La galanura
de mayo ofrece a la vida, sobre los altares de la primavera, un cáliz opulento
de rosas. Pienso en el buen Dios que, cada amanecer, pone un lujo de diamantes
en el rocío, canciones en los pájaros, oro maduro en los trigales y una tierna
esperanza en el corazón del hombre. Suspira San Juan de la Cruz, escoltado por
los ángeles que habitan el aire inocente del alba: "¡Oh bosques y
espesuras, plantadas por la mano del Amado!". Y le responden, en un
salterio de colores y de perfumes, todas las criaturas humildes que resucitan
con la primavera - las golondrinas, las
aguas de las fuentes, los almendros - para que el alma enamorada se acerque más
a su Dios.
Todo vuelve
a vivir ahora. Porque no sabemos dónde -
si en la brisa o en la estrella, a las orillas del mar, entre las palmas del
huerto o en la pequeña casa de nuestro corazón - unas campanas celestes repican
sus aleluyas de júbilo a Jesucristo resucitado, que se alza de su sepulcro,
como Dux invencible de la vida. Miradle cuando se aparece de hortelano a la
Magdalena, de peregrino a los peregrinos de Emaús, que arrastran, en la
sobretarde, las sombras de su propia melancolía, entre un cansado andar de
dudas y de incertidumbres. Y, en el Cenáculo, al fin, como Maestro, en medio de
los apóstoles. Al abrir, de saludo, sus brazos, para que se certifiquen de que
no es un fantasma, una claridad sangrienta anuda las cinco rosas de sus llagas
sobre la carne real, pero celeste. Y, así, la cruz nos queda en el mundo
redentora, palpitante, viva.
Para la
augusta fiesta de este día escribió San Pablo a los gálatas: "Nosotros
sólo podemos gozarnos en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, en el cual reside
nuestra resurrección y nuestra vida, y por el que hemos alcanzado la libertad y
la salud". Y entonces, como un eco risueño de este "introito"
que canta la santa misa, todas las flores de la primavera se suben impacientes
a los altares de mayo para ungir de su gozo la gloria de la cruz. Os diré los
motivos.
En los días
cruciales de la disolución del Imperio romano. Parece increíble que aquella
orgullosa república, extendida por todo el orbe conocido, con la geografía de
sus calzadas y el ímpetu de sus legiones, hubiera de desmoronarse ante la
pequeña comunidad de creyentes sembrada por Pedro entre la tiniebla de las catacumbas.
Y así fue, contra todos los pronósticos racionales y los paganos augurios de
los Césares.
La nueva
religión de la cruz, purificada en las controversias de los retóricos y de los
sofistas, ha crecido en multitud de milagros, cuando los emperadores la creían
aniquilada con la arbitrariedad de sus edictos de persecución. El testimonio de
la sangre siembra poderosos crecimientos. Y el misterio vital, paradójico, de
la cruz hace que la carne destruida y caliente de los mártires no sufra los
rigores de la corrupción, sino que palpite, con una elocuente y divina
presencia, en los discursos del Foro, en los juegos sensuales de las Termas, en
la solemnidad del Senado, hasta subir a la cúpula del Capitolio para imperar
desde allí.
Ahora son
los mejores. Y tanto influyen en la conciencia del pueblo que el Imperio no les
puede ignorar. El edicto de Galerio plantea el difícil tema de los cristianos
en su punto más realista. Por el futuro de la república, incierto ya y
vacilante, se impone una tregua política, que, en la realidad, nada resuelve.
Sólo la libertad de la Iglesia de Cristo pondrá paz en los corazones y grandeza
en el regimiento de los ciudadanos destinos.
Pues el
hombre volcado a tan augusta empresa es Constantino. Eusebio de Cesarea nos
describe en su Historia el perfil de este príncipe pagano. "Era, en su
juventud florida, de talla eminente, la fisonomía noble y hermosa, fina y
fuerte su musculatura. Pero aún subyugaba más por la ternura de su corazón
ancho y por la luz de sus ojos que irradiaban realeza y poder". De otras
fuentes sabemos que amaba la soledad meditabunda y que su alma no se saciaba en
las filosofías groseras del politeísmo, sino que trascendía a la busca de la
única Divinidad, a quien, aun sin conocerla, gustaba de invocar con el nombre
de "Padre del cielo”.
