque he aprendido a gobernar mis sentidos interiores y exteriores, de suerte que todos los afectos y todas las potencias de mi alma estén sujetos; y este reino vale, sin que nadie pueda dudarlo, más que todos los de la tierra.
-¿De qué modo habéis llegado a esta sublime perfección?
Con el silencio, profundas meditaciones, y la unión con Dios. Yo no he podido hallar reposo en nada que no sea El; y al presente he hallado a mi Dios, y en El disfruto de un perfecto reposo y de una paz inalterable.»
«Tal fue la conversación con el mendigo, quien por la entera conformidad de su voluntad con la de Dios, era más rico en su pobreza que los monarcas, y más dichoso en sus sufrimientos que aquellos para cuya felicidad aportan su concurso los elementos y la naturaleza entera.»
La paz profunda y la alegría interior, que constituyen aquí abajo la verdadera felicidad.
«La perfecta conformidad con la de Dios es como se adquiere el más cumplido reposo que es posible disfrutar en el tiempo; es el medio de hacer sobre la tierra un paraíso. Preguntóse a Alfonso el Grande, rey de Aragón y Nápoles, príncipe muy sabio y prudente, cuál era la persona a quien juzgaba más feliz en este mundo; aquélla, respondió este príncipe, que se abandona enteramente a la voluntad de Dios y que recibe todos los acontecimientos prósperos o adversos, como venidos de su mano.»
Monseñor Gay añade: «Sométete a Dios, dice Elías a Job, y tendrás paz, pero una paz que la Escritura llama en otra parte inagotable, una paz que es semejante a un río caudaloso.
Los pacíficos, es decir, los que poseen tal tesoro de paz que la esparcen en derredor suyo son los hijos de Dios; y los hijos de Dios por excelencia son las almas que se abandonan a Él. Este pueblo de mis fieles hijos, este pueblo de mis pequeñuelos, de niños, de abandonados en mis brazos, "se sentará en la hermosura de la paz bajo las tiendas de la confianza, y en un magnífico reposo que tendrá cuanto pudiera desear". David moraba bajo esas tiendas cuando cantaba ese dulce cántico que pudiera bien llamarse el himno del abandono: "El Señor me conduce, nada me faltará; me ha establecido en un lugar de los más abundantes pastos, al borde de un arroyo por el que corre el agua que vivifica. El atrajo mi alma toda hacia si. A causa de su nombre", que es su Unigénito Hijo Jesús, "ha dirigido mis pasos por el sendero de la justicia". Y ahora, Maestro mío, mi guía, mi madre Providencia, "aun cuando debiera atravesar las sombras de la muerte, no temería mal alguno, porque tú estás conmigo. Tu vara -que me indica el camino-, y aun tu báculo -que me hiere para volverme hacia él cuando me consuela . Sí, el abandono produce la paz, una paz profunda, perfecta, y - por decirlo así -, imperturbable.»
«A la verdad - las almas que siguen este camino - del Santo Abandono -, disfrutan de una paz inalterable y pasan su vida en una paz que sólo ellas pueden comprender y que no sería posible hallar en otro lugar de la tierra.
Refiere Santa Catalina de Sena que Nuestro Señor la enseñaba a construir un retiro en su corazón con la piedra durísima de la Providencia divina y a permanecer allí constantemente encerrada, porque de esta manera tenía la seguridad de ser feliz, de encontrar el verdadero reposo del alma y de estar al abrigo de todas las tribulaciones y de todas las tempestades.
Y, en efecto, ¿puede concebirse un estado más feliz que aquel en que el alma es llevada, reposa y se duerme como un niño en brazos de la amorosa y todopoderosa Providencia divina?»
¿Queréis otra imagen bien clara de la felicidad de esta alma? Considerad a Noé durante el diluvio: «Permanecía en paz en el arca con los leones, los tigres y los osos, porque Dios le conducía, mientras que todos los demás, en la más espantosa confusión de cuerpo y de espíritu, eran sumergidos sin piedad en las olas. Así, el alma que se abandona a la Providencia, que le deja el timón de su barca, goza de una paz perfecta en medio de todas las perturbaciones, boga con tranquilidad por el océano de esta vida, en tanto que las "almas indisciplinadas", esclavas, fugitivas y rebeldes a la Providencia, están en agitación continua, y no contando con más piloto que su voluntad ciega e inconstante, después de haber sido por largo tiempo juguete de los vientos y de la tempestad, terminan con un lamentable naufragio.»
En efecto, dice Monseñor Gay, «¿qué cosa os turba?» No hablo de la turbación que agita la superficie; pues por poco sensible que uno sea no podrá verse libre de ella; hablo de la turbación que llega al fondo del alma y en ella conmueve las virtudes.
