Traigo hoy al Blog una artículo del
P. Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, tomado de su libro “La
Eucaristía, Nuestra Santificación”. Me ha recordado el ejemplo que ponía San
Josemaría Escrivá sobre un pobre lechero que todos los días iba a saludar al
Señor en una capilla. No sabía teología, ni muchas oraciones. Se limitaba a
decir “Señor, aquí está tu amigo Juan el lechero”, y después de un rato se
marchaba. El miraba al Señor, y el señor lo miraba a él. Para alguno esto le
puede sonar a superficialidad e infantilismo, pero es auténtica fe, la que
tienen precisamente los niños con corazón limpio.
En sí misma la contemplación no es otra cosa que la capacidad, o mejor aún, el don de saber establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús realmente presente en la hostia. Todo esto en el mayor silencio posible, tanto exterior como interior. El silencio es el esposo predilecto de la contemplación que la custodia, como José custodiaba a María. Contemplar es establecerse intuitivamente en la realidad divina y gozar de su presencia. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad, en la contemplación, en cambio, el goce de la verdad encontrada.
En sí misma la contemplación no es otra cosa que la capacidad, o mejor aún, el don de saber establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús realmente presente en la hostia. Todo esto en el mayor silencio posible, tanto exterior como interior. El silencio es el esposo predilecto de la contemplación que la custodia, como José custodiaba a María. Contemplar es establecerse intuitivamente en la realidad divina y gozar de su presencia. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad, en la contemplación, en cambio, el goce de la verdad encontrada.
Los grandes maestros de espíritu han
definido a la contemplación como «una mirada libre, penetrante e inmóvil» (Hugo
de San Víctor), o bien como «una mirada afectiva sobre Dios» (San Buenventura).
Por eso realizaba una óptima contemplación aquel campesino de la parroquia de
Ars que pasaba horas y horas inmóvil, en la iglesia, con su mirada fija en el sagrario
y cuando el santo cura le preguntó por qué estaba así todo el día, respondió:
«Nada, yo lo miro a él y él me mira a mí». Esto nos dice que la contemplación
cristiana nunca tiene un único sentido, ni tampoco está dirigida a la nada
(como sucede en otras religiones, como el budismo). Son siempre dos miradas que
se encuentran: nuestra mirada sobre la de Dios y la mirada de Dios sobre
nosotros. Si a veces se baja nuestra mirada o desaparece, nunca ocurre lo mismo
con la mirada de Dios. La adoración eucarística es reducida, en alguna ocasión,
a hacerle compañía a Jesús simplemente, a estar bajo su mirada, dándole la
alegría de contemplarnos a nosotros que, a pesar de ser criaturas
insignificantes y pecadoras, somos sin embargo el fruto de su pasión, aquellos
por los que dio su vida: ¡Él me mira!
La contemplación no es impedida de
por sí por la aridez que a veces se pude experimentar, ya sea debido a nuestra
disipación o sea en cambio permitida por Dios para nuestra purificación. Basta
darle un sentido, renunciando también a nuestra satisfacción para hacerle feliz
a él y decir con las palabras de Charles de Foucauld: «Tu felicidad me basta».
Jesús tiene la eternidad para hacernos felices a nosotros, nosotros no tenemos
más que este breve espacio de tiempo para hacerle feliz.
A veces nuestra adoración puede
parecer una pérdida de tiempo, pura y simplemente una mirada sin ver; pero en
cambio ¡cuánto testimonio encierra! Jesús sabe que podríamos marcharnos y hacer
cientos de cosas más gratificantes, mientras estamos ahí quemando nuestro
tiempo, perdiéndolo «miserablemente». Cuando no conseguimos orar con el alma
siempre podemos orar con nuestro cuerpo, y eso es orar con nuestro cuerpo.
En el libro
del Éxodo leemos que cuando Moisés bajó del Monte Sinaí no sabía que la piel de
su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con Dios. Moisés no sabía
y nosotros tampoco lo sabremos; pero quizá nos suceda también a nosotros que,
volviendo entre los hermanos después de estos momentos, alguien vea que nuestro
rostro se ha hecho radiante, porque hemos contemplado al Señor. Y este será el
más hermoso don que nosotros podamos ofrecerles.
Juan García Inza
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