Una de las experiencias más fuertes en mi vida sacerdotal es constatar
cuánto sufrimiento hay en el mundo. Es difícil encontrar personas que no
carguen con heridas. En la niñez, en la adolescencia, la juventud, la edad
adulta, la ancianidad, se padecen heridas. En la vida matrimonial, familiar,
social, laboral, moral, religiosa, se padecen heridas. Heridas que pesan hondo
sobre la propia psicología, el estado de ánimo y la conciencia. Heridas que
condicionan y que hacen sufrir mucho.
¿Qué puede ayudarnos a sanar?
1. Deseo de sanar. Ante todo
debemos reconocernos enfermos y querer sanar.
2. El perdón. El perdón es
un bálsamo para la herida. Podemos reconocer nuestras limitaciones y miserias y
acudir a la penitencia para pedir perdón. Podemos y debemos también perdonar y
perdonarnos. En materia de perdón, el modo en que se comporta Dios Padre con
nosotros es nuestro punto de referencia. Cuando arrepentidos vamos a pedir
perdón a Dios con humildad, una y otra vez escuchamos que nos dice: "Te
sigo amando igual, vete y no peques más."
3. La fe. Por la fe
reconocemos a Cristo como médico capaz de sanarnos. Debemos creer que Él puede
curarnos. Sólo Él que nos creó, sólo quien sabe de qué barro estamos hechos
puede reparar las heridas de nuestro corazón. "Bendito sea Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, que
nos consuela en toda tribulación nuestra." (2a. Corintios 1, 3-4)
4. La Eucaristía. La
Eucaristía tiene el poder de reparar en nosotros la imagen de Cristo. San
Ignacio de Antioquía define la Eucaristía como antídoto para no morir.
A todos nos ayuda sentirnos acompañados cuando estamos enfermos. Jesús nos
acompaña siempre y sufre con nosotros. Jesús no es ajeno a nuestras heridas.
Más aún, las asumió y se quedó con ellas. Cuando Cristo resucitó, mostró a los
discípulos las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado. Y de esa
herida más profunda, la del costado traspasado, salió sangre y agua y es fuente
fecunda de gracias. Cuando la persona herida recibe los sacramentos y hace
oración con fe y confianza, lo que hace es acudir a los pies de Cristo
Resucitado para que el Agua viva le sane. "Por sus llagas hemos sido
curados" (1 Pe 2,24)
5. La oración. En la oración
acudimos a Dios para pedirle que cure nuestras heridas. Dios quiere sanarnos pero
espera que nosotros acudamos a Él y le digamos que le necesitamos como médico y
que confiamos en el poder curativo de su misericordia. Dios no nos receta nada
a la fuerza, respeta siempre nuestra libertad, espera la actitud humilde del
orante que acude a Él libremente y le suplica con confianza que le sane:
"Todo aquello que pidáis con fe en la oración, lo recibiréis" (Mt
21,22)
Y una vez que le pedimos la gracia de sanar, terminar la oración con la
certeza de que Él se hará cargo. Debemos pedir con fe, como la hemorroísa a la
que Jesús le dijo: "Tu fe te ha sanado" (Mt 9,22). Esta mujer creía
firmemente que lo que pedía en la oración podía darlo por recibido: "Todo
aquello que pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido." (Mc
11,24)
La oración es condición para que
Cristo Médico nos cure. La oración es una medicina. La oración tiene el poder de llenarnos de paz, de hacer que la luz de
Cristo brille donde hay tinieblas y así ayudarnos a superar el resentimiento,
la angustia, la tristeza y la desesperación.
Cuando el alma herida ora, se centra en Cristo y su oración es antídoto
contra los pensamientos que andan en busca de culpables, lo que equivale a
seguir rascando la herida. Hemos de centrar la memoria en los dones de Dios, no
en las heridas ni en los culpables. El
recuerdo de Dios es curativo. El recuerdo de las heridas y de sus causas nos
hunde más en la amargura. La herida del orante sana; la otra gangrena. "Sea
cual sea su agravio, no guardes rencor al prójimo, y no actúes guiado por un
arrebato de violencia" (Eclesiástico 10, 6) “Sed compasivos como vuestro
Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; porque con la
medida con que midáis se os medirá”. (Lucas 6, 36-38)
¿Te sientes moralmente enfermo?
¿Está aún viva alguna herida que te da rabia, te avergüenza y te hace sufrir?
Ora más, ora con fe, ora con más humildad. Y si no puedes o no te sale,
simplemente acude a Él y pídele que te sane.
“En ti, Dios, me cobijo, ¡nunca
quede defraudado! ¡Líbrame conforme a tu justicia, tiende
a mí tu oído, date prisa! Sé mi roca de refugio, alcázar donde me salve; pues tú eres mi peña y mi
alcázar, por tu nombre me guías y diriges. Sácame de la red que me han tendido, pues tú eres mi refugio; en tus manos
abandono mi vida y me libras, Yahvé, Dios fiel. Me alegraré y celebraré tu amor, pues
te has fijado en mi aflicción, conoces las angustias que me ahogan; ten piedad
de mí, Dios, que estoy en apuros. La pena debilita mis ojos, mi garganta y mis entrañas; mi vida se consume
en aflicción, y en suspiros mis años; pero yo en ti confío, Yahvé, me digo: «Tú
eres mi Dios». Mi destino está en tus manos, líbrame de las manos de enemigos que me
acosan. Que brille tu rostro sobre tu
siervo, ¡sálvame por tu amor! Dios, no quede yo defraudado después de haberte invocado; ¡qué grande es tu bondad, Dios! ¡Y yo que decía alarmado: «Estoy dejado de tus ojos»! Pero oías la voz de mi plegaria cuando te gritaba auxilio. ¡Tened valor, y firme el corazón, vosotros,
los que esperáis en Dios!”
Salmo 30
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