lunes, 26 de septiembre de 2011

¿MIEDO AL DIABLO? RESPONDE SANTA TERESA DE JESÚS



Contra los miedos injustificados al demonio, reproducimos una página de santa Teresa de Ávila, tomada de su Vida (capitulo 25, 20-22). Es una página alentadora, a menos que seamos nosotros quienes abramos la puerta al demonio...

«Pues si este Señor es poderoso, como veo que lo es, y sé que lo es, y que con sus esclavos los demonios - y de ello no hay que dudar, pues es fe -, siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí? ¿Por qué no he de tener yo fortaleza para combatirme con todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía verdaderamente darme Dios ánimo, que yo me vi otra en breve tiempo, que no temiera tomarme con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con aquella cruz los venciera a todos; y así dije: Ahora venid todos, que siendo sierva del Señor, yo quiero ver qué me podéis hacer.

»Es sin duda que me parecía me habían miedo, porque yo quedé sosegada, y tan sin temor de todos ellos, que se me quitaron todos los miedos que solía tener, hasta hoy: porque aunque algunas veces los vía, como diré después, no les he habido más casi miedo, antes me parecía ellos me le habían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado del Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza.

»No saben estos enemigos derecho acometer, sino a quien ven que se les rinde, o cuando lo permite Dios para más bien de sus siervos, que los tienten y atormenten. Rogamos a Su Majestad temiésemos a quien hemos de temer y entendiésemos nos puede venir mayor daño de un pecado venial que de todo el infierno junto, pues es ello así. Que espantados nos traían estos demonios, porque nos queremos nosotros espantar con otros asimientos de honras y haciendas y deleites; que entonces, juntos ellos con nosotros mismos, que nos somos contrarios, amando y queriendo lo que hemos de aborrecer, mucho daño nos harán; porque con nuestras mismas armas les hacemos que peleen contra nosotros, puniendo en sus manos con las que nos hemos de defender.

»Ésta es la gran lástima. Mas si todo lo aborrecemos por Dios y nos abrazamos con la cruz y tratamos servirle de verdad, huye él de estas verdades como de pestilencia. Es amigo de mentiras y la misma mentira; no hará pacto con quien anda en verdad.

Cuando él ve oscurecido el entendimiento, ayuda lindamente a que se quiebren los ojos; porque si a uno ve ya ciego en poner su descanso en cosas vanas, y tan vanas que parecen las de este mundo cosa de juego de niños, ya él ve que éste es niño, pues trata como tal, y se atreve a luchar con él una y muchas veces.

»Ruego al Señor que no sea yo de éstos, sino que me favorezca Su Majestad para entender por descanso lo que es descanso, y por honra lo que es honra, y por deleite lo que es deleite, y no todo al revés; ¡y una higa para todos los demonios!, que ellos me temerán a mí. No entiendo estos miedos: ¡demonio, demonio!, donde podemos decir: ¡Dios, Dios! y hacerle temblar.

Sí, que ya sabemos que no se puede menear si el Señor no lo permite. ¿Qué es esto? Es sin duda que tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y estos otros, en especial si son confesores, inquietan mucho, y he pasado algunos años de tan gran trabajo, que ahora me espanto cómo lo he podido sufrir.

¡Bendito sea el Señor, que tan de veras me ha ayudado

EL PUNTO DE PARTIDA
Un día un obispo me telefoneó para recomendarme que exorcizase a cierta persona. Mi primera respuesta fue decirle que se ocupara él de nombrar un exorcista. Me repuso que no conseguía encontrar a un sacerdote que aceptase el encargo. Por desgracia, esta dificultad es general. A menudo los sacerdotes no creen en estas cosas; pero si el obispo les ofrece hacer de exorcistas, sienten que les caen encima los mil diablos y se niegan. He escrito muchas veces que se enfada más al demonio confesando, o sea arrebatándole las almas, que exorcizando, que es sustraerle los cuerpos. Y aún más rabia se le causa predicando, porque la fe germina de la palabra de Dios. Por eso un sacerdote que tiene el valor de predicar y confesar no debería tener ningún temor a exorcizar.

