Esto es
santidad donde sea que nos encontremos, en el estado que estemos.
“No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13)
Son pocos los llamados a dar la vida por su prójimo, pero todos podemos dejar nuestras reacciones, dominar nuestras debilidades, dejar nuestro egoísmo y aceptar a nuestro prójimo como es y en ese momento – Esto es muerte espiritual. Esto es Santidad.
"Jesús no siempre le agradó la manera de comportarse de sus Apóstoles, pero adaptándose a sus temperamentos, orando a Su Padre por ellos, dándoles un santo ejemplo de conducta, así los amó y ese amor los cambió."
Es gracia lo que te sucede en cada momento – ¿cómo la aprovecharás – a favor o en contra tuya?
En todo lo que sucede Bueno o Malo, Jesús nos llama a la Santidad.
“..Toda rama que dé fruto Él la poda para que dé aun más fruto”
En todo lo que sucede, Jesús nos llama a la santidad.
Leemos en los Evangelios que Jesús se vació a sí mismo cuando bajó del cielo para habitar entre nosotros. Nos damos cuenta que la Palabra Eterna se hizo carne y se humilló tomando sobre sí nuestra existencia en pecado, sin tener Él pecado alguno.
Sabemos que parte de su humillación fue dejar algo y Alguien grande para rebajarse a vivir entre cosas y seres inferiores. Pero ¿fue esto todo? Si así fuera ninguno de nosotros podría vaciar su propio ser, porque uno no puede pasar de algo grande a algo inferior.
Sencillamente, nuestro problema consiste en cómo es que uno crece en el Espíritu de Jesús – se le asemeja –, piensa como Él, ve el momento presente como lo ve Él y vacía su ser de sí mismo. El asumió nuestra naturaleza humana para que pudiéramos convertirnos en hijos del Padre.
Desde que nosotros hemos de ser santos en cualquier estado de nuestra vida – donde sea que estemos – sean cuales sean nuestros talentos, - es necesario que entremos en profundidad en el mandamiento nuevo para ver la respuesta a nuestro dilema.
El nuevo mandamiento nos pide que nos amemos los unos a los otros de la misma forma como Jesús nos ama. Par dar con la solución en cuanto a “cómo” lograr la santidad, veamos solo un aspecto del amor que Dios nos tiene tal como somos ahora. Su amor es tan grande que no fuerza nuestra voluntad para amarlo en reciprocidad ni nos obliga.
Él nos cuida, nos motiva, nos acoge, nos dirige, nos perdona, nos da una gracia tras otra, nos ofrece su misericordia cuando nos arrepentimos, y cuando no lo hacemos hace que nos remuerda nuestra conciencia. Así mismo saca para nosotros bien del mal en nuestras vidas y nos da luz para cambiar.
Dios permanentemente nos da y adapta su amor de acuerdo a nuestra voluntad y disposición. No nos exige más de lo que podamos dar, ni nos pide ir más allá de lo que queramos ir.
El derrama Su amor y gracia sobre nosotros, ya sea que nademos, caminemos, corramos o volemos hacia Él.
¿Es éste el secreto de vaciarnos a nosotros mismos? ¿Es así como debemos amar a nuestro prójimo? ¿Es así como cambiamos y dejamos que el cambio cambie a otros? ¿Oramos por nuestra santidad esperando que suceda un gran acontecimiento, o es una fuente de fuerza para seguir creciendo?
La gente vive, trabaja, camina, juega, compra, estudia y come con otros. Hay unos pocos que habitan en un desierto y viven aislados sin depender de otros. Es aquí cuando la inter-relación entre la gente se nos presenta tanto el mayor obstáculo como la mas grande ayuda para lograr la santidad.
Ahí tenemos a la gente a quien se le ha dado el mandamiento del amor, pero desafortunadamente el uso que le damos a dicho mandamiento es mínimo.
A veces creemos que el amor es sentir afecto, pero Dios no nos puede mandar “sentir”. Amar es una decisión. Pero ¿en qué consiste esa decisión?
¿Es por un acto de voluntad que decimos “Te quiero” y luego todo pasa al olvido? ¿Se trata de perdonar a veces, esperando que no haya que hacerlo de nuevo y, a renglón seguido se actúa falto de amor cuando de nuevo se requiere tener misericordia?
