martes, 24 de abril de 2012

PREPARÁNDOSE PARA LA MUERTE


Qui perseverarerit usque in finem, hic salvus erlt. - El que persevere hasta el fin, éste será salvo.Mt., 24, 13.


Dice San Jerónimo (1) que muchos empiezan bien, pero pocos son los que perseveran. Bien comenzaron un Saúl, un Judas, un Tertuliano; pero acabaron mal, porque no perseveraron como debían.

 En los cristianos no se busca el principio, sino el fin (2). El Señor - prosigue diciendo el Santo - no exige solamente el comienzo de la buena vida, sino su término; el fin es el que alcanza¬rá la recompensa.

De aquí que San Lorenzo Justiniano llame a la perseverancia puerta del Cielo. Quien no hallare esa puerta no podrá entrar en la gloria.

Tú, hermano mío, que dejaste el pecado y esperas con razón que habrán sido perdonadas tus culpas, disfrutas de la amistad de Dios; pero todavía no estás en salvo ni lo estarás mientras no hayas perseverado hasta el fin (Mt., 10, 22). Empezaste la vida buena y santa. Da por ello mil veces gracias a Dios; mas advierte que, como dice San Bernardo (3), al que comienza se le ofrece no más el premio y únicamente se le da al que persevera. No basta correr en el estadio, sino proseguir hasta al¬canzar la corona, dice el Apóstol (1 C., 9, 24).

Has puesto mano en el arado; has principiado a bien vivir; pues ahora más que nunca debes temer y temblar...(Fíl., 2, 12). ¿Por qué?... Porque si, lo que Dios no quiera, volvieses la vista atrás y tomases a la mala vida, te excluiría Dios del premio de la gloria (Lc., 9, 62).

Ahora, por la gracia de Dios, huyes de las ocasiones malas y peligrosas, frecuentas los sacramentos, haces cada día meditación espiritual... Dichoso tú si así continúas, y si nuestro Señor Jesucristo así te halla cuando venga a juzgarte (Mt., 24, 46). Más no creas que por haberte resuelto a servir a Dios se te hayan acabado las tentaciones y no vuelvan a combatirte más. Oye lo que dice el Espíritu Santo (Ecl., 2, 1): «Hijo, cuando llegues al servicio de Dios, prepara tu alma a la tentación.»

Sabe, pues, que ahora más que nunca debes prepararte para el combate; porque nuestros enemigos, el mundo, el demonio y la carne, ahora más que nunca se aprestarán a moverte guerra con el fin de que pierdas cuanto hubieres conquistado. San Dionisio Cartusiano afirma que cuanto más se entrega uno a Dios, con tanto mayor empeñó procura el infierno vencerle.

Y esta verdad se declara bastantemente en el Evangelio de San Lucas (11, 24-26), donde dice: «Cuando un espíritu inmundo ha salido de un hombre, anda por lugares áridos buscando reposo, y no hallándole, dice: Me volveré a mi casa, de donde salí... Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entran dentro y moran allí. Y lo postrero de aquel hombre es peor que lo primero»; o sea: cuando el demonio se ve arrojado de un alma no halla descanso ni reposo, y emplea todas sus fuerzas en procurar dominarla de nuevo. Pide auxilio a otros espíritus del mal, y si consigue entrar otra vez en aquella alma, le producirá segunda ruina, más grave que la primera.

Considerad, pues, qué armas vais a emplear para defenderos de esos enemigos y conservar la gracia de Dios. Para no ser vencidos del demonio no hay mejor arma que la oración.

 Dice San Pablo (Ef., 6, 12) que no tenemos que pelear contra hombres de carne y hueso como nosotros, sino contra los príncipes y potestades del infierno, con lo cual quiere advertirnos que carecemos de fuerzas para resistir a tanto poder, y que, por consiguiente, necesitamos que Dios nos ayude.

 Con ese auxilio lo podemos todo, decía el Apóstol (Fil., 4, 13), y todos debemos repetir lo mismo. Pero ese auxilio no se alcanza más que pidiéndole en la oración. Pedid y recibiréis. No nos fiemos de nuestros propósitos, que si en ellos confiamos estaremos perdidos.

Toda nuestra confianza, cuando el demonio nos tentare, la hemos de poner en la ayuda de Dios, encomendándonos a Jesús y a María Santísima. Y muy especialmente debemos hacer esto en las tentaciones contra la castidad, porque son las más temibles y las que ofrecen al demonio más frecuentes victorias.