¿A quién atribuir la causa de ello? ¿Son por ventura las órdenes que se os dan o los accidentes que os sobrevienen? No, porque esta cruz que a vosotros os quita la paz, se la deja completa a vuestra hermana. ¿De dónde procede esto?
Es que la voluntad de vuestra hermana se ha abandonado, la vuestra se guarda y hace resistencia. La turbación viene, pues, únicamente de la voluntad propia y de la oposición que ella hace a Dios. Ella es causa de tales agitaciones e inquietudes, pues el abandono las hace imposibles.
Así es, en efecto, pues las almas abandonadas han conseguido fundir su voluntad con la de Dios; y por consiguiente, nada las sobreviene contra sus deseos, nada hiere sus sentimientos, porque nada les acontece que ellas no lo quieran así. «A mi juicio -dice Salviano nadie en el mundo es más feliz que estas almas. Son humilladas, despreciadas, pero es a su gusto, y ellas lo quieren; son pobres, más se complacen en su pobreza: por esto siempre están contentas.»
«Sea lo que fuere lo que acontezca al justo dice el Sabio nada podrá contristarle», ni alterar la paz y serenidad de su espíritu, porque ha puesto su confianza en Dios y de antemano acepta todo cuanto plazca al buen Maestro.
Sin duda, no es esta la paz del cielo, sino la de aquí abajo, pues Dios no quiere sobre la tierra ni paz perfecta, ni felicidad durable; no podemos evitar la tribulación, y la cruz nos seguirá por todas partes.
El Santo Abandono nos enseña la importante ciencia de la vida y el arte de ser Felices en este mundo. Consiste en saber sufrir: ¡saber sufrir!, es decir, sufrir como conviene sufrir todo lo que Dios quiere, mientras Él lo quiere y como Él lo quiere, con espíritu de fe, con amor y confianza. Él nos enseña a reposar en los brazos de la cruz, por consiguiente, en los brazos de Jesús y sobre el corazón de Jesús. Allí se encuentra más que la paz, allí se saborea la alegría.
«No es del todo extraño que esta alegría sea sensible, aunque otras veces, y lo más frecuentemente es que sea tan sólo espiritual.» En todo caso, el santo abandono produce la alegría del alma.
«Bastaría para esto que él asegurara la libertad y que proporcionara la paz; porque, ¿de qué proviene el regocijo sino de ser uno libre y estar tranquilo en la libertad? Por el contrario, sin la libertad y la paz, ¿qué alegría se puede gustar ni aun concebir?» ¿Queréis saber un secreto para estar constantemente alegres? Digo un secreto, porque todos desean la alegría, ¡cuán pocos la encuentran! Ahora bien: el mejor secreto para conseguirla y conservarla, un secreto verdaderamente infalible es el Santo Abandono.
¿Cómo así? Las almas que no son devotas del Santo Abandono tienen todavía muy poca fe, confianza y amor, para gustar la alegría en la tribulación; aquéllas empero que han llegado a la perfecta conformidad tienen una fe viva, una esperanza firme, una caridad generosa. Han aprendido a ver en los menores acontecimientos a su Padre Celestial, al Salvador, al Amigo, al Esposo, al Amado, enteramente ocupado en santificarías. Le han dado sin reserva su confianza y su amor.
¿No es El dueño soberano de los acontecimientos? Al combinarlos, ¿podrá olvidar su carácter de Padre y Salvador? Todo será, pues, para bien de su alma, con tal que ellas le permanezcan filialmente sumisas. ¿Cómo no han de estar alegres? En los seis días de la creación, Dios contempla las obras de sus manos; las encuentra perfectas y hasta excelentes, y por eso las mira con una alegre satisfacción.
«De igual manera resulta en el alma que a Dios se abandona, no sé qué efusión de esta alegría divina, porque el fondo de su abandono es precisamente la aprobación amorosa que ella da de todo lo que hace y quiere, y la complacencia que ella experimenta en todo cuanto Dios dispone.»
«Esta es la causa de aquella paz y alegría perpetua con que leemos andaban siempre aquellos antiguos santos: un San Antonio, un Santo Domingo, un San Francisco y otros semejantes. Y lo mismo leemos de nuestro bienaventurado Padre Ignacio, y lo vemos ordinariamente en los siervos de Dios. ¿Por ventura carecían de trabajos aquellos santos? ¿No tenían tentaciones y enfermedades como nosotros? ¿No pasaban por ellos varios y diversos sucesos? Si, por cierto, y más dificultosos que por nosotros; porque a los más santos les suele Dios probar y ejercitar más.