Léon Bloy escribió enardecidas palabras contra los sacerdotes que se niegan a realizar exorcismos. Las reproduzco de Il diavolo, de Balducci (Piemme, p. 233): «Los sacerdotes no usan casi nunca su poder como exorcistas, porque carecen de fe y tienen miedo, en sustancia, a disgustar al demonio». También esto es verdad; muchos temen represalias y se olvidan de que el demonio ya nos hace todo el mal que el Señor le permite: ¡con él no existen pactos de no beligerancia! Y el autor continúa: «Si los sacerdotes han perdido la fe hasta el punto de no creer ya en su poder para exorcizar y no hacer uso de él, este hecho supone una horrible desventura, una atroz prevaricación, como consecuencia de la cual son irreparablemente abandonadas a sus peores enemigos las supuestas histéricas que llenan los hospitales». Palabras fuertes, pero ciertas. Es una directa traición al mandamiento de Cristo.

Vuelvo a la llamada de aquel obispo. Le dije con franqueza que, si no encontraba sacerdotes, estaba obligado a ocuparse él personalmente. Me respondió, con cándida ingenuidad: «¿Yo? No sabría ni por dónde empezar». A lo cual respondí con la frase que me dijo el padre Candido cuando me encontraba en mis comienzos: «Empiece por leer las instrucciones del Ritual y rece en favor del solicitante las oraciones prescritas».

Éste es el punto de partida. El Ritual de los exorcismos empieza reproduciendo veintiuna normas que el exorcista debe observar; no importa que estas normas fuesen escritas en 1614; son directrices llenas de sabiduría que podrán ser ulteriormente completadas, pero que aún tienen pleno vigor. Después de haber puesto en guardia al exorcista para que no crea fácilmente en la presencia del demonio en la persona que se presenta, proporciona una serie de normas prácticas, tanto para reconocer si se trata de un caso de verdadera posesión como sobre el comportamiento que el exorcista debe observar.

Pero el desconcierto del obispo («No sabría ni por dónde empezar») es justificado. Un exorcista no se improvisa. Asignar tal misión a un sacerdote es un poco como poner en manos de una persona un tratado de cirugía y luego pretender que vaya a practicar operaciones. Muchas cosas, demasiadas, no se leen en los textos, sino que se aprenden sólo con la práctica. Por eso he pensado en poner por escrito mis experiencias, dirigidas por la gran experiencia del padre Candido, aun sabiendo que lo conseguiré de manera muy deficiente: una cosa es leer y otra ver. Pero igualmente escribo cosas que no se encuentran en ningún otro libro. En realidad, el punto de partida es otro. Cuando se presenta, o nos es presentada por parientes o amigos, una persona para ser exorcizada, se comienza por un interrogatorio orientado a comprender si hay motivos razonables para proceder al exorcismo, de lo cual sólo puede obtenerse un diagnóstico, o bien si tales motivos no existen. Por ello se empieza por estudiar los síntomas que la propia persona o los parientes denuncian, y también las posibles causas.

Se empieza por los males físicos. Los dos puntos afectados más a menudo son la cabeza y el estómago, en caso de influencias maléficas. Además de los dolores de cabeza agudos y refractarios a los calmantes, puede haber, especialmente en los jóvenes, una repentina cerrazón al estudio: muchachos inteligentes y que nunca han tenido dificultades en la escuela, de golpe ya no consiguen estudiar y la memoria se les reduce a cero.

El Ritual señala, como signos sospechosos, las manifestaciones más vistosas: hablar corrientemente lenguas desconocidas o comprenderlas si las hablan otros; conocer cosas lejanas y escondidas; demostrar una fuerza muscular sobrehumana. Como ya dije, sólo he encontrado fenómenos de este género durante las bendiciones (así llamo siempre a los exorcismos), no antes. Con frecuencia se denuncian comportamientos extraños o violentos. Un síntoma típico es la aversión a lo sagrado: personas que de golpe dejan de rezar, cuando antes lo hacían; que ya no ponen un pie en la iglesia, ante la que se manifiestan sentimientos de rabia; a menudo blasfemias y violencia contra las imágenes sagradas. Casi siempre se añaden comportamientos asociales y rabiosos hacia sus familiares o los ambientes que frecuentan. Luego se observan extravagancias de diversa índole.

Ni que decir tiene que, cuando alguien llega al exorcista, ya ha pasado por todos los exámenes y tratamientos médicos posibles. Las excepciones son rarísimas, por esto el exorcista no tiene dificultad para que le transmitan la opinión del médico, los tratamientos realizados y los resultados obtenidos.

El otro punto que suele verse afectado es la boca del estómago, inmediatamente debajo del esternón. También allí se pueden comprobar males lacerantes y rebeldes a los tratamientos; una característica típica de las causas maléficas se tiene cuando el mal suele desplazarse: ora a todo el estómago, ora a los intestinos, ora a los riñones, ora a los ovarios... sin que los médicos comprendan las causas de ello ni se obtenga provecho con los fármacos.

