Junto a un grande sentido de nuestra
propia debilidad y tendencia para el mal; en amar a Dios y detestarnos a
nosotros mismos; en humillarnos no solamente delante de El sino, por Su causa,
también delante de los hombres; en renunciar enteramente a nuestra propia
voluntad para hacer la Suya. Consiste, finalmente, en hacer todo solamente por
la gloria de su santo Nombre, con un único propósito - agradarle -, por un sólo
motivo: que El sea amado y servido por todas sus criaturas. (...)
Por eso, es necesario luchar constantemente contra uno mismo y emplear toda la fuerza para arrancar cada inclinación viciosa, incluso las triviales. Consecuentemente, para prepararse al combate la persona debe reunir toda su resolución y coraje. Nadie será premiado con la corona si no hubiere combatido con coraje. (...)
Aquel que tuviese el coraje de conquistar sus pasiones, controlar sus apetitos y rechazar hasta los más mínimos movimientos de su voluntad, practica una acción más meritoria a los ojos de Dios que si, sin eso, rasgase sus carnes con las más agudas disciplinas, ayunase con mayor austeridad que la de los Padres del desierto, o convirtiese multitudes de pecadores (...)
Lo que Dios espera de nosotros, sobretodo, es una seria aplicación en conquistar nuestras pasiones; y eso es más propiamente el cumplimento de nuestro deber que si, con apetito incontrolado, nosotros Le hiciésemos un gran servicio. (...)
Para obtener eso, se debe estar resuelto a una perpetua guerra contra sí mismo, comenzando por armarse de las cuatro armas sin las cuales es imposible obtener la victoria en ese combate espiritual.
Por eso, es necesario luchar constantemente contra uno mismo y emplear toda la fuerza para arrancar cada inclinación viciosa, incluso las triviales. Consecuentemente, para prepararse al combate la persona debe reunir toda su resolución y coraje. Nadie será premiado con la corona si no hubiere combatido con coraje. (...)
Aquel que tuviese el coraje de conquistar sus pasiones, controlar sus apetitos y rechazar hasta los más mínimos movimientos de su voluntad, practica una acción más meritoria a los ojos de Dios que si, sin eso, rasgase sus carnes con las más agudas disciplinas, ayunase con mayor austeridad que la de los Padres del desierto, o convirtiese multitudes de pecadores (...)
Lo que Dios espera de nosotros, sobretodo, es una seria aplicación en conquistar nuestras pasiones; y eso es más propiamente el cumplimento de nuestro deber que si, con apetito incontrolado, nosotros Le hiciésemos un gran servicio. (...)
Para obtener eso, se debe estar resuelto a una perpetua guerra contra sí mismo, comenzando por armarse de las cuatro armas sin las cuales es imposible obtener la victoria en ese combate espiritual.
Esas cuatro armas son: Desconfianza
de sí mismo, Confianza en Dios, apropiado uso de las facultades del cuerpo y
del alma, y el Deber de la Oración".
"Si alguien quiere venir
conmigo, niéguese a si mismo, acepte su cruz de sufrimientos de cada día y
sígame" (Mat. 16,24).
Cristo nos enseña que se triunfa
venciéndose a si mismo y aceptando con paciencia las adversidades.
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