¿Cómo nos vaciamos de nosotros mismos de forma que Jesús pueda irradiar a través de nosotros? Pareciera que la palabra que mejor describe lo que Jesús hizo y lo que nosotros hemos de hacer es la palabra “acomodarse”.
Los
individuos somos diferentes. Los miembros de una misma familia difieren entre
sí. Se difiere entre amigos, entre cónyuges, entre hermanos, entre naciones.
Todas estas diferencias hacen difícil “sentir” amor, el que quedaría reservado
a ciertas personas de acuerdo a nuestros gustos y sus personalidades.
Entre las
muchas ayudas que Jesús nos presentó fue cuando nos dijo “lo que hagamos con
los más pequeños, se lo hacemos a Él”. Pero aún esto es difícil de hacerlo
siempre, porque encontramos difícil ver a Jesús en ciertas situaciones
desagradables, en gente imperfecta o en circunstancias imposibles.
Siempre
estamos a la espera de que los otros sean más como otros Cristos confiados en
que en ese caso nuestra actitud será más pacífica. Sin embargo no podemos
permitirnos que nuestra respuesta al llamado a la santidad esté supeditada a la
conversión y cambio de actitud de los otros. ¿Que nos pasaría si aquellos nunca
cambiaran, ni nunca actuaran como Cristo, y nunca nos lleguen a dar amor ni se
conviertan?
¿Qué pasa
con la llamada a nuestra santidad cuando suceden situaciones difíciles y las
personas que están de por medio nos irritan, son irritables y vengativas?
¿Quiere Jesús que seamos como una caña agitada por el viento? ¿Acaso murió Él y
derramó Su Preciosa Sangre para que nos dejemos ser zarandeados por todos lados
por las pasiones, temperamentos y otros tratos desagradables de nuestro
prójimo?
¿Tenemos
disculpas legítimas para nuestra falta de virtud cuando alegamos que obviamente
Dios no nos llamó a la santidad desde que no vivimos libres de problemas con la
gente que nos rodea? ¿Creemos que si no fuera por esa gente seríamos santos?
Pareciera que así lo creemos; Jesús lo sabía y por eso nos dio el nuevo
mandamiento.
Jesús trató
con todo estado de luz, virtud o generosidad alcanzado por las almas de
aquellos con que se había topado. Sabía lo que el joven rico haría cuando Él se
lo pidió todo y que efectivamente el joven nos fue capaz de hacerlo. Sin
embargo fue el joven rico el que se fue triste, no Jesús.
Desde que la
Fuente de paz de Jesús era el Padre, Él podía pedir todo y recibir un “no” por
respuesta y aun asís aceptar a esa persona en el estado de alma en que se
encontraba y seguir amándolo.
Jesús sabía
lo que Judas haría, pero eso no impidió que lo llame. Él trató a Judas en el
nivel que se encontraba. En ese momento Judas estaba celoso, y esperaba
ardientemente el “Reino”. Jesús los aceptó en esas circunstancias. Siguió
amándolo, dándole luz y advirtiéndole que no podemos servir a dos amos, pero
mientras tanto toleró su mala disposición.
Nuestra
reacción ante la gente es lo opuesto de Jesús. Juzgamos los motivos que no
vemos, desaprovechamos oportunidades recordando situaciones pasadas y perdemos
la esperanza de algún cambio futuro.
Podemos
también apreciar cómo Jesús amó a Pedro.
Él lo llamó,
suavemente le corrigió sus fracasos, le anunció que lo negaría, le dio una
mirada compasiva cuando ya había fallado y lo perdonó por completo cuando Pedro
hizo tres actos de amor.
En ningún
instante, Jesús pensó en quitarle el ministerio como cabeza de los Apóstoles.
Jesús vio sus flaquezas, las dejó correr, y no las tomó en cuenta en sus
planes; más bien las aprovecho para el crecimiento de Pedro y le confió poder y
autoridad. Esto es amar.
Podemos
estar seguros que los apóstoles no fueron siempre una tranquilidad para Jesús,
pues no entendieron Su misión y Su plan de redención. No fueron capaces de
entender sus parábolas y Su deseo de sufrir les fue un misterio. Sus
revelaciones fueron difíciles de entender, Sus enseñanzas muy profundas para
que sus mentes las penetraran.
