Pentecostés,
cincuenta días después de la fiesta pascual, cincuenta días de espera que se
hacía cada vez más intensa a partir, sobre todo, del día de la Ascensión. Ha
sido un período de preparación al gran acontecimiento de la venida del
Paráclito. El día de Pentecostés, se rememora ese momento en que se inicia la
gran singladura de conducir a todos los hombres a la vida eterna, actualizar en
cada uno los méritos de la Redención.
En efecto,
con su venida, los apóstoles recuperan las fuerzas perdidas, renuevan la
ilusión y el entusiasmo, aumentan el valor y el coraje para dar testimonio ante
todo el mundo de su fe en Cristo Jesús. Hasta ese momento siguen con las
puertas atrancadas por miedo a los judíos. Desde que el Espíritu descendió
sobre ellos las puertas quedaron abiertas, cayó la mordaza del miedo y del
respeto humano. Ante toda Jerusalén primero, proclamaron que Jesús había muerto
por la salvación de todos, y también que había resucitado y había sido
glorificado, que sólo en Él estaba la redención del mundo entero. Fue el primer
atrevimiento que pronto suscitaría una persecución que hoy, después de veinte
siglos, todavía sigue en pie de guerra. Porque hemos de reconocer que las
insidias de los enemigos de Cristo y de su Iglesia no han cesado. Unas veces de
forma abierta y frontal, imponiendo el silencio con la violencia. Otras veces
el ataque es tangencial, solapado y ladino. La sonrisa maliciosa, la adulación
infame, la indiferencia que corroe, la corrupción de la familia, la degradación
del sexo, la orquesta- ción a escala internacional de campanas contra el Papa.
Las fuerzas
del mal no descansan, los hijos de las tinieblas continúan con denuedo su afán
demoledor de cuanto anunció Jesucristo. Lo peor es que hay muchos ingenuos que
no lo quieren ver, que no saben descubrir detrás de lo que parece inofensivo,
los signos de los tiempos dicen a veces, la ofensiva feroz del que como león
rugiente merodea a la busca de quien devorar.
Pero Dios
puede más. El Espíritu no deja de latir sobre las aguas del mundo. La fuerza de
su viento sigue empujando la barca de Pedro, las velas multicolores de todos
los creyentes. De una parte, por la efusión y la potencia del Espíritu Santo,
los pecados nos son perdonados en el bautismo y en la penitencia. Por otra
parte, el Paráclito nos ilumina, nos consuela, nos transforma, nos lanza como
brasas encendidas en el mundo apagado y frío. Por eso, a pesar de todo, la
aventura de amar y redimir, como lo hizo Cristo, sigue siendo una realidad
palpitante y gozosa, una llamada urgente a todos los hombres, para que prendan
el fuego de Dios en el universo entero.
El Espíritu
Santo, que Dios había prometido a los profetas para cambiar el corazón de los
hombres, ha llegado. Ahora conocemos a fondo a Jesús y nuestra conducta cambia.
Ahora no sólo hablamos de Jesús sino que obramos como Jesús. Hemos sido transformados,
conocemos la voluntad de Dios y poseemos la fuerza para dar testimonio del
Evangelio. Tenemos una misión que cumplir en el mundo y contamos con la fuerza
suficiente para llevarla a cabo. El Espíritu Santo es el amor que nos estrecha
con el Padre, con Jesucristo y entre nosotros. Ya no caben aislamientos,
segregaciones, sino comunión en el amor. No divisiones, sino unidad. San
Agustín nos recuerda que «cada uno de nosotros puede saber cuánto posee del
Espíritu de Dios, según el amor que siente por la Iglesia». Aún con lodo,
nuestro poseer el Espíritu Santo no es tanto una realidad acabada, cuanto una
semilla en evolución que alcanzará su plena madurez cuando seamos
definitivamente transformados en Cristo.
El Señor
dijo a los discípulos: Id y sed los maestros de todas las naciones; bautizadlas
en el nombre del Padre y del Hijo Y del Espíritu Santo. Con este mandato les
daba el poder de regenerar a los hombres en Dios.
Dios había
prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su
Espíritu sobre sus siervos y siervas, y que éstos profetizarían; por esto descendió
el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios, que se había hecho Hijo del hombre,
para así, permaneciendo en él, habitar en el género humano, reposar sobre los
hombres y residir en la obra plasmada por las manos de Dios, realizando así en
el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la
nueva, creada en Cristo.
