lunes, 17 de septiembre de 2012

UN TOQUE DE GRACIA


UN TOQUE DE GRACIA (I)

Año de nuestro Señor de 1350. Ando vagabundo entre bosques y valles cercanos al pirineo central… solitario, silencioso y amargado. Mi nombre es John Schneider, tengo la lepra y esta es mi historia.

Provengo de Flandes dónde he sido comerciante de telas. Mi vida y mi mente siempre han estado dominadas por el sentido del tacto, un sentido innato y desarrollado a lo largo de los años hasta la excelencia: sedas chinas, lanas castellanas, linos persas… Los tejidos son como la piel, los hay de distintos colores, texturas y olores. Delicados como el terciopelo, ligeros como las gasas y brillantes como el satén. Y las pieles son como las personas: ásperas, gráciles, fuertes… soy amante de las texturas, de las personas y de la vida, por eso peregrino amargado en mi soledad y mi insensibilidad. La primera vez que intuí que la lepra cabalgaba en mi cuerpo fue cuando no pude distinguir las diferentes calidades de una seda de Damasco. Observé las ronchas de mis manos y las yemas de mis dedos rojizas e insensibles y comprendí que mi vida estaba acabada. Durante unos meses pude mantener oculto mi mal, pero todo se precipitó cuando mi mujer y mis hijos tuvieron los primeros síntomas. Hasta entonces disimulaba solicitando su ayuda para detectar defectos o valorar texturas, pero en ese momento nuestro negocio y nuestra vida estaban sentenciados. Lo primero que pensé es que Dios me castigaba al haberle ofendido por mi amor al dinero y al placer y por mis constantes devaneos con mujerzuelas, pero ¿cómo podía sospechar el peligro, si hasta el mismo Papa era sabido que amaba las riquezas y tenía líos de faldas? Confesé mis pecados, hice penitencias y sacrificios pero nada me consoló. La sombra de la ruina avanzaba inexorable, cerramos el negocio e ingresamos en una leprosería a las afueras de Gante. Realizamos todo el ritual: la última misa como miembros de la sociedad, la entrega del burdo hábito parduzco, la escudilla y el bastón, y la famosa sentencia “mueres para el mundo, naces para Dios”. Y así cerraron las puertas tras nosotros, materializándose la expresión “muertos en vida”.

Por aquel entonces me preguntaba si sería posible que mis desgracias aumentaran… y obtuve rápida respuesta.

Síntomas de una nueva enfermedad aparecieron por doquier. Ganglios en las ingles y axilas, dificultades para respirar, vómitos y mareos se llevaban a las personas en apenas ocho días. La peste arrasaba el mundo conocido. Mi mujer y mis hijos fueron de los primeros en caer víctimas de la muerte negra. El sufrimiento colapsaba mi alma mientras veía arder sus cadáveres. La guerra entre ingleses y franceses, el hambre, la enfermedad… el mundo que yo había conocido y amado se derrumbaba sin remedio y yo con él. Días oscuros, tristes y malolientes se sucedían uno tras otro. Había tocado fondo y ya no podía empeorar más mi situación… ¿o sí?

Comenzó la caza de judíos a los que se hacían responsables de la epidemia de peste. Yo soy cristiano, de padres cristianos, de abuelos cristianos, pero descendiendo de judíos y mi apellido podía dar lugar a confusión. Así que decidí huir en busca de amparo hacia Avignon, en cuyas tierras, el Papa Clemente VI ofrece protección a los judíos.

Huyendo de la guerra, de la peste y de la superstición, me encuentro ahora en estas tierras solitarias, frías y llenas de grutas. En una de ellas me dispongo a pasar la noche, cerca de un río a escasas millas de una aldea que apenas diviso por la falta de luz. Refresco mi deformado rostro con agua del río y tomo un poco de pan duro mientras recuerdo el pasaje de la Biblia que dice: “Que se siente solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizá haya esperanza”. Con la derrota en el alma y el cuerpo roto me quedo dormido con la cabeza sobre una dura roca…

TENGO UN SUEÑO.

Veo a mi familia junto a un grupo de gente inmenso que entran cantando por unas grandes puertas de oro de un enorme palacio. La alegría es inmensa y todo el mundo irradia una gran felicidad. Los cánticos y trompetas inundan el espacio mientras mis hijos y mi esposa, me miran desde el umbral de las puertas, como si se despidieran contentos. Experimento una leve ansiedad por acercarme a ellos y entrar a su lado, pero una mano suave y calurosa sobre mi hombro me lo impide. Me giro y compruebo que es una hermosa dama resplandeciente que cogiendo mi sano rostro entre sus manos, me sonríe y sin mover los labios me dice:

— Todavía no, hijito mío.

