martes, 25 de septiembre de 2012

EL ANACORETA Y "LAS MALAS COMPAÑÍAS"

 

El Anacoreta se sintió sorprendido. Desde que había abandonado la cueva en el desierto, nunca lo había llamado el Obispo a su palacio episcopal. Era curioso, pero lo que hacía en el desierto parecía llegar con más rapidez a los oídos episcopales, que lo que hacía en la ciudad, a poca distancia de su palacio.

Lo recibió con cara adusta y le dijo:

- Estoy muy disgustado. Desde que estás en la ciudad llegan a mis oídos que vas con personas de mala reputación, ateas, agnósticas y poco amigas de la Iglesia. Te rodeas de malas compañías.

El anciano miró la silla que se encontraba ante el escritorio episcopal, pero no se sentó porque no había sido invitado a hacerlo. Sonrió pícaramente y dijo:

- ¿Malas compañías? Desde que estoy en la ciudad me relaciono con aquellos que se me acercan. Me relaciono con hijos de Dios. ¿Buenos? ¿Malos? ¿Ateos? ¿Creyentes? No pienso en ello cuando se me acercan. Esos calificativos son producto de nuestro juicio. Esas personas son "ellas". Los calificativos se los añadimos nosotros según nuestras conveniencias. Si se parecen a nosotros, si nos son útiles, si son una amenaza o nos son poco gratos, los calificamos de buenos o malos...

Lo interrumpió el Obispo carraspeando y dijo:

- Se le ha visto con homosexuales, con colectivos que critican a la Iglesia, con gente de izquierdas... ¿Eso no son malas compañías?

Guardó el Anacoreta un momento de silencio interrumpido por la campana de la catedral tocando los cuartos. Entonces respondió:

- A Jesús, los fariseos preguntaron a los discípulos por qué Jesús comía con publicanos y pecadores, las malas compañías de hoy. No es que yo quiera ponerme a su altura, pero como discípulo suyo quiero parecerme a Él. Y Él nos enseñó que el Buen Pastor busca a las ovejas. No está sentado tras un escritorio esperando que vengan. Si juzgamos a una persona como mala la alejamos, no la acercamos. Ya la hemos perdido. Si miramos a las personas con la lente del juicio, nos rodearemos de los que nos adulan, de los que piensan como nosotros y perderemos para siempre a todas las otras personas tanto o más valiosas que las que nos rodean habitualmente.

El Obispo se quedó pensativo, y antes de que pudiera responder, el Anacoreta concluyó:

- No tenga miedo en salir de su palacio. No rehúya las personas que le parecen malas. Se llevará sorpresas y, además, seguirá el camino de aquel a quien representa, que comía y bebía con publicanos y pecadores.

Y el Obispo dio la audiencia por acabada.

Nota: Aquella noche, en una reunión de homosexuales cristianos, apareció un nuevo contertulio con una larga barba y una abundante melena. Todos lo miraron extrañados. Lo conocían y nadie sabía de qué. El Anacoreta sonreía pícaramente, reconociendo al Obispo disfrazado. Porque, en realidad, aquel Obispo era una buena persona...

Joan Josep Tamburini

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