Imperaba en
las Galias, compartiendo el poder con Majencio y Licinio. Los reinos divididos
dan en la disolución y en la ruina. Y la guerra estalla entre los tres, como
siempre, por piques de rivalidad y de soberbia. Constantino es multitudinario
en el fervor de su pueblo y entre sus fieles legiones. Semejante aureola recome
a Majencio, que pretexta vengar con sangre el supuesto asesinato de Máximo
Hércules, por intrigas de Constantino. Pero el gran viento de las victorias
empuja a los cien mil soldados desde las Galias hasta Turín, por Brescia y
Verona, y a todo lo largo de la vía Flaminia. Constantino tenía videncias de su
propio triunfo, porque no combatía solamente con sus ejércitos, sino con el
poder divino de aquel anagrama que, a la luz sangrienta del otoño, resplandecía
en los estandartes y sobre el pecho de sus leales, recordando otra batalla más
cruel y decisiva: la de Cristo en la cruz. Y con su nombre iba seguro a la
victoria.
Fue así el
milagro, según lo refiere Eusebio, recogido de los mismos labios del emperador.
Que a los comienzos de esta injusta guerra embargaba su espíritu el pensamiento
de la muerte, como acontece a los que llevan oficio de armas. Y repasó en su
memoria el fin dramático de todos los emperadores que habían perseguido a los
cristianos. Sólo su padre, Constancio, encontró una muerte piadosa, tranquila,
serena. ¿Acaso porque quiso bien, en amistad y protecciones, a los creyentes de
la cruz? Pide entonces un signo al Señor de los Ejércitos. Y se le dio, en un estupendo
milagro. Sobre un cielo deslumbrante de mediodía vio arder una cruz de sangre,
con esta divisa: IN HOC SIGNO VINCES. Era el lábaro de su victoria. Y más aún.
En el sueño impaciente de aquella noche Cristo se le muestra, ordenándole que
sus combatientes, sus armas, sus banderas, lleven su propio nombre sacro e
invencible. Y mientras aquel 28 de octubre del 312 se alza al cielo, desde las
siete colinas, el incienso inútil ofrecido por Majencio a los dioses paganos,
la última batalla del Puente Milvio, sobre el Tíber, proclama a Constantino
emperador triunfante en la señal de la cruz.
El famoso
Edicto de Milán es el ofrecimiento de su victoria a la cruz. Los cristianos se
ven libres, con todos los derechos jurídicos de los ciudadanos de Roma. En su
brevedad, una sola idea se repite, con clara intención, para que no haya
espacio a interpretaciones o dudas: la perfecta igualdad de ciudadanía para los
creyentes, a los que ningún prefecto podrá, en adelante, torturar con los
garfios y las cárceles ante la pública profesión de su fe.
Y, a los
pocos años, el hallazgo de la cruz, como radiante trofeo de aquella gesta
castrense. Era muy lógico que Constantino y los de su casa anhelaran, muy
ardidamente, poseer aquella cruz, aparecida en los cielos. Y es su madre Elena
la que se pone en piadosa romería hacia Oriente. Todo esto es pura historia. La
podemos seguir con Eusebio, por todo el itinerario, entre las aclamaciones
entusiastas que la hacen, a su paso, las provincias del Imperio. Visita la
cueva de Belén para seguir, con fidelidad, el recuerdo de la vida de Cristo.
Sobre el desnudo pesebre, que profanan unos altares en honor de Adonais,
edifica un templo majestuoso, "de una hermosura singular, digno de eterna
memoria". Se detiene largamente en el lago, porque aquel mar de
Tiberíades, que tiene geografía y curvas de corazón, palpita como el corazón de
todo el Evangelio, como el mismo Corazón de Cristo. Y después a las agonías del
monte de los Olivos. Y al Calvario.
En este
punto nos despedimos de Eusebio de Cesarea, que nos guió minuciosamente, con
sus infolios, en la peregrinación de la emperatriz. Los rigores de la crítica
histórica hinchan el silencio de este escritor para tejer las insidias de la
duda en la maravilla celeste del HALLAZGO. Pero este dato no entenebrece su
perfecta historicidad. Lo consignan escritores eminentes: Rufino, Sozomeno, el
Crisóstomo, San Ambrosio, y el Breviario Romano lo tiene recibido, en las
Lecciones históricas, para la fiesta de este día. Además, Eusebio de Cesarea no
ignora el suceso, aunque no lo consigne expresamente, pues reproduce una carta
de Constantino a Macario, obispo de Jerusalén, en la que se habla "del
memorial de la Pasión escondido, bajo la tierra, durante muy largos años".