Hemos afirmado que uno de los criterios de reconocimiento de posesión diabólica nos lo proporciona el hecho de que las medicinas son ineficaces, al contrario de las bendiciones.

Exorcicé a Marco, afectado por una fuerte posesión. Había estado ingresado durante mucho tiempo y había sido machacado con tratamientos psiquiátricos, especialmente electrochoques, sin que nunca tuviera la menor reacción. Cuando le indicaron una cura de sueño, le suministraron durante una semana somníferos que habrían dormido a un elefante; él nunca llegó a dormirse, ni de día ni de noche. Caminaba por la clínica con los ojos desorbitados, como un imbécil. Por fin llegó al exorcista e inmediatamente empezaron los resultados positivos.

También la fuerza extraordinaria puede ser un signo de posesión diabólica. Un loco en el manicomio puede ser mantenido quieto con la camisa de fuerza. Un endemoniado, no; lo rompe todo, incluso cadenas de hierro, como dice el Evangelio sobre el endemoniado de Gerasa. El padre Candido me narró el caso de una muchacha delgada y aparentemente débil; durante los exorcismos, apenas podían mantenerla quieta entre cuatro hombres. Destrozó toda ligadura, incluso anchas correas de cuero con las que intentaron sujetarla. Una vez, atada con grandes cuerdas a un somier de hierro, rompió parte de los hierros y en otra parte los dobló en ángulo recto. Muchas veces el paciente (o también los demás, si se ve afectada una familia) oye ruidos extraños, pasos en el corredor, hay puertas que se abren y se cierran, objetos que desaparecen y luego reaparecen en los sitios másdiversos, golpes en las paredes y en los muebles. Siempre pregunto, para buscar las causas, cuándo empezaron esas molestias, si se las puede relacionar con un hecho concreto, si el interesado ha asistido a sesiones de espiritismo, si ha ido a ver a cartománticos o magos y, en caso positivo, cómo han ido las cosas.

Es posible que, a sugerencia de algún conocido, se haya abierto la almohada o el colchón del interesado y se hayan encontrado allí los objetos más extraños: hilos de colores, mechones de cabellos, trenzas, astillas de madera o de hierro, coronas o cintas atadas de una manera apretadísima, muñecos, formas de animales, grumos de sangre, guijarros...; son frutos seguros de hechizos.

Si los resultados del interrogatorio son tales que hacen sospechar la intervención de una causa maléfica, se procede al exorcismo. Presento algunos casos; naturalmente, en todos los episodios que reseño a continuación modifico los nombres y cualquier otro elemento que pudiera llevar a reconocer a las personas.

Para algunas bendiciones vino a verme la señora Marta, acompañada de su marido. Venían de lejos y con no poco sacrificio. Desde hacía muchos años Marta estaba en tratamiento con neurólogos, sin ninguna mejoría. Después de algunas preguntas, vi que podía proceder al exorcismo, si bien ya había sido exorcizada por otros, pero sin provecho. Al principio cayó al suelo y parecía privada de conocimiento. Mientras yo avanzaba en las plegarias introductorias, de vez en cuando se lamentaba: «¡Quiero un verdadero exorcismo, no estas cosas Al comienzo del primer exorcismo, que empieza con las palabras: «Exorcizo te», se calmó, satisfecha; estas palabras le habían quedado claramente impresas en los exorcismos anteriores. Luego comenzó a lamentarse de que le hacía daño en los ojos. Actitudes todas las suyas no propias de los poseídos. Cuando regresó las veces siguientes, yo no podía reconocer si mi exorcismo le había producido algún efecto o no. Para mayor seguridad, antes de despedirla definitivamente, la acompañé una vez a ver al padre Candido: después de ponerle la mano sobre la cabeza, él medijo inmediatamente que allí el demonio no tenía nada que ver. Era un caso para psiquiatras, no para exorcistas.

