11 de septiembre. Asistimos al rito anual de visionar los reportajes habituales sobre el hecho. Vemos otro documental en nuestro sillón, como si de una tragedia griega se tratase. Resulta conmovedor ver, por milésima vez, el momento que marcó el comienzo de una nueva época. Recordar las lágrimas que derramamos ante la pantalla. Ese día, en la parroquia, celebré misa de difuntos con casulla negra. Todo el mundo lo entendió. Todos los presentes habían sido atacados. Era un ataque contra Occidente. Una agresión perfecta contra la Civilización. Aquello trascendía nacionalidades o ideas políticas, era el Caos tratando de abrirse paso a través del Orden.
El río del tiempo es invisible. La caída de las torres constituye un mojón plantado en mitad de ese río. Un cambio de época. En pocos minutos, habíamos cambiado de época.
El islamismo radical, la crisis económica, los tumultos de Londres, China como agujero negro, la perspectiva de una futura tormenta económica perfecta. Una nueva época.
El mundo de nuestra infancia y juventud, estable, predecible, protector, se disgregaba paso a paso. En diez años, el mundo cambiaría notablemente. En un decenio, ya no protestaríamos contra tal o cual pequeña medida recortes laborales. No protestaríamos por menudencias, cuando hasta el más obtuso se daba cuenta de que el entero Titanic se estaba escorando hacia un lado. En nuestro andar por cubierta, sin rumbo, veíamos pequeños grupos protestando por algunos cambios en el menú, o a un anciano enfadado por una falsa nota de la orquesta. Esos detalles de inconsciencia resulta, incluso, interesantes en un barco en el que penetraban cientos de litros de agua por minuto.
Aquel 11 de septiembre no nos dimos cuenta. Pero esas dos torres aparentemente inconmovibles, fueron el iceberg contra el que colisionó Occidente. Todos los elementos sueltos, desde China a los indignados de la Plaza del Sol, pasaban a formar parte de una concatenación de hechos cuyas causas eran teológicas. La Teología estaba detrás de lo económico, lo político y lo geoestratégico. La antigua Cristiandad había abandonado a Dios, y la bendición del Omnipotente se había retirado.
Yo no soy un profeta, sólo miro al cielo y distingo el avanzar de las nubes, su dirección, su altura y su color. No soy un profeta, sólo leo los signos de los tiempos. Y los hechos de nuestro tiempo forman una serie de causas y efectos centenares de veces anunciadas en las encíclicas de los Papas. Nos hemos acostumbrado demasiado a la iniquidad que nos rodea. La tormenta pronto romperá.
Esto que viene no será el Apocalipsis, no es el fin del mundo, pero sí la cosecha de las amargas uvas que hemos sembrado desde los años 70. Europa y Estados Unidos podíamos habernos convertido en guías para el resto del mundo. Guías de libertad, democracia, virtud y honestidad. Pero nos hemos pervertido y hemos pervertido a los demás. Ahora en este otoño de Occidente, vemos acercarse las nubes del invierno.
PUBLICADO POR PADRE FORTEA
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