Con las
fuentes mencionadas podemos componer la historia así. A los comienzos del siglo
IV el más inconcebible abandono cubría los Santos Lugares, a tal punto que la
colina del Gólgota y el Santo Sepulcro permanecían ocultos bajo ingentes
montañas de escombros. El concilio de Nicea dictó algunas disposiciones para
devolver su rango y su prestigio a aquellas tierras sembradas por la palabra y
la sangre del Redentor, mientras el mismo Constantino ordenaba excavaciones que
hicieran posible recuperar el Santo Sepulcro.
Y allí
Elena, alentando con su poder y sus oraciones el penoso trabajo. Se descubre
una profunda cámara con los maderos, en desorden, de las tres cruces izadas
sobre el Calvario aquel mediodía del Viernes. ¿Cuál de las tres, la verdadera
cruz de Jesucristo? Y entonces el milagro, para un seguro contraste. Porque el
santo obispo de Jerusalén, a instancias de Elena, las impone a una mujer
desvalida, siendo la última la que le devuelve la salud. Aún la tradición añade
que, al ser portada la Vera Cruz, procesionalmente, en la tarde de aquel día,
un cortejo fúnebre topó con el piadoso y entusiasta desfile, y, deseando el
obispo Macario más y más certificarse sobre el auténtico madero, mandó
detenerle, como Jesucristo en Naím, cuando los sollozos de la madre viuda le
arrancaron del corazón el devolverle la vida a su único hijo muerto. Se
probaron, con el que llevaban a enterrar, las tres cruces, y sólo la que ya
veneraban como verdadera le resucitó. Era el 14 de septiembre del año 320.
La
emperatriz Elena, en nombre de su hijo, edificó allí el "Martyrium” sobre
el sepulcro, dejando la cruz, enjoyada en riquísimo ostensorio, para culto y
consuelo de los fieles. Una parte fue enviada a Constantino, junto con los
cinco clavos, dedicando a tan insignes reliquias la basílica romana de la Santa
Cruz de Jerusalén para que toda la cristiandad la venerara y fortaleciera
también la "Roca" de Pedro. Dictó, además, Constantino un decreto,
por el que nadie sería en adelante castigado al suplicio de la cruz, divinizada
ya con la muerte del Hijo de Dios.
Las cristiandades
de Oriente celebraron este hallazgo de la cruz con la pompa hierática de su
rica liturgia, en el "Martyrium" de Constantino, consagrado el 14 de
septiembre del 326. Precedían a la fiesta cuatro días de oraciones y rigurosos
ayunos de todas aquellas multitudes que afluían de Persia, Egipto y
Mesopotamia. Allí encontró su camino de santidad una mujer egipciaca pecadora
que, como la Magdalena, se llamaba María.
Muy pronto
la fiesta del hallazgo se incorporó a las liturgias de toda la cristiandad cuando
fueron llegando a las Iglesias occidentales las preciosas reliquias del
"Lignum Crucis", como regalo inestimable para promover entre los
fieles el recuerdo vivo de nuestra redención.
Tres siglos
después - 3 de mayo del 630 - acontecía en Jerusalén otro suceso feliz. El
emperador Heraclio, depuesta la majestad de sus mantos y de su corona, con
ceniza en la cabeza y sayal penitente, portaba sobre sus hombros, desde
Tiberíades a Jerusalén, la misma Vera Cruz que halló Elena. En un saqueo de la
Ciudad Santa fue sustraída por los infieles persas. Y ahora era devuelta al
patriarca Zacarías con estos ritos impresionantes de fervor y humildad.
Las
liturgias titularon este acontecimiento con el nombre de “Exaltación de la
Santa Cruz". Y, aunque las Iglesias occidentales acogieron con entusiasmo
semejante recuperación definitiva del Santo Madero, sólo muy tardíamente fue
conmemorada su fiesta, según se ve en el sacramentario de Adriano. El tiempo
confundió la historia de ambas solemnidades. Y todo el Occidente cristiano,
dando mayor acogimiento y simpatía al hallazgo de la cruz, lo celebró siempre
en este día 3 de mayo, dejando para el 14 de septiembre la memoria de la
"Exaltación”.