Y Lucas nos
narra cómo este Espíritu, después de la ascensión del Señor, descendió sobre
los discípulos el día de Pentecostés, con el poder de dar a todos los hombres
entrada en la vida y para dar su plenitud a la nueva alianza; por esto, todos a
una, los discípulos alababan a Dios en todas las lenguas al reducir el Espíritu
a la unidad los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las
naciones.
Por esto el
Señor prometió que nos enviaría aquel Abogado que nos haría capaces de Dios. Pues,
del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en
un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos,
no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que
baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no recibe el agua,
así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubi)ramos
dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto.
Nuestros
cuerpos, en efecto, recibieron por el baCo bautismal la unidad destinada a la
incorrupción, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.
El Espíritu
de Dios descendió sobre el Señor, Espíritu de sabiduría y de inteligencia,
Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de temor del Señor, y
el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Abogado sobre toda la
tierra desde el cielo, que fue de donde dijo el Señor que había sido arrojado
Satanás como un rayo; por esto necesitamos de este rocío divino, para que demos
fruto y no seamos lanzados al fuego; y, ya que tenemos quién nos acusa,
tengamos también un Abogado, pues que el Señor encomienda al Espíritu Santo el
cuidado del hombre, posesión suya, que había caído en manos de ladrones, del
cual se compadeció y vendó sus heridas, entregando después los dos denarios
regios para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción
del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado,
retornándolo al Señor con intereses.
EFECTOS DEL ESPÍRITU SANTO EL
DÍA DE PENTECOSTÉS
I/ES I/FUNDACIÓN
1. Si
queremos entender correctamente la relación entre el Espíritu Santo y la
Iglesia, debemos detenernos en los efectos que tuvo su venida el día de
Pentecostés. Los discípulos fueron transformados. Hasta entonces los discípulos
no comprendían la obra de Cristo; poco antes de su Ascensión se vio que todavía
no entendían la misión de Cristo (Act. 1, 6; véanse además Mc. 4, 13. 40; 6,
50-52; 7, 18; 8, 16-21; 9, 9. 32; 14, 37-41; Lc.`18, 34, lo. 2, 22; 12, 16; 13,
7. 28; 14, 5. 8; 16, 12. 17). El día de Pentecostés el Espíritu Santo les
reveló el misterio de Cristo y del reino de Dios; ahora ven a Cristo a la luz
del Antiguo Testamento, entendido de nuevo (Lc. 24, 25-47; Jo. 2, 22; 12, 16;
20, 9; Act. 2, 25-35; 3, 13. 22-25; 4, 11. 24-28; 10, 43; I Cor. 15, 3). Desde
ahora el testimonio a favor de Cristo se les impone como ineludible deber; ni
los peligros ni los tormentos les eximen de ese deber. Con alegría, confianza y
constancia predican a Cristo como Hijo de Dios crucificado y resucitado,
delante del Sanedrín y delante de todo el pueblo; no lo hacen por la excitación
o el entusiasmo de un momento; los acontecimientos de Pentecostés crearon un
estado duradero y los apóstoles no temen ninguna amenaza ni mandato.
Todos los
varones y mujeres que estaban reunidos al ocurrir la venida del Espíritu Santo
fueron inundados de El (Act. 2, 4). El Espíritu Santo reveló a los oyentes el
sentido del testimonio de los apóstoles; lo entendieron y se convirtieron y se
hicieron bautizar.
Más de tres
mil se sumaron a la Iglesia en la primera hora gracias al servicio de Pedro
(Act. 2, 41). Consecuencia y efecto de la presencia del Espíritu Santo en la
joven Iglesia es la vida floreciente descrita en Act. 2, 42-47. Los miembros de
la Iglesia de las primicias estaban tan unidos que repartían sus bienes (cfr.
Act. 4, 31-32).
2. El día de
Pentecostés puede, por tanto, ser llamado el día del nacimiento de la Iglesia.
Todo lo anterior fue preparación y trabajo previo. En la mañana de Pentecostés
puso Dios el sello a la obra de su Hijo. La Iglesia fue consecuencia de la
efusión y derramamiento del Espíritu (Act. 2, 42). Ahora se cumplen las
promesas hechas por Cristo, ahora se cumple su misión; antes no había ni
bautismo ni perdón de los pecados, no había predicación del Evangelio ni administración
de sacramentos. Ahora entran en vigencia los poderes y deberes concedidos e
impuestos por Cristo a sus apóstoles. Aquella mañana apareció por vez primera
como comunidad la reunión de los cristianos; esa comunidad está conformada y
configurada por el Espíritu Santo, da testimonio a favor de Cristo, perdona los
pecados y concede la gracia. Aunque ya existía se parecía al primer hombre
hecho de barro antes de serle alentada la vida; era un cuerpo muerto que
esperaba la chispa de la vida.