El piar de un ave me despierta y me quedo inmóvil mirando el techo de la gruta. Los primeros rayos de sol iluminan la roca húmeda. Me siento bien. Tengo una vívida sensación de estar en presencia de los cielos. Sé que he soñado, pero no ha sido un sueño cualquiera. Algo ha cambiado en mí. Me siento descansado y ligero, como si hubiera volado un peso de mi espalda. No me duele nada a pesar de mi enfermedad. Me incorporo y salgo al exterior a lavarme la cara en el río. Tomo unas migas de pan para desayunar y me doy cuenta de que comprendo muchas cosas. Sin duda he soñado con lo sagrado y hay en mi interior una certeza de la existencia del reino de los cielos.

Y comprendo.

Comprendo que toda está bien, que he vivido toda mi vida en una religión de superstición y miedo. Comprendo que la fe es un Don del cielo y no se compra ni se vende como estoy acostumbrado en mi negocio. Solo se puede pedir y desear.

Comprendo que se trata de amar… de saber amar aquello que se debe amar. Resuena en mi mente aquel pasaje del evangelio: ”Donde está corazón está tu tesoro”, y comprendo que mi interés, mi atención, ha estado siempre en mí mismo y todo cuanto he poseído lo he tratado de una forma egoísta y vanidosa.

Comprendo que he vivido apegado y apoyado en mil cosas y personas y que mi frustración y mi pena nacen de haberlas perdido, mientras que debería dar gracias al cielo por haber disfrutado de ellas. Comprendo que debo decir adiós, debo despedirme y dejarlas ir. Quiero mirar hacia delante, porque reconozco que los cielos me contemplan, me perdonan y me consuelan. Necesito decir adiós a la culpa, a la tristeza y a la soledad que provocan mis afanes. Y completo el pasaje bíblico que anoche me venía a la cabeza: “Porque no desecha para siempre a los humanos el Señor: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor”

Tengo una nueva oportunidad. Se abre ante mí una nueva etapa fiado y apoyado en solo Dios… sin más seguridades.

Debo proseguir mi camino hacia el este, hacia la corte papal de Avignon, mi viaje no ha acabado y debo desentrañar lo que Dios tiene dispuesto para mí. Rezo una oración pidiendo fortaleza para cumplir con mi destino y doy gracias por comprender que tengo uno, que mi vida no es un drama absurdo sin sentido. Entro en la aldea que apenas advertí anoche a la vuelta de la gruta, pediré algo de comer, me confesaré y comulgaré sin miedo a lo que pueda ocurrir.

Y doy gracias al cielo por ser un poco más libre que ayer, por haber sido tocado por la divinidad, mientras leo el nombre de la aldea en un desvencijado cartel: “Village de Lourdes”

“Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5)


UN TOQUE DE GRACIA (Y II)

Año de nuestro Señor de 1350. Mi nombre es John Schneider, soy un leproso natural de Flandes camino de Avignon y tengo una misión del cielo que cumplir: Hablar con el Papa.

He vivido toda la vida luchando por mi supervivencia y la de los míos, intentando satisfacer mis ambiciones y vanidades y después de perderlo todo he comprendido que he malgastado mis fuerzas en naderías y seguridades vanas. El Señor me ha llevado a la soledad y a la vulnerabilidad para poder entablar conmigo un diálogo, para poder ser escuchado. He perdido mi negocio de telas y mi posición social, la peste se llevó a mi familia y a cambio tengo una lepra cabalgando por mi rostro y mis manos, pero por una vez en mi vida… soy libre. Soy libre de mis anhelos y mis vicios, de mis miedos y mis apegos. Soy libre de todo un sistema de seguridades creados por mí para evitar la inquietud y el miedo y que me habían terminado esclavizando.