Por nosotros mismos no disponemos de fuerzas para conservar la castidad. Dios ha de dárnoslas. «Y como llegué a entender - exclama Salomón (Sb., 8, 21) - que de otra manera no podía alcanzar continencia si Dios no me ía daba..., acudí al Señor y le rogué.»

Preciso es, pues, en tales tentaciones, acudir en seguida a Jesucristo y a su Santa Madre, e invocar a menudo los santísimos nombres de Jesús y María. Quien así lo hiciere, vencerá. El que no lo haga será vencido.

Reflexiones

Ne projicias me a facie tua. ¡Ah Señor, no me arrojes de tu presencia! (Sal. 50, 13). Bien sé que no me abandonarás si no soy yo el primero en dejarte; pero la experiencia de mi flaqueza me inspira temor. Dadme, Dios mío, la fortaleza que necesito contra el poder del infierno, que desea reducirme de nuevo a su odiosa servidumbre. Os lo pido por el amor de Jesucristo.

Estableced, Señor, entre Vos y yo una perpetua paz que jamás se altere; y para ello dadme vuestro santo amor. El que no os ama, muerto está (1 Jn., 3, 14). Libradme de esa muerte desdichada, ¡oh Dios de mi vida! Vos sabéis que me hallaba perdido, y que por obra de vuestra clemencia he llegado al estado en que me encuentro, con la esperanza de que poseo vuestra gracia... Por la amarga muerte que por mí sufristeis, no permitáis, Jesús mío, que voluntariamente pierda tan alto don. Os amo sobre todas las cosas, y espero verme siempre enlazado a ese divino amor, y con él morir, y en él vivir eternamente.

¡Oh María, a quien llamamos Madre de la perseverancia!, por vuestra intercesión se alcanza esa gran merced. A Vos la pido, y de Vos la espero.

Veamos ahora cómo se ha de vencer al mundo. Gran enemigo es el demonio, mas el mundo es peor. Si el demonio no se sirviese de él, de los hombres malos, que forman lo que llamamos mundo, no lograría los triunfos que obtiene.

No tanto amonesta el Redentor que nos guardemos del demonio como de los hombres (Mt., 10, 17). Estos son a menudo peores que aquéllos, porque a los demonios se los ahuyenta con la oración e invocando los nombres de Jesús y de María; pero los malos enemigos, si mueven a alguno a pecar y les responde con buenas y cristianas palabras, no huyen ni se reprimen, sino que le excitan y tientan más, y se burlan de él llamándole necio, cobarde o menguado; y cuando otra cosa no pueden, le tratan de hipócrita, que finge santidad. Y no pocas almas tímidas o débiles, por no oír tales burlas e improperios, siguen a aquellos ministros de Lucifer y pecan miserablemente.

Persuádete, pues, hermano mío, de que si quieres vivir piadosamente, los impíos, los malvados te menospreciarán y se burlarán de ti. El que vive mal no puede tolerar a los que viven bien, porque la vida de éstos les sirve de continuo reproche y porque quisiera que todos le imitasen para acallar el remordimiento que le ocasiona la cristiana vida de los demás.

El que sirve a Dios, dice el Apóstol (2 Ti., 3, 12), tiene que ser perseguido del mundo. Todos los Santos sufrieron rudas persecuciones. ¿Quién más santo que Jesucristo? Pues el mundo le persiguió hasta darle afrentosa muerte de cruz.

No ha de sorprendemos esto, porque las máximas del mundo son del todo contrarias a las de Jesucristo. A lo que aquél estima llama Cristo locura (1 Co., 3, 19). Y al contrario, el mundo tiene por demencia lo que alaba y aprecia nuestro Redentor, como son las cruces, dolores y desprecios (1 Co., 1, 18).

Pero consolémonos, que si los malos nos maldicen y vituperan, Dios nos bendice y ensalza (Sal. 108, 28). ¿No basta ser alabados de Dios, de María Santísima, de los ángeles y Santos y de todos los buenos?

Dejemos, pues, que los pecadores digan lo que quisieren y prosigamos sirviendo a Dios, que tan fiel y amoroso es para los que le aman. Cuanto mayores fueren los obstáculos y contradicciones que hallemos practicando el bien, tanto más grandes serán la complacencia del Señor y nuestros méritos.

Imaginemos que en el mundo sólo Dios y nosotros existimos, y cuando los malvados nos censuren, encomendémoslos al Señor, y dándole gracias por la luz que a nosotros nos alumbra y a ellos les niega, prosigamos en paz nuestro camino. Nunca nos cause rubor el ser y parecer cristianos, porque si nos avergonzamos de ello, Jesucristo se avergonzará de nosotros, según nos anunció (Lc., 9, 26).