«¿Cuándo empezó
la Iglesia a vivir y a actuar? El día de Pentecostés. Ya antes existían sus
elementos esenciales y estaban reunidos, organizados y dotados de los poderes
necesarios; la doctrina había sido predicada, los apóstoles elegidos, los
sacramentos instituidos y organizada la jerarquía, pero la Iglesia no vivCa ni
se movía. Las fuerzas divinas dormitaban, nadie predicaba ni bautizaba ni
perdonaba los pecados y nadie ofrecía el santo sacrificio; impacientes
esperaban ante las puertas el mundo judío y el mundo gentil, pero nadie abría;
la Iglesia estaba en un estado parecido al sueño, como Adán antes de que le
fuera alentada la vida… Así estaba la Iglesia hasta la hora nona del día de
Pentecostés, en que el Espíritu Santo descendió sobre ella en el ruido del viento
y en las lenguas llameantes. Este fue el momento de empezar a vivir; todo
empezó a moverse y a actuar» (Meschler, Die Gabe des hl. Pfingstfestes, 103).
También
Schell dice: «Efecto de la efusión y derramamiento del Espíritu de Dios fue la
fundación de la primera Iglesia cimentada en la doctrina apostólica, unida por
la constitución jerárquica y cuidadosa de la vida del renacimiento mediante la
celebración del misterio eucarístico.» Santo Tomás de Aquino dice que el día de
Pentecostés es el día de la fundación de la Iglesia (Sententiarum I d. 16, q.
1, a. 2; M. Grabmann, Die Lehre des hefligen Tharnas von Aquirz von der Kirche
AIs Gotteswerk, 1903, 125). San Buenaventura dice: «La Iglesia fue fundada por
el Espíritu Santo descendido del cielo» (Primera Homilía de la fiesta de la
Circuncisión del Señor, edición Quaracchi IX, 135).
3 La tesis
de los Santos Padres de que la Iglesia nació de la herida del costado de Cristo
no está en contradicción con la doctrina de que la Iglesia fue fundada el día
de Pentecostés, porque Muerte, Resurrección, Ascensión y venida del Espíritu
Santo forman una totalidad. La muerte, resurrección y ascensión están ordenadas
a enviar el Espíritu Santo y sólo en esa misión logran su plenitud de sentido.
Viceversa: la misión del Espíritu Santo presupone los tres sucesos anteriores.
Es el Hijo del hombre introducido en la gloria de Dios mediante su muerte y
resurrección quien envía al Espíritu Santo: por eso es, en definitiva, Cristo
quien funda la Iglesia mediante el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Dice
San Juan Crisóstomo en el primer sermón de Pentecostés comentando a /Jn/07/30
(PG 50, 457): «Mientras no fue crucificado no le fue dado al hombre el Espíritu
Santo. La palabra «glorificado» significa lo mismo que «crucificado». Porque
aunque el hecho mismo de ser crucificado es ignominioso por naturaleza, Cristo
lo llamó gloria, porque era causa de la gloria de lo que El amaba. ¿Por qué,
pues -pregunto-, no fue dado el Espíritu Santo antes de la Pasión? Porque la
tierra yacía en pecado y perdición, en odio y vergüenza, hasta que fue
sacrificado el Cordero que quitó los pecados del mundo.»
La
vinculación de la Iglesia a la muerte de Cristo destaca especialmente el
carácter cristológico de la Iglesia. Digamos una vez más que la Iglesia no es
ni sólo la Iglesia del Espíritu ni sólo la Iglesia del Resucitado, sino la
Iglesia del Cristo total, cuyo misterio abarca la vida terrestre y la vida
glorificada del Señor, de El recibe su estructura mientras que del Espíritu
Santo recibe la vida. Es significativo que San Agustín diga unas veces que la
Iglesia procede de la Pasión y otras que procede del Espíritu Santo. Dice, por
ejemplo, en el Trat. 120 sobre el Evangelio de San Juan: «Uno de los soldados
abrió su corazón con una lanza e inmediatamente brotó sangre y agua
(/Jn/19/34). El evangelista escogió cuidadosamente la palabra y no dijo:
traspasó o hirió su costado, sino: «abrió», para que fueran como abiertas las
puertas de la vida, por las que fueran derramados los sacramentos de la Iglesia
sin los que no se entra en la verdadera vida. La sangre fue derramada para
perdón de los pecados y el agua suaviza el cáliz salvador y concede a la vez
baño y bebida. Prefiguración de esto fue la puerta que Noé abrió al costado del
arca para que entraran en ella los animales liberados del diluvio; por la
Iglesia fue extraída la primera mujer del costado del dormido Adán y fue
llamada vida y madre de lo viviente; pues significaba un gran bien antes del
pecado que es el mayor mal. Aquí durmió el segundo Adán con la cabeza reclinada
sobre la cruz para serle formada una esposa de lo que manó de su costado. ¡Oh
muerte que resucita a los muertos! ¿Qué cosa hay más pura que esta sangre y más
saludable que esta herida?».
