Cuando se nos menciona el término luz, siempre pensamos enseguida en la luz que contemplan los ojos de nuestra cara.
Pero es el caso de que nosotros las personas, somos cuerpo materia y alma espiritual, y aunque tengamos siempre, una tendencia innata a dar más importancia a nuestra materia que a nuestro espíritu, sin embargo nuestra alma que es nuestro espíritu, ¡está ahí!, aunque los ojos de nuestra cara no lo perciban, ella es la esencia de nuestro ser, ella nos perdurará eternamente, en la forma en que ahora nos preocupemos de moldearla. Ella es mucho más importante que nuestro cuerpo.
Porque nuestro cuerpo aunque lo volveremos a recuperar, no será exactamente con el conjunto de circunstancias que ahora lo configuran, y mucho menos con los defectos que ahora tiene, fruto muchas veces de nuestra pecadora conducta en esta vida y lo que es peor, mancilladora del amor debido al Señor. Lo que recuperaremos será un cuerpo glorificado, carente de defectos y sobretodo con unas cualidades, ahora inimaginables para nuestras pobres mentes, porque ellos también serán iluminados con la divina Luz.
La luz que perciben nuestros ojos, es simplemente una luz material y por ello corruptible ya que es siempre corruptible todo lo que es material, por ser la materia siempre compuesta de distintos elementos. Incorruptible es todo lo que es simple, ya que no puede romperse o separarse. Lo corruptible es siempre la materia porque se pueden descomponer los elementos que la integran. Así la luz material como sabemos se descompone en una serie de colores, muestro de ello es la formación del llamado arco iris. Lo material nunca es eterno, y la luz material tampoco lo es. La luz que perciben los ojos de muestra cara, no es ni será nunca eterna, porque el astro sol que la genera, un día lejano, desaparecerá convertido en un agujero negro en el universo, como ya ha ocurrido con otros astros, según nos dicen los astrónomos. También la luz que podemos tener generada por la combustión de la madera, el petróleo u otro elemento productor de energía también es efímera y siempre termina por consumirse.
Nosotros, amamos tremendamente la luz material. Para la mayoría de las personas, el peor castigo que no quisieran recibir sería el quedarse ciegos. Consideramos la ceguera como una tremenda desgracia y siempre el ciego nos mueve a compasión. Tememos a las tinieblas, que más que la antítesis de la luz, es la carencia de luz, porque donde no hay luz se genera un vacío que llamamos tinieblas. Recuerdo que de niño vivíamos en el campo y como a unos 100 metros, estaba la casa de unos primos míos, pues bien cuando me entretenía jugando con mis primos y se hacía de noche era una tortura para mí recorrer en semioscuridad, estos 100 metros y siempre la hacía cantando a voz en grito para quitarme el miedo. El otro día, un nieto de pocos años, me dijo muy serio, que tenía que castigar a su madre, encerrándola en un cuarto oscuro, porque le había regañado no me acuerdo con que motivo. Es indudable que el miedo a las tinieblas es ancestral en el género humano, aunque ello no es así en los animales.
Para darnos cuenta de la importancia que las tinieblas tienen en la vida del hombre, pensemos que en la Biblia se mencionan las “tinieblas” 115 veces. En los Evangelios encontramos la referencia a las tinieblas en su doble sentido material y espiritual. Así más de una vez se alude a las tinieblas refiriéndose al infierno. “Entró el rey a ver a los comensales, y al notar que había allí uno que no tenía traje de boda, le dice: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?" Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a los sirvientes: "Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes". Porque muchos son llamados, más pocos escogidos”. (Mt 22,11-13). Pero esta es una referencia a la luz espiritual no a la material, pues en el infierno todo será tinieblas al no brillar la Luz del rostro de Dios.
San Juan nos dice: "La noticia que hemos oído de Él y que nosotros les anunciamos, es esta: Dios es luz, y en él no hay tinieblas”. (1Jn 1,5). La Luz de Dios, la luz espiritual, es eterna. Su elemento generador es Dios y Él es Espíritu simple, puro y eterno, carente de materia. Dentro de la Santísima Trinidad, bien es verdad que el Hijo, para nuestra salvación, bajo a la tierra para redimirnos y tomo cuerpo humano que por puro amor a nosotros, sufrió Pasión y muerte, con una gloriosa posterior Resurrección y Ascensión a los cielos. Y precisamente esta es la principal referencia que tenemos de cómo será nuestro futuro cuerpo glorioso, para toda la eternidad.
La luz espiritual, como perteneciente al orden del espíritu, es eterna y muy superior en todo a la pobre luz material, que tanto amamos y que hasta nos llega a deslumbrar si miramos directamente al sol. El orden del espíritu es siempre superior en todo al orden material, entre otras muchas razones, sencillamente porque fue Dios espíritu puro, el que creó el orden material. El orden de la materia, no ha creado a Dios, aunque haya quienes estén tan materializados, que lleguen a negar la evidente existencia de Dios.
Y nosotros, sin haber llegado al cielo, ni poder contemplar la Luz de amor que emana del rostro de Dios, si podemos utilizar los ojos de nuestra alma que son los únicos capacitados que tenemos para poder al menos vislumbrar, la luz espiritual. Es esta la llamada Luz tabórica, que pudieron contemplar los tres elegidos apóstoles en la cumbre del Monte Thabor. "Seis días después tomo Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevo aparte, a un monte alto. Y se transfiguro ante ellos; brillo su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con Él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés, y otra para Elías. Aún estaba el hablando, cuando los cubrió una nube resplandeciente, y salió de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle. Al oírla, los discípulos cayeron sobre su rostro sobrecogidos de gran temor. Jesús se acercó, y tocándolos dijo: Levantaos, no temáis. Alzando ellos los ojos, no vieron a nadie, sino solo a Jesús”. (Mt 17,1-8).
Máximo el confesor, escribía que: “Cuando un hombre ha experimentado durante largo tiempo la iluminación divina, él mismo se hace luminoso”. Recordemos a Moisés que cuando salía de la tienda del encuentro en el Sinaí, tenía que echarse un velo sobre la cara para no deslumbrar a los israelitas. "Siempre que Moisés se presentaba delante de Yahveh para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía, y al salir decía a los israelitas lo que Yahveh había ordenado. Los israelitas veían entonces que el rostro de Moisés irradiaba, y Moisés cubría de nuevo su rostro hasta que entraba a hablar con Yahveh”. (Ex 34,34-35). Pero esta luminosidad a la que alude Máximo el confesor, no es una luz de carácter material, sino totalmente espiritual, porque si ya en esta vida, desarrollamos los ojos de nuestra alma y podemos así no ver, pero si al menos vislumbrar la luz divina, nos haremos luminosos tal como máximo el confesor nos asegura.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
No hay comentarios:
Publicar un comentario