Si queremos salvarnos, menester es que estemos firmemente resueltos a padecer fuerza y a violentarnos siempre. «Estrecho es el camino que conduce a la vida» (Mateo, 7, 14).

El reino de los Cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se la hacen a sí mismos son los que le arrebatan (Mt., 11, 12). Quien no se hace violencia no se salvará. Y esto es irremediable, porque si queremos practicar el bien, tenemos que luchar contra nuestra rebelde naturaleza. Singularmente, debemos violentarnos al principio para extirpar los malos hábitos y adquirir los buenos, puesto que después la buena costumbre convierte en cosa fácil y dulce la observancia de la buena ley.

Dijo el Señor a Santa Brígida que a quien practicando las virtudes con valor y paciencia sufre la primera punzada de las espinas, después esas mismas espinas se le truecan en rosas.

Atiende, pues, cristiano, y oye a Jesús, que te dice como al paralítico (Jn., 5, 14): «Mira que ya estás sano; no quieras pecar más, porque no te suceda cosa peor.» Entiende, añade San Bernardo (4), que si por tu desgracia vuelves a recaer, tu ruina será peor que todas las de tus primeras caídas.

¡Ay de aquellos, dice el Señor (ls., 30, 1), que emprenden el camino de Dios y luego le dejan. Serán castigados como rebeldes a la luz (Jn., 3, 19); y la pena de esos infelices, que fueron favorecidos e iluminados con las luces de Dios, e infieles después, será quedar del todo ciegos y así acabar su vida hundidos en la culpa. «Mas si el justo se desviare de su justicia..., ¿por ventura vivirá? No se hará memoria de ninguna de las obras jus¬tas. ..; por su pecado morirá» (Ez., 18, 24).

(4) Audis recidere quam incidere esse deteríus.

Reflexiones

 ¡Ah Dios mío! ¡Cuántas veces he merecido castigo semejante, ya que tantas dejé el pecado por las luces y mercedes que me disteis, y luego miserablemente recaí en la culpa! Infinitas gracias os doy por vuestra clemencia en no haberme abandonado a mi ceguedad, privándome de vuestras luces como yo merecía.

Obligadísimo os quedo, y harto ingrato sería si volviese a separarme de Vos. No será así, Redentor mío; antes bien, espero que en el resto de mi vida, y en toda la eternidad, he de alabar y cantar vuestras misericordias (Sal. 88, 2), amándoos siempre sin perder vuestra divina gracia. Mi pasada ingratitud, que maldigo y aborrezco sobre todo mal, me servirá de acicate para llorar las ofensas que os hice y para inflamarme en amor a Vos, que me habéis acogido a pesar de mis pecados, y me habéis otorgado tan altas mercedes.

Os amo, Dios mío, digno de infinito amor. Desde hoy seréis mi único amor, mi único bien. ¡ Oh Eterno Padre! Por los merecimientos de Jesucristo os pido la perseverancia final en vuestro amor y gracia, y sé que me la concederéis si continúo pidiéndoosla. Más ¿quién me asegura de que así lo haré? Por eso, Dios mío, os ruego que me deis la gracia de que siempre os pida ese precioso don...

¡Oh María!, mi abogada, esperanza y refugio, alcanzadme con vuestra intercesión constancia para pedir a Dios la perseverancia final. Os lo ruego por vuestro amor a Cristo Jesús.

Consideremos lo que atañe al tercer enemigo, la carne, que es el peor de todos, y veamos cómo hemos de combatirle. En primer lugar, con la oración, según ya hemos visto. En segundo lugar, huyendo de las ocasiones, como vamos a ver y ponderar atentamente.

Dice San Bernardino de Sena (5) que el más excelente consejo (que es casi la base y fundamento de la vida religiosa) consiste en que huyamos siempre de las ocasiones de pecar. Obligado por exorcismos, confesó una vez el demonio que ningún sermón le es más aborrecible que aquellos en que se exhorta a huir de las malas ocasiones.

Y con harta razón; porque el demonio se ríe de cuantas promesas y propósitos forme un pecador arrepentido, si no se aparta éste de tales ocasiones.

La ocasión, especialmente en materia de placeres sensuales, es como una venda puesta ante los ojos, que no permite ver ni propósitos, ni instrucciones, ni verdades eternas; que ciega, en fin, al hombre y le hace olvidarse de todo.

