Aquí está el secreto de la transmisión de la fe, de la nueva evangelización: sin la oración, no hay nada que hacer; sin la oración no hay «amigos fuertes de Dios», que hablen de Dios con palabras fuertes, vivas, atrayentes, audibles, sonoras.
Sin la oración, no hay nada que hacer; sin la oración no hay «amigos fuertes de Dios», que hablen de Dios con palabras fuertes, vivas, atrayentes, audibles
Nos encontramos casi en los umbrales de la apertura del «Año de la Fe» y del Sínodo universal de los Obispos, que se iniciará con la Santa Misa, presidida por el Papa, en la que proclamará doctores de la Iglesia universal a Santa Hildegarda y a nuestro San Juan de Ávila, que tanto influyó benéficamente en la gran renovación de la Iglesia en el siglo XVI y de la sociedad. Con la mirada en ese «Año de la Fe», de tanta alta significación y de tal trascendencia si lo aprovechamos y «no pasamos» de él y de cuanto reclama de los católicos, con la misma mirada y el corazón, lleno de nuevo ardor, puesto en la urgencia de una nueva y decidida evangelización, con el testimonio delante de una santa contemplativa y de un santo evangelizador, «amigos fuertes de Dios», como preparación ante esos eventos tan alentadores, en esta página semanal vuelvo otra vez, de nuevo, mi mirada a Santa Teresa de Jesús, que tuvo tan cerca y recibió tanto del mismo San Juan de Ávila. Santa Teresa, podría ser símbolo hoy de lo que está presente en el «Año de la Fe», y de lo que pide el Sínodo de los Obispos sobre la «transmisión de la fe» con una nueva evangelización.
El resplandor de la luz teresiana ilumina en estos momentos lo que Dios pide en este «Año de la Fe» y con este nuevo Sínodo universal de los Obispos. «Amigos fuertes de Dios», que viven el encuentro con el Señor, y viven de ese encuentro, que eso es la fe; y que se sienten urgidos por el amor del encuentro con El, a invitar a los demás, con nuevo ardor, a que se acerquen y vivan este gozoso encuentro de amor, que eso es la evangelización; en tiempos en los que se vive de espaldas a Dios en el olvido de Él o contra Él, y se anda disperso como sin pastor y sin norte. La renovación de la fe, la reforma del mundo y de las gentes que formamos la Iglesia por una renovada amistad con Dios, por la fe; y la transmisión de esa fe para que florezca una humanidad nueva que aprende y vive al verdadero «arte de vivir», que no es otro que la amistad con Dios: todo ello reclama «una reforma» interior y profunda por la fe y el Evangelio. Teresa escribe: «Precia más ‘nuestro Señor’ un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer». Ante el olvido de Dios, la Santa Doctora alienta comunidades orantes, que arropen con su fervor a los que proclaman por doquier el nombre de Cristo, que supliquen por las necesidades de la Iglesia, que lleven al corazón del Salvador el clamor de todos los pueblos.
También, hoy, como en el siglo XVI, y entre rápidas transformaciones, es preciso que la plegaria confiada sea el alma del apostolado, para que resuene con meridiana claridad y pujante dinamismo el mensaje redentor de Jesucristo. Es apremiante que la Palabra de vida vibre en las almas de forma armoniosa, con notas sonoras y atrayentes. Aquí está el secreto de la transmisión de la fe, de la nueva evangelización: sin la oración, no hay nada que hacer; sin la oración no hay «amigos fuertes de Dios», que hablen de Dios con palabras fuertes, vivas, atrayentes, audibles, sonoras. Sin la oración no hay fe en Dios, ni se puede mantener por largo tiempo esa fe en Dios, sin la oración no puede vivirse ni alimentarse el encuentro y la experiencia de Dios en el centro de todo, sin la oración, que es contemplación del rostro y de las hazañas o maravillas de Dios y de su obra y es alabanza y acción de gracias por su infinita misericordia no se podrá comunicar a otros esta misericordia ni el gozo desbordante que canta esta misericordia y le da gloria a Dios sin cesar. Teresa de Jesús, maestra de oración, contemplativa por excelencia, persona entregada a la gloria de Dios en ofrenda permanente y total de sí, inseparable de la plegaria y de la alabanza, es testigo de Dios vivo y de su amor misericordioso. Ella es mensajera de esperanza y evangelizadora de Dios, rico en piedad y misericordia. Ella es expresión del hombre sediento de Dios, manifestación del alma humana, de toda alma humana, que «no se contenta con menos que Dios». Quien sigue el «camino de perfección» de Santa Teresa, que no es otro que el de la oración como ella enseña, conoce a Dios y lo que Dios quiere, su voluntad está unida a la de Dios, a lo que Dios quiere, al amor que es lo que transforma todo y renueva todo. Quien no ora no conoce a Dios ni entra en su voluntad; quien deja la oración deja de estar su propia voluntad conforme con la de Dios.
Cuando oramos de verdad, cuando vivimos una auténtica e intensa vida de oración, por el contrario, nuestra voluntad «está tan conforme con la de Dios, que ninguna otra cosa entendamos que quiere Dios, que no la queramos con toda nuestra voluntad»: Esto es lo que más viva y profundamente puede cambiar el mundo, porque hacer la voluntad de Dios, lo que Dios quiere, lo que, en definitiva, vemos en Jesús, es implantar el designio de Dios que siempre es de amor, de misericordia, de consuelo, de alegría, de bienaventuranza y dicha, de eternidad y de cielo, de victoria sobre el mal, el pecado y la muerte, en favor del hombre. En todo, particularmente en ese «camino de perfección», el de la oración, santa Teresa es «un testigo impresionante de Dios, que rompe su silencio junto a nosotros sus pobres y oscuros hermanos. Dios no ha muerto. Dios es el Amor. Teresa lo ‘ha visto’, le ha ‘oído’, le ha ‘sentido’, vive conscientemente en su llama, a ella ‘se le ha llenado el alma de sol’». (Baldomero Jiménez Duque). A eso, con la gracia de Dios, conducirá el «Año de la Fe», y el Sínodo sobre la nueva evangelización.
© La Razón
Cardenal Antonio Cañizares
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