A veces Él
fue tan suave que los Apóstoles sintieron que podían decirle cualquier cosa
para después sentir acogidas sus almas al pensar que se estaba reviviendo el
Yahvé del Antiguo Testamento, manifiesto en la persona de Jesús, cuando fustigó
a los mercaderes del Templo.
Él puso
exigencias que parecen severas, que se hicieron aun más difíciles cuando estas
se vieron cumplidas con el ejemplo de Su vida. Pero estos hombres mostraron su
amor por Él, siguiéndolo y sacrificando su propia vida.
Así como
vimos que Jesús creció en conocimiento y sabiduría, Sus Apóstoles igualmente
progresaron en gracia y sabiduría debido a una aceptación mutua y amalgamándose
unos a otros.
Jesús elevó
lentamente el sentido de los valores de Sus Apóstoles a niveles más altos con
el ejemplo de Su vida. Les habló en parábolas para penetrar su nivel de luz e
inteligencia. Él los perdonó con frecuencia y les dijo que debían perdonar
setenta veces siete.
Conociendo
la repugnancia que tenían ante el sufrimiento, Él les anunciaba repetidas veces
que llegaría Su Pasión, y luego suavizaba el golpe prometiéndoles Su
Resurrección. Cuando le repetían preguntas ya contestadas, recurría a
exponerles las verdades sublimes en la forma más simple sin dejar que se
sintieran ignorantes. Puso a prueba la paciencia de ellos pidiéndoles que
alimentaran a cinco mil hombres con unos cuantos panes y peces, para luego
multiplicarlos dándoles la alegría de ver realizarse lo imposible.
Él tenía confianza
de lo que tenían dentro y paciencia para esperar a que floreciera. Mientras
tanto, los tomaba como eran, sabiendo que la gracia que venía a elevarlos,
sacaría a la luz esas cualidades escondidas.
La santidad
de Jesús hizo destacar la oscuridad de los Apóstoles, pero ésta desapareció con
la Luz. Una vez que aprendieron a hacer para otros como Él hizo con ellos,
ellos también se convirtieron en luz en la oscuridad.
Ellos fueron
capaces de sacar, de los más degradados, preciosas cualidades del alma. Ellos
pasaron a ser parte de la Luz que “iluminó a todo hombre.” (Jn 1, 9).
Podríamos
quizás llamar a esta habilidad: “adaptabilidad de entendimiento”. Ellos mismos
recibieron Luz de Jesús y desde que el Origen de la Luz era inacabable, esta
Luz resplandeció e iluminó a otros. San Pablo describe esta “adaptabilidad”
cuando dice “todos deben disminuir... y ninguno busque únicamente su propio
bien sino también el bien de los otros.
Tengan
ustedes la misma manera de pensar que tuvo Cristo Jesús. Aunque era de
naturaleza divina, no insistió en ser igual a Dios, sino que se rebajó a si
mismo para tomar la naturaleza de siervo” (Fil 2, 3-7)
El secreto
para vaciarse de sí mismo, de amar al prójimo como Dios nos ama, de vivir las
bienaventuranzas es:
1. Aceptar a
Dios sin acomodos
2. Aceptarnos
a nosotros mismos como somos
3. Aceptar a
nuestro prójimo como es.
Cuando aceptamos a Dios en sus términos, hacemos su Voluntad – cuando nos aceptamos a nosotros mismos como somos, nos damos cuenta de nuestras debilidades y de nuestra total dependencia de Su gracia. Esta dependencia nos permite apreciar que la Voluntad de Dios es superior a la nuestra y esta realidad nos hace ver al prójimo bajo una nueva luz: lo aceptamos como es.
Cuando
nuestro prójimo está molesto, en ese momento Dios nos llama a mostrarnos
tranquilos porque nuestro prójimo necesita afabilidad – nos suprimimos a
nosotros mismos.
Cuando las
cualidades del prójimo son ásperas, nosotros mostramos amor al no provocarlos
voluntariamente. La experiencia pasada nos enseña qué es lo que revuelve a una
persona, de manera que en su presencia evitamos decir o hacer lo que le
molesta.
Nosotros nos
borramos. Tomamos sobre sí sus debilidades y las elevamos hacia Dios imitando a
Jesús. Esto es lo que significa “vaciarse uno mismo para asumir la condición de
esclavo” “Ayúdense entre sí a soportar las cargas, y de esta manera cumplirán
la ley de Cristo” (Ga 6, 2).
