Jesús Tú estás en la Cruz, clavado por amor a mí, y desde allí me miras y me dices:
¿Qué haces pensando todavía en tus caprichos, en tus egoísmos? ¿No ves que te necesito?
Jesús, si quiero estar cerca tuyo debo tener el corazón pegado a Ti, en la Cruz.
Esto es lo que se llama mortificación interior: sujetar la imaginación, la memoria,
el deseo de quedar bien por encima de todo. Y poner mi corazón en el suelo para que los demás pisen blando: Fomentar esos deseos de servir a los demás sin pensar en mí.
«Llamando de nuevo a la muchedumbre, les decía: Escuchadme todos y entended: nada hay fuera del hombre que, al entrar en él, pueda hacerlo impuro; las cosas que salen del hombre, ésas son las que hacen impuro al hombre. Y cuando entró en casa, alejado ya de la muchedumbre, sus discípulos le preguntaban el sentido de la parábola.
Y les dice: ¿así que también vosotros sois incapaces de entender? ¿No sabéis que todo lo que entra en el hombre no puede hacerlo impuro, porque no entra en su corazón sino en su vientre, y va a la cloaca? De este modo declaraba puros todos los alimentos. Pues decía: Lo que sale del
hombre, eso hace impuro al hombre.
Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude, deshonestidad, envidia, blasfemia, soberbia, insensatez. Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al
hombre.» (Marcos 7,14-23)
Jesús, los judíos tenían muchos preceptos sobre los alimentos y sobre cómo limpiar las cosas antes de comer. Eran reglas de sentido práctico y sanitario, pero Tú quieres recalcar que la
verdadera limpieza del hombre nace en el corazón.
Lo que realmente me daña son los «malos pensamientos, fornicaciones, codicias, deshonestidad, envidia, soberbia, insensatez, etc.»
¿Cómo cuido el corazón? ¿De qué lo tengo lleno? ¿Cuáles son mis intereses más
profundos?
Jesús, debo cuidar más mis afectos, para que sean limpios, puros, generosos. Quiero querer a los demás como los quieres Tú, y para eso he de luchar un poco: no consentir esos malos pensamientos; no ponerme en ocasión de tentaciones impuras; saber perdonar los errores de los demás, también las injusticias; saber escuchar y comprender, no queriendo imponer siempre mi punto de vista; buscar la paz y no el odio; cortar los deseos de tener por tener; alegrarme si
los demás son mejores que yo; etc.
«La posibilidad de abrirse con amor a las obras de misericordia es fruto de una prolongada y dura lucha con el orgullo propio, con los malos pensamientos, con el propio egoísmo. Sólo quien sabe conservar el corazón «intacto» sustrayéndole a las sugestiones de los entusiasmos pasajeros y dispersos, puede expresar en su vida una auténtica capacidad de donación» (Juan Pablo II).
«Si tu ojo derecho te escandalizare... ¡arráncatelo y tíralo lejos! ¡Pobre corazón, que es el que te
escandaliza! Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: «Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!» (Camino.-163).
Jesús, me pides tener sujeto el corazón: que mis deseos, mis afectos, mis pensamientos, mi imaginación, mi memoria, y todo ese mundo interior mío que sólo Tú y yo conocemos, no se
desboque en un egoísmo de fantasía que me hace estar pensando siempre en mí, en mis problemas, en mis derechos, en lo que me merezco, en si me tienen en consideración, etc. Corazón, ¡corazón en la Cruz! ¡corazón en la Cruz! Quiero pensar en Ti, en tus necesidades, en tus deseos. ¿Qué necesitas de mí? ¿Qué más puedo hacer por Ti o por los demás? ¿Quién está más necesitado entre los que me rodean?
Jesús, Tú estás en la Cruz, clavado por amor a mí, y desde allí me miras y me dices: ¿qué haces pensando todavía en tus caprichos, en tus egoísmos? ¿No ves que te necesito? Jesús, si quiero estar cerca tuyo debo tener el corazón pegado a Ti, en la Cruz.
Esto es lo que se llama mortificación interior: sujetar la imaginación, la memoria, el deseo de quedar bien por encima de todo. Y poner mi corazón en el suelo para que los demás pisen blando: fomentar esos deseos de servir a los demás sin pensar en mí.
El Señor, que había hecho al hombre a su imagen y semejanza (Génesis 1, 27), quiso que participase en su poder creador, transformando la materia, descubriendo los tesoros que encerraba, y que plasmase la belleza en obras de sus manos. El trabajo no fue un castigo, ya
que el hombre fue creado ut operaretur. El trabajo es un medio por el que el hombre se hace partícipe de la creación, y por tanto, no sólo es digno, sino que es un instrumento para conseguir la perfección humana y la perfección sobrenatural.
El pecado original añadió al trabajo la fatiga, pero sigue siendo un don divino, y "una bendición, un bien que corresponde a la dignidad del hombre y la aumenta".
El trabajo adquirió con Cristo, en sus años de vida oculta en Nazaret y en los tres años de ministerio público, un valor redentor.
El sudor y la fatiga, ofrecidos con amor, se vuelven tesoros de santidad.
Examinemos hoy en la oración si nos quejamos con frecuencia en el trabajo; si ofrecemos el cansancio; si en la fatiga encontramos la mortificación que nos purifica.
Para el cristiano, el trabajo bien acabado es ocasión de un encuentro personal con Jesucristo, y medio para que todas las realidades de este mundo estén informadas por el espíritu del
Evangelio.
El trabajo negligente ofende en primer lugar la propia dignidad de la persona y la de aquellos a quienes se destinan los frutos de esa tarea mal realizada. El gran enemigo del trabajo es
la pereza.
Quienes queremos imitar a Cristo debemos esforzarnos por adquirir una adecuada preparación profesional, que luego continuamos en el ejercicio de nuestra profesión u oficio.
Miremos a Jesús mientras realiza su trabajo en el taller de José, y preguntémonos hoy si se nos conoce en nuestro amiente por el trabajo bien hecho que realizamos.
El prestigio profesional tiene repercusiones inmediatas en las personas a quienes tratamos, pues cuando tratamos de acercarlas a Dios, nuestra palabra tendrá peso y autoridad. Junto al prestigio profesional, el Señor nos pide otras virtudes: Espíritu de servicio amable y sacrificado, sencillez y humildad, y serenidad, para que la tarea intensa no se convierta en activismo.
El trabajo intenso no debe llenar el día de tal manera que ocupe el tiempo dedicado a dios, a la familia, a los amigos..., sería un síntoma claro de que no nos estamos santificando y
solamente nos buscamos a nosotros mismos.
Acudamos a José para que nos enseñe a trabajar con rectitud de intención, y junto a él, encontraremos a María.
Publicado por: Wilson
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