Tal fue la perdición de nuestros primeros padres: el no huir de la ocasión. Habíales Dios prohibido alzar la mano al fruto vedado. «Nos mandó Dios - dijo Eva a la serpiente - que no comiéramos ni le tocásemos» (Gn., 3, 3). Pero la imprudente «le vio, le tomó y comió». Empezó por admirar la manzana, cogióla después con la mano, y al cabo comió de ella. Quien voluntariamente se expone al peligro, en él perecerá (Ecl., 3, 27).

Advierte San Pedro que el demonio anda dando vueltas alrededor de nosotros, buscando a quien devorar (6). De suerte que para volver a entrar en un alma que lo arrojó de sí, dice San Cipriano, sólo aguarda la ocasión oportuna (7). Si el alma se deja seducir para ponerse en peligro, de nuevo se apoderará de ella el enemigo y la devorará sin remedio.

Él abad Guerrico dice que Lázaro resucitó atado de manos y de pies (8), y por eso quedó sujeto a la muerte. ¡Infeliz del que resucite ligado por las ocasiones! A pesar de su resurrección, volverá a morir. El que quiera salvarse necesita renunciar no sólo al pecado, sino también a las ocasiones de pecar; es decir, debe apartarse de este compañero, de aquella casa, de cierto trato y amistad...

Podrá decir alguno que, al mudar de vida, abandonó todo fin ilícito en sus relaciones con determinadas personas, y que, por tanto, no hay ya temor de tentaciones. Recordaré a propósito de esto lo que se cuenta de ciertos osos de Mauritania, que acostumbran cazar monos. Estos animales, al ver a su enemigo, trepan a los árboles. Mas el oso tiéndase en tierra, fingiéndose muerto, y apenas los monos, confiados, bajan al suelo, se levanta, les da caza y los devora.

Así el demonio finge que están muertas las tentaciones, y cuando los hombres descienden a las ocasiones peligrosas, les presentan de improviso la tentación con que los vence. ¡Cuántas almas desventuradas que frecuentaban la oración y la comunión, y que podían llamarse santas, llegaron a ser presa del infierno por no haber evitado las malas ocasiones!

Refiérase en la Historia Eclesiástica que una santa señora, dedicada a la piadosa obra de recoger y enterrar los cuerpos de los mártires, halló uno que aún tenía vida. Llevóle a su casa, le cuidó y curó. Y acaeció luego que, por la ocasión próxima, esos dos santos, que así se les podía llamar, perdieron la gracia de Dios, y luego la misma fe cristiana.

Mandó el Señor a Isaías (40, 6) predicar que toda carne es heno. Y, comentando este pasaje, dice San Juan Crisóstomo: ¿Es posible que el heno deje de arder si se le pone al fuego? Imposible, añade San Cipriano (De sing., Cler.). Es el estar en la hoguera y no quemarse.

Nuestra fortaleza, advierte el Profeta (Is., 1, 31), es como la de la estopa en las llamas. Y también Salomón nos dice (Pr., 6, 27-28) que sería un loco el que pretendiese caminar sobre ascuas sin que se le abrasaran las plantas de los pies. Pues no es menor locura la del que pretenda ponerse en ocasiones y no caer en falta.

Menester es huir del pecado como de la serpiente venenosa (Ecl., 21, 2). Preciso es evitar, no sólo la mordedura de la serpiente, dice Gualfrido, sino el tocarla y hasta el aproximarse a ella.

Dirás, tal vez, que aquella casa, aquella amistad favorecen tus intereses. Pues si aquella casa es para ti camino del infierno (Pr., 7, 27) y no renuncias a salvarte, es en absoluto preciso que la abandones resueltamente. Si tu ojo derecho—dice el Señor—fuese para ti motivo de condenación, debes arrancarle y arrojarle lejos de ti... (Mt., 5, 29).

Nótense las palabras abs te del texto: es necesario tirarle, no cerca, sino lejos, o sea: hay que evitar todas las ocasiones.

Decía San Francisco de Asís que a las personas espirituales y entregadas a Dios las tienta el demonio de muy diferente manera que a las que viven mal. Al principio no las ata con una cuerda, sino con un cabello; después, con un hilo; luego, con un cordel, y, por último, con la cuerda potente que les arrastra al pecado.

El que desee, pues, librarse de tales riesgos, deseche desde el principio esas ligaduras de un cabello, huya de todas las ocasiones peligrosas, trato, saludos, obsequios y otras semejantes, y, sobre todo, el que haya tenido hábitos de impureza no se contente con evitar las ocasiones próximas; si no huye también de las remotas, volverá a recaer.