Escribía De
Broglie en el pasado siglo: "A la nueva de que Jerusalén se alzaba de sus
ruinas, coronada por la verdadera cruz de Cristo, escapóse un grito de alegría
de toda la familia cristiana. Dios acababa de consagrar, con un postrer
milagro, el triunfo ya maravilloso de su Iglesia. ¡Qué espectáculo este
resurgimiento, desde las entrañas de la tierra, de los instrumentos del
Suplicio divino, convertidos en una señal de dominación y de victoria. Se creía
hallarse presente a la resurrección universal y ver al Hijo del Hombre,
entronizado en la nube, venir para coronar a sus fieles servidores".
Pero la cruz
de Cristo resume, en su íntima teología, todos los misterios estremecidos que
hilan el dogma de la religión cristiana. Dos proyecciones hacia el infinito: la
una, fragante de luz; la otra, sombría de sacrificio y de sangre.
Como signo
de libertad para todo el linaje humano, resplandece victoriosa, presidiendo el
desfile apresurado de las edades, de las civilizaciones y de la culturas, con
una viva presencia impresionante, en todos los corazones que creen, que esperan
y que aman. El navío de Pedro puede marear seguro, hasta que pase este mundo y
su figura, todos los mares amargos y difíciles, porque lleva, en la vela
latina, el signo inmortal de la cruz.
Ella es cima
de heroísmos sobre los pechos de los cruzados, engarzada a un laurel perenne de
sangre y luz en la pluma de Santo Tomás, que escribe constelaciones de
sabiduría; sacrificio en el puño de las espadas que se emplean en los combates
de la justicia; amor en los ojos arrobados de Santa Teresa; señorío en la
cúpula de todas las coronas; eterno descanso sobre la tierra humilde de las
tumbas. ¡La cruz no es sólo bandera de esperanza, sino evidencia gozosa de
inmortalidades, porque nos libertó, con su poder divino, de todas las
servidumbres del demonio, de las agusanadas ligaduras de la muerte y de la
muerte eterna de nuestro pecado! Pero tiene otra cara, también, de suplicio y
de escándalo, de agonías desamparadas y de victimación. Aquel día del paraíso,
cuando un crepúsculo de melancolía ensombreció toda su plural hermosura, el
árbol de la vida, mancillado por el ansia de nuestros padres, quedó allí, como
argumento justo de nuestro destierro en el valle de lágrimas que es el mundo, Y
había tan infinita fealdad en aquel pecado de origen que sólo Dios podía saldar
adecuadamente la deuda. Pues la respuesta al árbol del paraíso está en el árbol
de la cruz. Árbol joven, vitalísimo, pero desnudamente sangriento, porque ha
servido de altar al sacrificio hasta la muerte del Hijo de Dios, Jesucristo.
El sencillo
esquema de su mensaje, del misterio amoroso de su Encarnación, cuando se hace
Hombre, inscrito en las miserias de nuestra mortalidad, podía enunciarse así:
"Para hacernos conformes con su imagen". Para que echemos toda
nuestra vida incierta y angustiada en el molde caliente de su propia vida.
"Aprended de Mí", nos enseña. Y nos invita: "Si alguno quiere
venir conmigo, que tome su cruz y que me siga". Luego esta cruz, que ahora
conmemoramos, debe presidir nuestras vidas y nuestro destino.
La ascesis
cristiana aprieta cinturas de ceniza y ayuno a nuestra carne, coronas de espino
a nuestro corazón, soledades de agonía al alma. Y, sin embargo, la nuestra es
religión iluminada de afirmaciones y optimismo, de infinita belleza porque se
nutre del amor. Porque Cristo y su cruz, después de todas las humillaciones y
fracasos, entre las burlas y los retos de aquélla chusma que a sus pies
bramaba, se alzó - cruz de luz - a las eternas victorias del cielo. Tenía un
nombre - Cristo y su cruz -, dado por el Padre, que era superior, en poder y
señorío, a todos los más altos y orgullosos nombres. Y ante ese Nombre doblan
su adoración los cielos, y sus humildes súplicas la tierra, y su rabia
impotente los abismos.
Por eso la
primavera ofrece a esta “Cruz de mayo” esclarecida y deslumbrante de vida, un
cáliz opulento de rosas. ¡Que también la rosa de nuestro corazón, encendida y
caliente, se enrosque, como el de la Magdalena, a las glorias y las victorias
de la cruz!
FERMÍN
YZURDIAGA LORCA
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