Me he ganado la vida tocando telas y tejidos, me he proporcionado placer palpando suaves pieles femeninas y me he procurado seguridad acariciando el metal de las monedas, pero hace unos tres meses fui tocado por la Gracia y comprendí lo lejos que he vivido de Dios. La insensibilidad que la lepra produce en mi piel se ha tornado en sensibilidad interior y desde entonces se me ha ido revelando una serie de conocimientos y he comprendido lo alto y lo ancho de muchas cosas divinas. Pero una cosa se me ha pedido con especial interés: transmitir al Papa Clemente VI un mensaje del cielo. Es prodigioso comprobar cómo mi destino estaba ya designado mucho antes de iniciar mi huida de mis queridas tierras flamencas. Escapé hacia el sur buscando la protección del Papa, huyendo de los violentos que hacían responsables a los judíos de la peste porque aunque soy cristiano, desciendo de judíos. He descubierto que la providencia divina tenía dispuesta la dirección de mis pasos aunque el sentido de ellos fueran revelados más tarde. Desde entonces lucho en mi interior por adivinar cuál es el contenido de la misiva y cómo tiene dispuesto el Dios todopoderoso que yo, un ser insignificante y enfermo, pueda tener tan solo unos instantes de audiencia con su santidad. En mi cabeza resuena el momento de la anunciación: “Por qué nada hay imposible para Dios”. Estoy interiormente preparado, solo tengo que ser muy dócil a la inspiración divina para ser llevado al sitio exacto en el momento adecuado y decir lo que me fuere mandado, “porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir”. Me siento como San Pablo: “Mirad que ahora yo, encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones. Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios”…

El paraíso terrenal de Avignon dónde la naturaleza exuberante y la fragancia amable son bañadas por la aguas del Ródano, abre sus puertas a mi destino y me uno a un grupo de leprosos que procesionan por las afueras de la ciudad mendigando y pidiendo limosna. Hacen sonar la carraca y gritan alertando de su presencia. En estos días inciertos el pánico a la enfermedad atenaza las almas, pero no tanto a la lepra como a la mortal epidemia de peste. La gente nos mira con temor y a distancia alguien nos deja unas monedas en el suelo con una mezcla de piedad y superstición, mientras yo observo a lo lejos el palacio papal… mi destino. No sé cuánto me queda de vida, pero emplearé hasta el último hálito de ella para llevar a cabo el divino encargo. He sido ganado para los cielos y por ellos combatiré…

Llevo tres días saliendo con mis compañeros a pedir limosna por las calles de la ciudad. No sé cómo pero estoy convencido de estar haciendo la voluntad de Dios. El palacio Papal y mi misión parecen tan lejanos e imposibles como el primer día. Sin embargo cuando por las noches me acuesto, hago mis oraciones y medito sobre las realidades celestiales, me veo como un Josué saliendo con ceremonial portando el arca de la alianza y tocando las trompetas durante siete días alrededor de las murallas de Jericó, sabiendo que la victoria es del Señor por encima de lógicas y potencias humanas. Esta visión de las cosas calma y sosiega mis dudas y desconfianzas y duermo tranquilo esperando al día siguiente hasta que al séptimo día se derrumben todas las resistencias…

Me levanto emocionado. Es el séptimo día y hoy es posible que llegue a término mi misión. No sé nada, no entiendo nada, sólo sé que estoy en lugar adecuado, en el momento elegido y haciendo la voluntad de Dios. Me preparo tras comer algo, para la salida de hoy. Oro al Señor y me uno a mis compañeros. La carraca suena, los gritos penitentes, la mirada de pavor de las gentes… nada inusual que me indique algún cambio al que estar atento.

De repente se oyen gritos en el interior de la ciudad y miro al cielo dónde una inmensa nube de humo tapa el sol. Sin pensar salgo corriendo en la probable dirección del fuego, sorteando caras confusas y brazos porteando cubos de agua. Nadie repara en mi atuendo de leproso y me escabullo entre la multitud. Cuando llego al centro de la tragedia, una casa arde ya sin remisión mientras todos se afanan en que las llamas no alcancen a las viviendas colindantes. Una mujer grita desesperada:

— ¡Mi hija! ¡Está dentro, sacadla!

Nadie se mueve y se miran sabiendo que no tiene salvación posible. Es mi oportunidad. Sé que lo es. Me lanzo al interior. Las llamas me abrasan la piel, pero gracias a la lepra apenas noto un leve calor. Mi enfermedad, mi castigo, mi cruz, se ha convertido en un don del Señor. Rápidamente encuentro a la muchacha tendida en el suelo, desmayada por el humo pero intacta. La recojo entre mis brazos y corro buscando la salida entre las llamas y las vigas de madera que caen por doquier…

Despierto en una estancia de paredes blancas y altas, rodeado de palanganas, frascos y toallas. Observo que las toallas son de suave franela y comprendo que estoy en casa de alguien importante.

