miércoles, 4 de julio de 2012

CELOS DEL SEÑOR


Los celos se producen…, por la sospecha o la realidad de haberse mudado hacia otra persona o cosa, el amor que se espera tener de alguien. Los celos son un producto del amor no correspondido o traicionado. Y el Señor es un Dios celoso; sus celos, en verdad no tienen límite. Va Dios tan lejos que no tolera en nuestro corazón no ya el amor a algo de lo por el creado, es que ni siquiera la más insignificante huella de amor propio, al que persigue hasta su aniquilamiento total. El amor de Dios es celoso, no se satisface si se acude a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo a Él, que no guardemos en el corazón recovecos oscuros, a los que no logra llegar el gozo y la alegría de la gracia y de los dones sobrenaturales.

Pero los celos de Dios no son como los nuestros. Él está celoso porque tiene miedo de que en lugar de amarlo a Él, en su Ser desnudo, amemos sus cosas, sus riquezas, sus dones, el gozo que nos brinda, la paz que nos dispensa, la verdad que nos regala. Dios no es solo celoso en su amor, es trágico en su amor. Antes de hacerte suyo, antes de que uno se deje poseer, Él te dilacerará o mejor, encargará a la historia que te dilacere.

Y esto es lo que le pasa al Señor, cuando constata que su amor a nosotros, no es ampliamente correspondido, o no es correspondido no es debidamente, y que cada vez que pecamos le estamos traicionando.

Precisamente la tragedia del Señor, consiste en que no encuentra entre nosotros, personas dispuestas a aceptar sin reparo de ningún género, el amor que Dios quiere volcar en nosotros. Esta fue la gran aportación que Santa Teresa de Lisieux, hizo a la espiritualidad del Carmelo, y en general al mundo de la espiritualidad, poniéndonos de manifiesto el tremendo amor que el Señor quiere derramar sobre sus criaturas, y estas que somos nosotros, menospreciamos este amor.

Ya en el Antiguo testamento, el Señor dejó explicitado a su pueblo elegido, su deseo de entregar el amor que siempre está deseando derramar sobre nosotros, y la traición a este amor que suponía buscar otros dioses o ídolos, para robarle al Señor, el amor que solo a Él le corresponde. Así en el Libro del Éxodo podemos leer: “No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que hay arriba, en el cielo, o abajo, en la tierra, o debajo de la tierra, en las aguas. No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto, porque yo soy el Señor, tu Dios, un Dios celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos, hasta la tercera y cuarta generación, si ellos me aborrecen; y tengo misericordia a lo largo de mil generaciones, si me aman y cumplen mis mandamientos”. (Ex 20,4-6). También en el Deuteronomio, se puede leer: Porque Yahvéh tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso”. (Dt 4,24).

Desde luego que el amor del Señor es un fuego devorador, no hay nada más que leer los Evangelios: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!”. (Lc 12,49-50).

Los celos del Señor, han ido variando en su importancia de acuerdo con nuestras conductas y actitudes, aunque siempre han tenido un factor generador que es nuestra idolatría. Es decir nuestro amor a unos determinados ídolos. Pero estos ídolos, que antiguamente eran iconos que se adoraban como si fuesen dioses, han sido cambiados hoy en día, y pueden ser de muchas clases. Pero aunque hayan variado los celos del Señor, el hecho es que nunca estos han desaparecido ni desaparecido ni desaparecerán.

En la época del A.T. los celos los causaban la adoración a iconos o ídolos construidos por los israelitas. En el año 1.225 más o menos a. C. Moisés subió al monte en el Sinaí, y Dios le dio las tablas de la Ley y: “Entonces habló Yahveh a Moisés, y dijo: ¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado. 8 Bien pronto se han apartado el camino que yo les había prescrito. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: "Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto”. (Ex 32,7). El becerro de oro, fue un típico caso de religiosidad popular. El pueblo se agolpa alrededor de Aarón, el sacerdote, y le pide: Haznos un dios que camine delante de nosotros… Raniero Cantalamessa, exclama: ¡Cuantas veces se repite esta escena en alguna parte de la cristiandad, por ejemplo con la imagen del santo patrono!”.

Antiguamente la idolatría humana revestía otras formas, que ahora sigue existiendo también. Pero hoy en día, podríamos afirmar que pocos de nosotros se hallan en situación de cometer un pecado de idolatría en el sentido literal. La idolatría de hoy en día es mucho más sutil, menos burda, pero más dañina para el alma humana. Hoy se rinde culto al dinero y sobre todo al falso dios de uno mismo. El Señor, ya nos avisó y nos dejó dicho: “Quien quiera salvar su vida la perderá y quien acepte perderla por el Señor, la encontrara”. (Mt 10,35).

Cualquier cosa que coloquemos por delante de nuestro amor al Señor, sea nuestro ego, las riquezas, los negocios, el éxito social, el placer mundano o el bienestar físico, se convierte para nosotros en un dios si los colocamos delante de nuestros deberes para con Dios. Estamos así frente a un pecado de idolatría. Todos sabemos que directa o indirectamente utilizando la mano de obra humana, todo ha sido hecho por Dios, por lo que resulta que todo, absolutamente todo lo que vemos, lo que nos rodea, cualquier que sea su belleza, o su utilidad es siempre inferior a su Creador y tal como nos dice San Agustín: “Pudiendo llegar a poseer al que todo lo hizo, ¿porque nos emperramos en poseer algo inferior?, como son cualesquiera de sus creaciones”.

Para los ángeles que nos contemplan, les resulta sorprendente, esa ansia de posesión material que nos domina, menospreciando los bienes de carácter espiritual, que tan fácilmente tenemos a nuestra disposición. A medio tonto que seamos, nos damos cuenta y somos conscientes, de que cuando lleguemos ante el Señor, nunca vamos a poder alegar como mérito, la cuantía de los bienes materiales, que aquí abajo hayamos conseguido. No podremos enorgullecernos y decirles al Señor: Es que llegue a ser el más rico del cementerio.

Solo el haber amado a Dios nos podrá salvar. Nos podrá salvar, el que en ningún momento, Dios haya sentido celos o se haya sentido traicionado en nuestro amor a Él.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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