Cuenta
el Padre Raíz Camandulense que cierto joven, cuyo padre había fallecido, fue
enviado por su madre a la Corte de un príncipe. Mas al despedirse de él, la
madre, que era muy devota de María, le hizo prometer que cada día rezaría un
Avemaría, concluyendo con estas palabras: “Virgen bendita, ayúdame en la hora
de la muerte”.
Establecido
ya en la corte, el joven, se hizo dentro de poco tiempo tan disoluto
(libertino) que su amo se vio precisado a despedirlo. Él, entonces desesperado,
no sabiendo cómo subsistir, salió al campo y acabó por convertirse en asaltante
de caminos; pero no por eso dejaba de encomendarse a la Virgen, como se lo
había pedido su madre.
Finalmente
fue apresado por la justicia, y condenado a muerte. Hallándose, pues, en la
cárcel para ser ajusticiado al día siguiente, pensando en su deshonra, en el
dolor de su madre y en la muerte que le aguardaba, lloraba sin consuelo; por lo
que viéndolo el demonio oprimido por tan grande infortunio, se le apareció en
forma de un hermoso joven, y le dijo que lo libraría de la cárcel y de la
muerte, si hacia lo que él le propondría.
Convino
el sentenciado en practicarlo todo. Entonces el fingido joven se descubrió y le
dijo que era el demonio, que había venido a ayudarle. En primer lugar, quería
que renegase de Jesucristo y de los Sacramentos, a lo cual accedió el joven;
pero añadiéndole que renegase de la Virgen María y renunciase a su protección:
“Esto no lo haré jamás”, respondió el joven; y dirigiéndose a María, le repitió
la oración acostumbrada, que su madre le había ensenado: “Virgen bendita,
ayúdame en la hora de la muerte”. A estas palabras desapareció el demonio; pero
el joven quedó afligidisimo por el pecado que había cometido renunciando a
Jesucristo. Mas acudiendo a la Virgen Santísima, Ella le alcanzó un gran dolor
de todos sus pecados; por lo que se confesó con muchas lágrimas y contrición.
Habiendo
salido para ir al patíbulo, vio en el camino una imagen de María; él la saludó
con la acostumbrada oración: “Virgen
bendita, ayúdame en la hora de la muerte”; y la imagen a vista de todos inclinó
la cabeza y le devolvió el saludo. Entonces él, enternecido suplicó que le
permitieran besar los pies de aquella imagen.
Los
ministros lo repugnaban; pero luego condescendieron presionados por el pueblo.
Se inclinó el joven para besar los pies, y María desde aquella imagen extendió
el brazo y él la tomó por la mano, asiéndola tan fuertemente, que no fue
posible arrancarle de allí. Al ver este prodigio, todos los presentes empezaron
a clamar: “Perdón, perdón”, que le fue concedido.
Regresando
él después a su patria, hizo una vida ejemplar, y continuó siendo muy devoto de
María, que le había librado de la muerte temporal y la eterna.
San
Alfonso María de Ligorio – Doctor de la Iglesia
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