jueves, 5 de enero de 2012

LOS MALOS HABITOS


Preparación para la muerte.
Impius cum in profundum venerit
peccatorum, contemnit.

El impío, después de haber llegado a lo profundo de
los pecados, No hace caso.

Una de las mayores desventuras que
nos acarreó la culpa de Adán es nuestra propensión al pecado.

De ello se lamentaba el Apóstol,
viéndose movido por la concupiscencia hacia el mismo mal que él aborrecía: «Veo
otra ley en mis miembros que... me lleva cautivo a la ley del pecado» (Ro., 7,
23). De aquí procede que para nosotros, infectos de tal concupiscencia y
rodeados de tantos enemigos que nos mueven al mal, sea difícil llegar sin culpa
a la gloría.

Reconocida esta fragilidad que tenemos, pregunto yo ahora: ¿Qué diríais de un
viajero que debiendo atravesar el mar durante una tempestad espantosa y en un
barco medio deshecho, quisiera cargarle con tal peso, que, aun sin tempestades
y aunque la nave fuese fortísima, bastaría para sumergirla?...

¿Qué pronóstico formarías sobre la vida de aquel
viajero? Pues pensad eso mismo acerca del hombre de malos hábitos y costumbres,
el cual ha de cruzar el mar tempestuoso de esta vida, en que tantos se
pierden, y ha de usar de frágil y ruinosa nave, como es nuestro cuerpo, a que
el alma va unida.

¿Qué ha de suceder si la cargamos todavía con el peso irresistible de los
pecados habituales? Difícil es que tales pecadores se salven, porque los malos
hábitos ciegan el espíritu, endurecen el corazón y ocasionan probablemente la
obstinación completa en la hora de la muerte.

Primeramente, el mal hábito nos ciega. ¿Por qué motivo los Santos pidieron
siempre a Dios que los iluminara, y temían convertirse en los más abominables
pecadores del mundo? Porque sabían que si llegaban a perder la divina luz
podrían cometer horrendas culpas.

¿Y cómo tantos cristianos viven obstinadamente en pecado, hasta que sin remedio
se condenan? Porque el pecado los ciega, y por eso se pierden (Sb., 2, 21).
Toda la culpa lleva consigo ceguedad, y acrecentándose los pecados, se aumenta
la ceguera del pecador. Dios es nuestra luz, y cuanto más se aleja el alma de
Dios, tanto más ciega queda. Sus huesos se llenarán de vicios (Jb., 20,
11).

Así como en un vaso lleno de tierra no puede entrar la luz del sol, así no
puede penetrar la luz divina en un corazón lleno de vicios. Por eso vemos con
frecuencia que ciertos pecadores, sin luz que los guíe, andan de pecado en
pecado, y no piensan siquiera en corregirse. Caídos esos infelices en oscura
fosa, sólo saben cometer pecados y hablar de pecados; ni piensan más que en
pecar, ni apenas conocen cuán grave mal es el pecado.
«La misma costumbre de pecar — dice San Agustín —no deja ver al pecador el mal que
nace.» De suerte que viven como si no creyesen que existe Dios, la gloria, el
infierno y la eternidad.

Y acaece que aquel pecado que al principio causaba horror, por efecto del mal
hábito no horroriza luego. «Ponlos como rueda y como paja delante del viento»
(Sal. 82, 14). Ved, dijo San Juan, con qué facilidad se mueve una paja por
cualquier suave brisa; pues también veremos a muchos que antes de caer
resistían, a lo menos por algún tiempo, y combatían contra las tentaciones; mas
luego, contraído el mal hábito, caen al instante en cualquier tentación, en
toda ocasión de pecar que se les ofrece. ¿Y por qué? Porque el mal hábito los
privó de la luz.

Dice San Anselmo que el demonio procede con ciertos pecadores como el que
tiene un pajarillo aprisionado con una cinta; Le deja volar, pero cuando quiere
lo derriba otra vez en tierra. Tales son, afirma el Santo, los que el mal
hábito domina.

Y algunos, añade San Bernardino de Sena, pecan sin que la ocasión les solicite.
Son, como dice este gran Santo (T. 4, serm. 15), semejantes a los molinos de
viento, que cualquier aire los hace girar, y siguen volteando, aunque no haya
grano que moler, y aun a veces cuando el molinero no quisiera que se moviesen.
Estos pecadores — observa San Juan Crisóstomo — van forjando malos pensamientos
sin ocasión, sin placer, casi contra su voluntad, tiranizados por la fuerza de
la mala costumbre (1).

Porque, como dice San Agustín, el mal hábito se convierte luego en necesidad
(2). La costumbre, según nota San Bernardo, se muda en naturaleza. De suerte
que, así como al hombre le es necesario respirar, así a los que habitualmente
pecan y se hacen esclavos del demonio, no parece sino que les es necesario el
pecar.

He dicho esclavos, porque los sirvientes trabajan por su salario; mas los
esclavos sirven a la fuerza, sin paga alguna. Y a esto llegan algunos
desdichados: a pecar sin placer ni deseo.

«El impío, después de haber llegado a lo profundo de los pecados, no hace caso»
(Pr., 18, 3). San Juan Crisóstomo explica estas palabras refiriéndolas al
pecador obstinado en los malos hábitos, que, hundido en aquella sima tenebrosa,
desprecia la corrección, los sermones, las censuras, el infierno y hasta a
Dios: lo menosprecia todo, y se hace semejante al buitre voraz, que por no
dejar el cadáver en que se ceba, prefiere que los cazadores le maten.

Refiere el P. Recúpito que un condenado a muerte, yendo hacia la horca, alzó
los ojos, y por haber mirado a una joven consintió en un mal pensamiento. Y el
P. Gi-solfo cuenta que un blasfemo, también condenado a muerte, profirió una
blasfemia en el mismo instante en que el verdugo lo arrojaba de la escalera
para ahorcarle.

Con razón, pues, nos dice San Bernardo que de nada suele servir el rogar por
los pecadores de costumbre, sino que más bien es menester compadecerlos como a
condenados. ¿Querrán salir del precipicio en que están, si no le miran ni le
ven? Se necesitaría un milagro de la gracia. Abrirán los ojos en el infierno,
cuando el conocimiento de su desdicha sólo ha de servirles para llorar más
amargamente su locura.

Publicado
por: Wilson

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