Pues, ¿cómo estaban siempre en un mismo ser, con un mismo semblante, con una serenidad y alegría interior y exterior que siempre parece que era pascua para ellos? La causa de esto era lo que vamos diciendo, porque habían llegado a tener una conformidad entera con la voluntad de Dios y puesto todo su gozo en el cumplimiento de ella: y así todo se les convertía en contento. El trabajo, la tentación y la mortificación, todo se les convertía en gozo, porque entendían que aquella era la voluntad de Dios, la cual era todo su contento.» Eran ingeniosos en hallar mil santas razones para justificar a Dios hasta en sus rigores, y para animarse a una confiada y alegre sumisión.
Escuchemos al santo Cura de Ars: «La cruz es quien ha dado la paz al mundo, es ella quien ha de traerla a nuestros corazones. Todas nuestras miserias vienen de que no la amamos. El temor de las cruces es quien las aumenta. Una cruz llevada sencillamente no es ya un sufrimiento.
Nada nos hace tan parecidos a Nuestro Señor como llevar su cruz, y todas las penas son dulces cuando se sufren en unión con Él. ¡Yo no comprendo cómo un cristiano puede odiar la cruz, y sacudirla de sus hombros! ¿No es esto lo mismo que huir de Aquel que ha querido ser clavado en ella y en ella morir por nosotros? Las contradicciones nos ponen al pie de la cruz, y la cruz, a la puerta del cielo. Para llegar, es preciso que seamos pisoteados, vilipendiados, despreciados, triturados. ¡Sufrir! ¿Qué importa? Es cuestión de un momento.
Si nos fuere dado poder pasar ocho días en el cielo, comprenderíamos, sin duda, el precio de este minuto de sufrimiento, no hallaríamos cruz bastante pesada, ni prueba suficientemente amarga. La cruz es el don que Dios hace a sus amigos. Es necesario pedir el amor de las cruces y entonces éstas se nos tomarán dulces.
He hecho la experiencia durante cuatro o cinco años. He sido calumniado, contradecido, atropellado. ¡Vaya si tenía cruces! ¡Casi eran más de las que podía llevar! Púseme a pedir el amor de las cruces, me sentí feliz y me dije: ¡Verdaderamente aquí está la dicha! Jamás se ha de mirar de dónde vienen las cruces, pues vienen de Dios y es siempre Dios quien nos da este medio de probarle nuestro amor. ¡Cuán felices nos consideraremos en el día del juicio por nuestras desdichas, cuán santamente orgullosos estaremos de nuestras humillaciones y qué ricos seremos por nuestros sacrificios!»
Para Gemma Galgani, un día sin sufrimiento era un día perdido. «Días ha habido, decía lamentándose, en que nada he tenido que ofrecer por la tarde a Jesús. ¡Cuán desgraciada era! » En el curso de una prolongada tribulación que aún duraba, como le preguntase Nuestro Señor si había sufrido con resignación: «¡Es tan dulce, le respondió ella, sufrir con Vos!»
«Acabo de recitar el Rosario, escribía una religiosa a su director, para dar gracias a Dios por haberme arrojado en el crisol de los sufrimientos. Esta mañana, después de la Comunión, he entonado el Magnificat. Yo no tengo otro consuelo que sufrir con Jesús y por Jesús, si Él se digna aceptar mis sufrimientos. Sufrir, sufrir siempre, sufrir más, ésta es mi continua oración.»
Minada por la enfermedad, atormentada por la fiebre, Sor Isabel de la Trinidad escribía en sus últimos días: «Se ha abierto para mí el camino del Calvario, y me considero sumamente feliz al andar por él, como esposa al lado del divino Crucificado.
¡ Si supieras qué días tan divinos estoy disfrutando! Yo me debilito y presiento que el divino Maestro no tardará mucho en venir a buscarme. Gusto y experimento desconocidas alegrías. ¡Cuán suaves y dulces son las alegrías del dolor! Sola, en esta pequeña celdita, con Dios sólo y llevando mi cruz con mi amado Maestro, me creo en cierto modo en el cielo; mi dicha crece en proporción de mi sufrimiento. ¡Si supieras el sabor que se encuentra en el fondo del cáliz preparado por el Padre celestial!»
«Desde que no me busco a mí misma - decía Santa Teresa del Niño Jesús - llevo la vida más feliz que se puede imaginar.»
Y de hecho, el sufrimiento había llegado a ser su cielo sobre la tierra; ella le sonreía como nosotros sonreímos a la dicha. «Cuando sufro mucho – decía - cuando me acontecen cosas penosas, en vez de entristecerme, respondo con una sonrisa. Al principio no siempre lo conseguía, mas ahora he llegado a no poder sufrir, porque todo sufrimiento me es dulce.»