— ¿Cómo os llamáis?

La cara bonachona de un anciano monje se ha acercado y me ha preguntado con cuidado. Apenas puedo articular palabra y me doy cuenta de que estoy muy mal.

—- John Sch…neider… de Flandes.

El monje hace una mueca de piedad y comprensión.

— Bien John Schneider de Flandes… estáis agonizando. Tenéis todo el cuerpo abrasado. No sé cuánto vais a durar, así que será mejor que confeséis vuestros pecados y os pongáis en paz con Dios antes de partir.

A penas puedo mover una mano, pero acierto a interrumpirle:

— La dama… ¿está viva?

Sonríe:

— Sí. Solo tiene un rasguño en la frente. Está perfectamente… gracias a vos. Le habéis salvado la vida a cambio de la vuestra, — hace una pausa para tragar saliva como si le emocionara continuar — ella no es una mujer cualquiera. Es amiga personal de su santidad. Estáis en las dependencias de palacio y su santidad está aquí para expresaros su gratitud y dispensaros los últimos óleos.

¡Vaya! Una vez más, la providencia del Señor. ¡Qué ironía! Al final voy a poder cumplir mi misión. Toda la vida buscándome a mí mismo, envuelto en ambiciones y lujurias y cuando Dios se apiada de mi alma y me rescata para sus filas, muero entregando la vida por salvar del fuego a la amante del Papa.

El monje se aparta y aparece la figura de Clemente VI. Una tez cuidada y sana y unas manos suaves como el terciopelo.

— ¡No le toquéis! —El monje ha estallado en un gemido de pánico al ver que su santidad acercaba sus dedos a mi frente para bendecirme— No olvidéis que es un leproso.

El Papa le mira con desaprobación y me toca signándome con la señal de la Santa Cruz y me susurra:

— Hijo mío, dime tus pecados.

— Su santidad…—respondo con un hilo de voz— tengo un mensaje para vos… del cielo.

Su cara expresa cierta sorpresa. Supone que estoy delirando y asiente levemente con dulzura.

— El Dios del cielo me envía para advertiros. La guerra durará cien años pero el tiempo de vos está determinado no más allá de dos. Convertíos y disponed vuestra alma que aún estáis a tiempo… Lavaos, purificaos y renunciad a vuestras vanidades y ambiciones. Sois el heraldo de Dios en la tierra y vuestra responsabilidad es mayor. Retornad la santa sede a Roma y no tendréis nada que temer el día del juicio…

No puedo seguir, supongo que porque nada más quiere Dios comunicar. Comprendo ahora que mi última cruz, mi última purificación no tiene que ver con castigos y deudas con el todopoderoso. Comprendo sin embargo que había de pasar por el fuego para sofocar los últimos vestigios de mi amor propio, para limpiar mi voz de cualquier fuerza o seguridad propias que aún anidaban secretamente en mi corazón y hacer así mi mensaje creíble. Gracias a mi moribunda situación mi voz ha sonado poderosa y libre de juicios, apegos e intereses, como un urgente y amoroso reclamo del cielo. Recuerdo las palabras del Cristo Resucitado a Pablo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”. La cara del santo Padre ha mudado de color. De repente aparenta un siglo de vida. Para disimular la impresión de las palabras que ha oído me dispensa la absolución y se dispone a administrarme la extremaunción pero yo ya no lo oigo, ni le veo…

La habitación se llena de luz y de voces alegres que vienen a buscarme. Yo me siento mucho mejor y me incorporo para ver más claramente quién se acerca. Entre el Papa y sus domésticos se cuelan juguetones ángeles que me saludan y miran a lo lejos. Allí centro mi mirada adivinando las figuras de mi amada esposa y mis hijos.

Estoy agradecido al todopoderoso por haberme concedido este tiempo en la vida terrenal al servicio del rey de los cielos. Estoy agradecido por los dones recibidos, especialmente por el sentido del tacto que tanta satisfacción me ha producido en mi vida sensible y que tantos frutos me ha proporcionado en mi vida espiritual. Estoy agradecido porque he sido… tocado por la Gracia Divina.

Por fin puedo descansar en Paz.

“Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios” (Ef 2, 8)

“Pues a vosotros se os ha concedido la gracia de que por Cristo... no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él” (Fl1, 29)

“Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna” (Hb 4, 16)

“El Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará” (IPe 5, 10)

Juan Miguel Carrasquilla

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