La relación
entre la pasión de Cristo y la misión del Espíritu Santo puede ser comparada a
la que hay entre la creación del primer hombre y la infusión de la vida en él.
Según la descripción de la Sagrada Escritura el cuerpo del primer hombre fue
formado sin vida. Entonces el Señor sopló sobre él y le alentó la vida y el
hombre se convirtió en viviente (Gen. 2, 7). Algo parecido es atribuido al
Espíritu en la visión de Ezequiel; vio un cementerio lleno de huesos y oyó que
el Señor le decía: «Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu:
Así habla el Señor, Yavé: Ven, ¡oh espíritu!, ven de los cuatro vientos, y
sopla sobre estos huesos muertos y vivirán. Profeticé yo como se me mandaba, y
entró en ellos el espíritu, y revivieron» (Ez. 37, 9-10).
CONTINÚA ACTIVIDAD DEL ESPÍRITU
SANTO EN LA IGLESIA
La actividad
que desarrolló el Espíritu Santo al descender sobre los reunidos en el cenáculo
de Jerusalén no se limitó a la mañana de Pentecostés primero; desde aquel día
se está realizando sin pausa hasta la vuelta de Cristo. La Iglesia está
convencida de que está continuamente bajo la influencia decisiva del Espíritu
Santo y, por tanto, de que todo lo que hace lo hace en el Espíritu Santo.
A. La actividad del Espíritu en
general ES/ACTIVIDAD:
1. La
actividad del Espíritu fue profetizada por Cristo en sus palabras de despedida:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro
Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad, que el
mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis,
porque permanece con vosotros y está en vosotros» (lo. 14, 15-17). De El dice
Cristo: «Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el
Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os enseñará
todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jo. 14, 25-26).
«Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de
verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros daréis
también testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (lo. 15, 26-27).
Cristo dice también a los discípulos: «Mas ahora voy al que me ha enviado y
nadie de vosotros me pregunta ¿Adónde vas? Antes, porque os hablé estas cosas,
vuestro corazón se llenó de tristeza. Pero os digo la verdad, os conviene que
yo me vaya. Porque si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me
fuere, os le enviaré. Y en viniendo éste argüirá al mundo de pecado, de
justicia y de juicio. De pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque
voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo
está ya juzgado. Muchas cosas tengo aún que deciros, más no podéis llevarlas
ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la
verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y
os comunicará las cosas venideras. El me glorificará, porque tomará de lo mío y
os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho
que tomará de lo mío y os lo hará conocer» (lo. 16, 5-15).
En estas
palabras Cristo reprende a los discípulos porque se han entristecido al
decirles que se marcha sin preguntar las ventajas que podía tener su vuelta al
Padre. Si El no marchara no vendría el Paráclito. La venida del Espíritu es de
trascendental importancia porque la actividad del Paráclito es ineludible si se
quiere entender correctamente la relación de los discípulos a Cristo. Da la
impresión de que Cristo no pudiera abrir los ojos de los apóstoles y de que
tuviera que ser necesariamente e] Espíritu Santo quien les hiciera comprenderlo
todo. Pero como esa comprensión es decisiva para la auténtica y verdadera vida,
la venida del Espíritu Santo a los discípulos es también fundamental. La marcha
de Cristo es, en realidad, un bien para los discípulos (Jo. 16, 7) porque es la
condición de la venida del Espíritu Santo.
2. Las
funciones del Espíritu Santo son enumeradas por Cristo en ]as palabras de
despedida. El Espíritu Santo hace que los discípulos recuerden a Cristo; este
recuerdo tiene fuerza psicológica y ontológica. El Espíritu Santo hace que los
discípulos no se olviden de Jesús; pero a la vez les actualiza continuamente a
Cristo. La función memorativa del Espíritu Santo es función actualizadora y su
fin es que los discípulos tengan a Cristo como interna posesión. Cristo debe
actuar en ellos. El Espíritu Santo crea la «presencia activa» de Cristo en los
discípulos, el ser de Cristo en ellos.