«¿Cómo es que estáis tan contenta esta mañana? - Porque he tenido dos pequeñas penas, y nada es capaz de proporcionarme pequeñas alegrías como las pequeñas pruebas.» - «¿Habéis tenido hoy muchas pruebas? - Sí, pero ¡cómo las amo! Yo amo todo lo que Dios me da. Mi corazón está lleno de la voluntad de Jesús.»
VEAMOS AHORA UN DIÁLOGO DE UN TEÓLOGO Y UN MENDIGO.
Él le Suplicó a Dios durante ocho años le hiciera conocer un hombre que le mostrase el camino de la verdad.
Cierto día en que ardía en este deseo con mayores ansias que nunca, oyó una voz del cielo que le dijo: Sal fuera y dirígete hacia la iglesia, y encontrarás al hombre que te enseñará el camino de la verdad. Sale, pues, y halla a un mendigo con los pies lastimados, desnudos y cubiertos de lodo, llevando sobre sí tan pobres vestidos que no valían tres óbolos.
-Saludóle diciendo: Dios os conceda un buen día.
-Respondióle el mendigo: no recuerdo haber tenido un día malo.
-Dios os haga dichoso, continuó el Maestro.
-Nunca he sido desgraciado, - continuó el pobre.
-Dios os bendiga, repuso el teólogo: más explicaos, porque no entiendo lo que decís.
-Con mucho gusto lo haré, dijo el pobre.
Me habéis deseado un buen día, y os he respondido que no recuerdo haber tenido jamás uno malo. En efecto, cuando el hambre me atormenta, alabo a Dios; si sufro frío, si graniza, si nieva o llueve, lo mismo en buen que en mal tiempo alabo a Dios; cuando padezco necesidad, en los reveses y los desprecios, alabo también a Dios; de donde resulta que no hay día malo para mí.
Me habéis deseado además una vida feliz y dichosa, yo os he respondido que nunca he sido desgraciado, y esto es verdad, porque he aprendido a vivir con Dios y estoy persuadido de que todo cuando Él hace no puede ser sino muy bueno.
De ahí que todo cuanto de Dios recibo, y permite me venga de otra parte, prosperidad o adversidad, dulzura o amargura, lo miro como una verdadera fortuna, y lo acepto de su mano con alegría. Por lo demás, estoy del todo decidido a no aficionarme sino a la voluntad de Dios y tan fundida tengo mi voluntad en la suya, que todo cuanto Él quiere, lo quiero yo también. En consecuencia, jamás he sido desgraciado.
-Mas, decidme, ¿qué haríais si Dios os quisiere arrojar al fondo del abismo?
-¿Arrojarme al fondo del abismo? Si Dios llegare a ese extremo, tengo dos brazos para abrazarme a Él fuertemente: con el izquierdo, que es la verdadera humildad, tomaría su santísima Humanidad y a ella me abrazaría; con el derecho que es el amor, me asiría a su Divinidad y la tendría estrechamente apretada, de suerte que si Él me quisiera precipitar en el infierno, sería preciso que Él viniese conmigo, y por mi parte, más querría estar en el infierno con Él que en el cielo sin Él.
Con esto entendió el teólogo que la verdadera resignación unida a una profunda humildad es el camino más corto para ir a Dios.
-¿De dónde procedéis? dijo aún el teólogo.
-Vengo de Dios.
-¿En dónde lo hallasteis?
-Le hallé donde dejé a todas las criaturas.
-¿En dónde tiene Él su morada?
-En los corazones puros y en los hombres de buena voluntad.
-¿Y quién sois vos?
-Yo soy rey.
-¿En dónde está vuestro reino?
-Está en mi alma, porque he aprendido a gobernar mis sentidos interiores y exteriores, de suerte que todos los afectos y todas las potencias de mi alma estén sujetos; y este reino vale, sin que nadie pueda dudarlo, más que todos los de la tierra.
-¿De qué modo habéis llegado a esta sublime perfección?
-Con el silencio, profundas meditaciones, y la unión con Dios. Yo no he podido hallar reposo en nada que no sea Él; y al presente he hallado a mi Dios, y en Él disfruto de un perfecto reposo y de una paz inalterable.»
«Tal fue la conversación de Taulero con el mendigo, quien por la entera conformidad de su voluntad con la de Dios, era más rico en su pobreza que los monarcas, y más dichoso en sus sufrimientos que aquellos para cuya felicidad aportan su concurso los elementos y la naturaleza entera.»
Publicado por Wilson f.
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