En la
eucaristía el pan y el vino se convierten, por la transubstanciación originada
en la caridad divina, en el cuerpo y sangre de Cristo.
El día de
Corpus Christi fue instituido en 1264 como festividad del cuerpo y la sangre de
Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Muchos son los signos de alegría y
veneración popular en esta fiesta. Sin embargo, surgen entre los fieles algunas
inquietudes sobre este sacramento. Por ejemplo, no se sabe con claridad cómo
está presente Cristo en el pan y el vino. Tampoco hay seguridad sobre la
verdadera conversión del pan en el cuerpo de Cristo.
Es verdad
que no se puede amar lo que no se conoce. Y si nos acercamos a la eucaristía
sin tener una firme convicción, basada en razones que armonicen con la fe y
ayuden a su comprensión, no se puede gozar de la plenitud en Cristo. Trataremos
sobre tres interrogantes principales. Primero, si la eucaristía es una realidad
o sólo un signo. Después, el modo en que Cristo está presente en el sacramento,
y finalmente, el poder que convierte el pan en el cuerpo de Cristo.
La
eucaristía es sacramento porque es un signo sensible que nos une a la vida
divina. Sin embargo, a diferencia de los otros sacramentos, nos une a Dios de manera
peculiar, pues en ella se nos da Dios mismo en el cuerpo y la sangre de Cristo
bajo las especies de pan y vino.
Es del común
conocimiento de los cristianos la presencia real de Cristo, de su cuerpo, alma
y divinidad en la eucaristía. Pero las explicaciones de esta presencia no son
claras, pues: Si en verdad está presente el cuerpo de Cristo en el sacramento
¿No debiéramos notar esta presencia con toda la naturaleza que un cuerpo humano
implica? Es decir, ¿No debiera estar presente un cuerpo orgánico con verdadera
sangre y verdadera carne? Se podría pensar que, si no hay tales manifestaciones
de un cuerpo vivo, la eucaristía es sólo un signo, pero no la presencia real de
Cristo.
Contra esto,
sabemos por fe que Jesucristo hace del pan, su carne y del vino su sangre. En
este sacramento está el verdadero cuerpo de Cristo y su sangre, no lo pueden
verificar los sentidos, sino la sola fe, que se funda en la autoridad divina.
En breve podemos decir que Cristo ha querido permanecer con nosotros para
fortalecer amorosamente nuestro proceso de optimación. Ha querido permanecer
como sacramento para que recurramos constantemente a él, y en él nos
perfeccionemos. Cristo, con autoridad, instituyó este sacramento con palabras
claras: “Esto es mi cuerpo”, “Este es el cáliz de mi sangre”. Entonces, creemos
por la fe basada en la autoridad, que en la eucaristía está realmente presente
Cristo.
Lo que
inmediatamente podemos preguntarnos es ¿Cómo es que está presente? Algunos
dicen: “Yo no lo veo”, y dicen bien, pues no podemos ver a Cristo en el
sacramento porque nuestros sentidos no lo perciben. En cambio, por fe sabemos
que está presente, y por razón, conocemos que toda la substancia de Cristo está
ahí. El modo en que la Iglesia ha tradicionalmente explicitado la presencia de
Cristo en el sacramento es la transubstanciación.
Substancia
es lo que es por sí mismo. O sea, lo que no necesita de otro para ser ni está
en otra cosa. Ahora bien, transubstanciación significa cambiar de substancia,
el cambio de una naturaleza determinada por otra. Cristo, al ser un hombre
resucitado, está en algún lugar. Y para hacerse presente en sacramento no deja
el lugar en donde está, pues no vemos que su cuerpo caiga del cielo o que entre
por la puerta. Por tanto, el cambio de pan y vino a cuerpo y sangre de Cristo
no ocurre como el cambio de lugar entre dos cosas, sino por cambio substancial.
Es decir, el pan deja de ser propiamente pan y se convierte en carne. El vino
deja de ser propiamente vino y se convierte en sangre. Es obvio que en la Eucaristía
no comemos propiamente carne ni bebemos sangre, pero es verdad que las
consumimos, sólo que bajo las especies y accidentes del pan y del vino.
En la
transubstanciación no queda nada de la substancia del pan y del vino. Sí en
cambio, queda toda la substancia de Cristo, pero no sus propiedades
particulares, pues la substancia se entiende, no se ve. Si se nos permite esta
expresión digamos que no vemos ni las manos ni los pies de Cristo, pero
sabemos, por fe en la autoridad de Jesús, que él mismo está presente en el
sacramento.
Bien
entonces podríamos pensar que la transubstanciación es un mero juego de
palabras, con las que atribuimos a alguna cosa una naturaleza que no le
pertenece. Mencionemos a colación que, usando esta falacia, un artista “cambió”
un vaso de vidrio a ser un roble.
La
transubstanciación necesita un poder agente. No sólo por atribuir una
naturaleza a una cosa, se dará el hecho en la realidad, pues se necesita una
mediación a través de un poder. El poder que acciona el cambio de pan a carne y
de vino a sangre no es otro sino el de Dios. Cristo, siendo Dios, instituyó el
sacramento y lo encomendó a los discípulos. Sin embargo, no son las fuerzas del
sacerdote las que convierten los dones eucarísticos en el cuerpo y la sangre de
Cristo, sino el poder mismo de Dios, presente por las palabras de consagración
que se hace in persona Christi, a nombre de Cristo.
Pero ¿cuál
es el poder agente que convierte el pan y vino en cuerpo y sangre de Cristo?
Para responder esta pregunta basta recordar que la eucaristía es sacramentum
caritatis, sacramento y misterio del amor. Sacramento se puede entender
como misterio, pues misterio es lo que une con Dios, y es su misma caridad
benevolente la que une a los cristianos en el cuerpo de la Iglesia. El amor de
Dios es el poder agente que convierte nuestros dones en el cuerpo y la sangre
de Cristo, pues por su amor Dios desea estar entre nosotros para hacernos
plenos y participarnos de su vida inmortal.
Finalicemos
con una frase de San Cirilo usada por Santo Tomás de Aquino, en cuya doctrina
nos hemos basado para aclarar las cuestiones vistas: No dudes de que esto
sea verdad, sino recibe con fe las palabras del Salvador, ya que, siendo la
verdad, no miente.
Gabriel
González Nares
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