El Espíritu
Santo introduce a los discípulos en la verdad hasta que ellos reconocen la
riqueza y profundidad de la sabiduría de Dios; da además testimonio de Cristo
de forma que ese testimonio desarrolla lo que Cristo ha predicado y abre a la
vez su sentido. Esta función iluminadora y explicativa es tan importante que el
Espíritu Santo recibe nombre de ella: es el Espíritu de verdad. El hecho de que
Cristo diga dos veces que el Espíritu Santo tomará de lo suyo y lo anunciará,
demuestra que Cristo habla aquí no de verdades nuevas y no predicadas, sino del
testimonio de la verdad predicada ya por El (cfr. I Jo. 4, 1; Apoc. 19, 10).
3. Lo que
Cristo promete del Espíritu Santo lo vemos cumplido en los Hechos de los
Apóstoles y en las Epístolas. La actividad del Espíritu Santo se desarrolla
siempre en torno a Cristo. En el Apocalipsis de San Juan vemos hasta qué punto
está vinculada a Cristo la actividad del Espíritu Santo, en las cartas a las
siete iglesias se dice constantemente que se las invita a oír lo que el
Espíritu dice (2, 7. 11. 17. 29; 3, 6. 13. 22); sin embargo, al principio de
cada carta se dice que es Cristo quien habla a las iglesias (2, 1. 8. 12. 18;
3, 1. 7. 14). Evidentemente es Cristo quien habla por medio del Espíritu Santo.
Cristo es también descrito como el Señor que dirige la historia; es también el
«Cordero sacrificado», que en una grandiosa escena es convocado a ser Señor de
la historia y del mundo (Apoc. 5).
4. En los
textos de San Juan antes citados se enumeran algunas funciones más del Espíritu
Santo. Frente al mundo aparece en el papel de acusador; sobre este tema dice A.
Wikenhauser (Das Evangelium nach lohannes, 1948, 242): «Detrás de las difíciles
palabras de Jesús está la idea de un proceso desarrollado ante Dios. El mundo
descreído que ha rechazado a Cristo y le ha llevado a la cruz es el acusado y
el Paráclito es el acusador. La misión definitiva del Espíritu consiste en
argüir al mundo, lo que no quiere decir que lo convencerá de su culpa, sino
sólo que pondrá en claro su culpa, es decir, que demostrará que no tiene razón.
Pero este proceso no ocurrirá al fin de los tiempos (en el juicio final), sino
en todo el proceso de la historia que transcurre desde la Resurrección.
El argumento
del Paráclito consiste en dar testimonio a favor de Cristo delante del mundo
(15, 26), es decir, en la predicación cristiana inspirada por el Espíritu, que
pone en claro la culpa y la sinrazón del mundo. Al decir que arguye de pecado,
de justicia y de juicio quiere decir que el Paráclito pondrá en claro qué
significan el pecado, la justicia y el juicio, con lo que a la vez responde a
la cuestión (como indican los versículos 9-11) de a qué parte hay que buscar el
pecado la justicia y el juicio. Pecado significa la incredulidad frente a la
revelación de Dios ocurrida en Cristo. El verdadero pecado del mundo es haberse
cerrado a la predicación de Jesús y el cerrarse obstinadamente a la predicación
cristiana (/Jn/15/21-25). La palabra «justicia» debe ser entendida en sentido
jurídico como justificación o declaración de inocencia ante la ley; debe ser
considerada como justicia hecha en un proceso, porque los argumentos son una
acusación o polémica jurídica. Su vuelta al Padre y su glorificación significan
que la victoria está de parte de Cristo (cfr. 1 Tim. 3, 16 y la interpolación
apócrifa de Mc. 16, 14: revela ahora tu justicia=victoria). La vuelta al Padre
es expresión típica de San Juan para decir lo que los demás escritores del
Nuevo Testamento enuncian como elevación o glorificación de Cristo por Dios
(cfr. Act. 2, 33, 5, 31; Eph. 1, 20; Phil. 2, 9; Hebr. 1, 3). El argumento
contra el mundo consiste en que el Paráclito demuestra testificando (15, 26)
que Cristo ha vuelto al Padre. El Espíritu pondrá en claro finalmente qué es el
juicio y quién será juzgado. El mundo creyó que había juzgado a Cristo, pero de
hecho en la muerte de Cristo se cumplió el juicio de Dios contra el dominador
del mundo que había crucificado a Cristo (cfr. 13, 2. 27); en su muerte
precisamente venció Cristo al diablo, porque a través de la muerte volvió al
Padre y fue glorificado. Desde entonces el diablo no tiene poder; es el
sometido, el juzgado (cfr. 12, 31; Col. 2, 15).»
SCHMAUS
TEOLOGIA
DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP.
MADRID 1960.Págs. 331-337
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