El discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede es, junto al discurso a la Curia Roma, uno de los dos grandes mensajes que el Papa dirige al año. Además están, por supuesto, las continuas enseñanzas dadas a través de las audiencias y, sobre todo, los viajes. Pero en estos dos discursos, el Romano Pontífice, de forma oficial, analiza la situación de la Iglesia – el mensaje a la Curi a- y del mundo – el dirigido a los diplomático s-. Por eso ambos textos son siempre observados con especial interés por los medios de comunicación.
En esta ocasión, Benedicto XVI ha querido destacar dos puntos en su mensaje. Por un lado, ha aprovechado para reiterar su condena al aborto, que intenta imponerse en el mundo ya no sólo como algo legal desde la perspectiva de la despenalización, sino como un derecho. Por otro, ha colocado en el centro del debate sobre los derechos la cuestión de la libertad religiosa.
De ella dijo que “es el primer derecho del hombre, porque expresa la realidad más fundamental de la persona” y añadió que, por desgracia, “con demasiada frecuencia y por distintos motivos se sigue limitando y violando”. Podría parecer lógico que el líder de una institución religiosa como es la Iglesia católica considerara precisamente a la libertad religiosa como lo más importante; estaría, digámoslo así, en su papel. Pero es que, además de esto y visto no sólo con los ojos de quien debe defender los intereses de mil cien millones de católicos, el Papa tiene razón. Hay muchos auténticos derechos y todos son importantes. Hay otros que son considerados tales con una perspectiva generosa y, decididamente, hay otros – como el aborto - que no lo son en absoluto aunque se intente darles ese rango. Pero de entre los verdaderos derechos, el que destaca por encima de todos es el de la libertad religiosa, el de la libertad para practicar aquellas convicciones profundas en las que se cree y que dan sentido a la propia vida. Cuando San Pablo, encerrado en una cárcel romana, decía que su libertad no estaba encadenada estaba refiriéndose a eso: a la libertad interior que tiene el ser humano y que nadie puede, aunque quiera, suprimir; pero esa libertad interior tiene que ir unida a una libertad exterior: a la que implica poder acudir a un templo sin que te insulten o incluso te maten por ello – como sucede en tantos países del mundo y como hemos visto este año en lugares como Irak o como Nigeria -, el de poder cambiar de religión son que tu vida corra peligro – como sucede en los países musulmanes -, o el de poder defender los propios principios morales – extraídos de la moral natural, por ejemplo -, sin que se te acuse de querer imponer tus normas éticas a los demás – como sucede en buena parte de Occidente, incluida España -. Sin libertad religiosa, nos retrotraemos al tiempo de Nerón. Hemos
recorrido dos mil años de civilización para conseguir ese logro. No podemos consentir que lo supriman. Por eso el Papa tiene razón y tenemos que apoyarle.
Santiago Martín
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