Estaremos
atentos a procurar lo que agrada al otro, (siempre y cuando no sea algo
pecaminoso), evitando lo que le disgusta y adaptándonos a sus gustos, sus
talentos o sus debilidades.
Esto nos
pone en la situación de practicar amor ignorándonos a nosotros mismos. Nos
convertimos en ejemplos vivos de las bienaventuranzas. “Ustedes antes vivían en
la oscuridad, pero ahora, por estar unidos al Señor, viven en la luz” dice San
Pablo a los Efesios, “.......pues la luz produce toda una cosecha de bondad,
rectitud y verdad”. (Ef 5, 8-9)
Cuando adaptamos nuestra conversación, nuestro temperamento, nuestro conocimiento, nuestra virtud, nuestros gustos y disgustos al estado de alma actual del prójimo, le damos amor como Dios lo ama – somos una luz en la oscuridad – somos Hijos de Dios. Verdaderamente seguimos el consejo de San Pablo, “Como hijos amados de Dios, procuren imitarlo.... sigan el camino del amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros como ofrenda fragrante y sacrificio a Dios”. (Ef 5, 1-2)
Esto es
“morir a si mismo” – es dar nuestra vida por el prójimo – esto es santidad
donde sea que nos encontremos, en el estado que estemos. “No hay amor más
grande que dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13) Son pocos los llamados a dar
la vida por su prójimo, pero todos podemos dejar nuestras reacciones, dominar
nuestras debilidades, dejar nuestro egoísmo y aceptar a nuestro prójimo como es
y en ese momento – esto es muerte espiritual.
A Jesús no
siempre le agradó la manera de comportarse de sus Apóstoles, pero adaptándose a
sus temperamentos, orando a Su Padre por ellos, dándoles un santo ejemplo de
conducta, así los amó y ese amor los cambió.
Encontramos
a los Apóstoles y a los primeros cristianos haciendo precisamente esto después
de Pentecostés, tal como leemos en los Hechos, “La multitud de los fieles tenía
un solo corazón y una sola alma” (Hech
4, 32).
Esta unidad
de corazón y alma no es posible, al menos que todos, o por lo menos la mayoría,
se “nieguen a sí mismos”, pensando en complacer a los otros más que a uno
mismo. Jesús lo expuso muy gráficamente cuando le dijo a los Apóstoles,
“Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy.
Pues si yo,
siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben
lavarse los pies unos a otros.” (Jn 13, 14-15) Aquí, él está hablando de cada
uno de nosotros en posesión de un espíritu de amor y humildad, en la medida que
nos sirvamos los unos a los otros. Esto no solo en cosas materiales, sino en
soportar y abstenerse, con una anticipación cuidadosa ante el temperamento y
debilidad del otro, negándose a sí mismo.
Para
perseverar en esta tarea “dulce y amarga” de vivir santamente, debemos
conservar una relación enraizada en Dios, cuyo cimiento es la humildad y el
conocimiento de sí mismo.
El Poder del
Espíritu no se puede encerrar – este debe salir hacia otros.
Es así que
Dios nos manda amarlo con todas nuestras fuerzas, corazón, mente y alma, y al
prójimo como Dios nos ama – es el mismo amor que fluye entre Dios y el alma –
entre el alma y el prójimo.
Es difícil,
pero el peso de la cruz es liviano comparado con la cruz de emociones
descontroladas, cólera, el aferrarse en su propia opinión, la frustración de
tratar de cambiar a otros en vez de cambiar uno mismo, resentimientos,
remordimiento y culpabilidad.
El aceptar
el momento presente con la actitud de Jesús sin duda es una carga menos pesada.
Es gracia lo
que te sucede en cada momento – ¿cómo la aprovecharás – a favor o en contra
tuya?
“Hermanos
santos, ustedes que han recibido el mismo llamado sobrenatural, fíjense en
Jesús...” (Heb 3, 1)
En todo lo que sucede, Jesús nos
llama a la santidad. Que sus vidas suenen como una campanada clara y sonora que
dice – “Jesús es el Señor – Jesús nos ama” “Yo los he amado con un amor eterno”
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Fuente: EL CAMINO HACIA DIOS
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Wilson
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