Quien desee verdaderamente salvarse ha de formar y renovar con suma frecuencia la resolución de no apartarse nunca de Dios, repitiendo a menudo aquella frase de los Santos: «Piérdase todo, pero jamás a Dios.»

Más no basta semejante resolución de no perder a Dios si no usamos de los medios ordenados para no perderle.

El primero es, como ya se ha dicho, huir de las ocasiones.

El segundo, frecuentar los sacramentos de la Confesión y Comunión, porque en la casa que se limpia a menudo no impera la inmundicia. Con la confesión se mantiene pura el alma y se alcanza no solamente la remisión de las culpas, sino fuerza para resistir las tentaciones.

La sagrada Comunión se llama Pan del Cielo, porque así como al cuerpo le es imposible vivir sin el alimento de la tierra, así el alma no puede vivir sin ese manjar celestial. «Si no comiereis la Carne del Hijo del Hombre ni bebiereis su Sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn., 6, 54). Y, al contrario, a quien con frecuencia come ese Pan le está prometido que vivirá eternamente (Jn., 6, 52). Por esto el santo Concilio de Trento (9) llama a la Comunidad medicina que nos libra de los pecados ve¬niales y nos preserva de los mortales.

El tercer medio es la meditación, o sea la oración mental: «Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás» (Ecl., 7, 40). El que tenga siempre ante la vista las verdades eternas, la muerte, el juicio, la eternidad, no caerá en pecado. Dios nos ilumina en la meditación (Salmo 53, 6) y nos habla interiormente, enseñándonos lo que debemos hacer y las cosas de que debemos huir. «La llevaré al desierto y la hablaré al corazón» (Os., 2, 14). Es la meditación como venturosa hoguera donde nos encendemos en amor divino (Sal. 38, 4).

Y, finalmente, según ya hemos considerado, para conservarnos en gracia de Dios nos es absolutamente nece- sario que oremos siempre y pidamos las gracias de que hemos menester. Quien no hace oración mental, difícilmente ruega; y no rogando, ciertamente se perderá.

Debemos, pues, usar de todos esos medios para salvarnos y llevar vida bien ordenada. Por la mañana, al levantarnos, hemos de hacer los cristianos ejercicios de acción de gracias, amor, ofrecimientos y propósitos, con oraciones a Jesús y a la Virgen para que nos preserven de pecado en aquel día. Después haremos la meditación y oiremos la santa Misa.

Durante el día tendremos lectura espiritual y haremos la visita al Santísimo Sacramento y a la divina Madre. Y por la noche hemos de rezar el rosario y hacer examen de conciencia. Debemos comulgar una o más veces por semana, según disponga el director espiritual que tengamos elegido, para obedecerle constantemente. Muy útil sería hacer ejercicios espirituales en alguna casa religiosa.

Hemos de honrar también a María Santísima con algún especial obsequio, como, por ejemplo, ayunando los sábados. Es Madre de perseverancia y ofrece este don a quien la sirve: «Los que obran por Mí, no pecarán» (Ecl., 24, 30).

Por último, y sobre todo, es necesario que pidamos a Dios la santa perseverancia, especialmente en tiempo de tentaciones, invocando entonces más a menudo los santísimos nombres de Jesús y María, si la tentación persistiera. Si así lo hiciereis, os salvaréis seguramente; y si no, ciertamente seréis condenados.

Reflexiones

Amadísimo Redentor mío: Gracias os doy por la luz con que me ilumináis y por los medios que me ofrecéis para salvarme. Ofrezco emplearlos sin falta. Dadme Vos vuestro auxilio para seros fiel. Deseáis que me salve, y yo así lo deseo también, principalmente por agradar a vuestro amantísimo Corazón, que tanto desea mi bien. No quiero, Dios mío, resistir más al amor que me manifestáis, por el cual me sufristeis con tanta paciencia cuando yo os ofendía.

Me invitáis a que os ame, y amaros, Señor, es mi único deseo... Os amo, Bondad infinita Os amo, infinito Bien. Y os ruego, por los merecimientos de Cristo, que no me permitáis ser nuevamente ingrato. O acabad con mi ingratitud, o acabad con mi vida... Concluid, Dios mío, la obra que habéis comenzado (Sal. 67, 29). Dadme luces, fuerza y amor...

¡Oh María Santísima, que sois tesorera de las gracias, auxiliadme Vos. Admitidme, como deseo, por siervo vuestro, y rogad a Jesús por mí. Por los méritos de Jesucristo, y después por los vuestros, espero me he de salvar.

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