Pierluigi, de catorce años, era alto y corpulento para su edad. No podía estudiar, era la desesperación de sus profesores y compañeros, con ninguno de los cuales conseguía estar de acuerdo; pero no era violento. Una de sus características era que cuando se sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas (él decía que «hacía el indio»), ninguna fuerza conseguía levantarlo, como si se hubiese vuelto de plomo. Después de varios tratamientos médicos sin resultado, lo llevaron al padre Candido, quien comenzó a exorcizarlo y apreció una verdadera posesión. Otra de sus características: no era pendenciero, pero con él la gente se ponía nerviosa, gritaba, no dominaba los nervios. Un día estaba sentado con las piernas cruzadas en el rellano de su casa, en el tercer piso. Los demás inquilinos subían y bajaban por las escaleras, le sacudían para que se fuera de allí, pero él no se movía. En un momento dado, todos los inquilinos del edificio se encontraron a la vez en la escalera, en los distintos rellanos, y aullaban y gritaban como obsesos contra Pierluigi. Alguien llamó a la policía; los padres del muchacho llamaron al padre Candido, que llegó casi al mismo tiempo que los policías y ya se había puesto a charlar con el chico para convencerlo de que entrara en su casa. Pero los policías (tres muchachotes bien plantados) le dijeron: «Apártese, reverendo; estas cosas son para nosotros». Cuando trataron de mover a Pierluigi, no consiguieron desplazarlo ni un milímetro. Asombrados y chorreando sudor, no sabían qué hacer. Entonces el padre Candido les dijo: «Que todos vuelvan a sus casas»; y en un instante se hizo un completo silencio. Luego añadió: «Ahora bajad un tramo de escalera y observad». Le obedecieron. Por último dijo a Pierluigi: «Has estado muy bien: no has dicho ni una palabra y los has tenido a todos a raya. Ahora vuelve a entrar en casa conmigo». Le cogió de la mano y él se levantó y le siguió, muy contento, adonde le esperaban sus padres. Con los exorcismos Pierluigi logró una considerable mejoría, pero no una total liberación.

Uno de los casos más difíciles que recuerdo es el de un hombre, en otro tiempo muy conocido, que durante muchos años fue bendecido por el padre Candido. También yo fui a bendecirlo a su casa, de la que no se podía mover. Le hice el exorcismo; no dijo nada (tenía un demonio mudo) y no noté ni la menor reacción. Cuando me fui, se produjo una reacción violenta. Siempre ocurría así. Era viejo y quedó totalmente liberado justo a tiempo de acabar con serenidad sus últimas semanas de vida.

Una madre estaba abrumada por las extravagancias que notaba en un hijo suyo: en ciertos momentos se enfadaba, lanzaba alaridos desatinados, blasfemaba y luego, cuando recobraba la calma, no recordaba nada de su comportamiento. No rezaba y nunca habría aceptado dejarse bendecir por un sacerdote. Un día, mientras el hijo estaba en el trabajo y, como de costumbre, había salido vestido con su mono de mecánico, la madre hizo bendecir las ropas con la correspondiente oración del Ritual. Al regresar del trabajo, el hijo se quitó el mono sucio y se cambió sin sospechar nada. A los pocos segundos se quitó la ropa con furia, casi se la arrancó de encima, y se volvió a poner el mono de trabajo sin decir nada; ya no hubo manera de que se pusiera aquellas ropas bendecidas; las distinguía perfectamente de las demás de su pequeño guardarropa que no habían sido bendecidas. Este hecho demostraba más la necesidad de practicar exorcismos sobre aquel jovencito.

Dos hermanos jóvenes recurrieron a mis bendiciones, angustiados por molestias de salud y extraños ruidos en la casa, por los cuales se veían molestados sobre todo a ciertas horas fijas de la noche. Al bendecirles noté una leve negatividad y les di los oportunos consejos sobre la frecuentación de los sacramentos, la plegaria intensa, el uso de los tres elementos sacramentales (agua, aceite y sal exorcizados) y los invité a volver otro día. Del interrogatorio resultó que esos inconvenientes habían comenzado cuando sus padres habían decidido llevar a vivir con ellos al abuelo, que se había quedado solo. Era un hombre que blasfemaba continuamente, imprecaba y lo maldecía todo y a todos. El añorado padre Tomaselli decía que a veces basta un blasfemo en casa para echar a perder a una familia con presencias diabólicas. Este caso era una prueba de ello.

Un mismo demonio puede estar presente en varias personas. La muchacha se llamaba Pina; el demonio había anunciado que, a la noche siguiente, se habría ido. El padre Candido, aun sabiendo que en estos casos los demonios casi siempre mienten, se hizo ayudar también por otros exorcistas y pidió la presencia de un médico. A veces, para mantener sujeta a la endemoniada, la recostaban sobre una larga mesa; ella se agitaba y de vez en cuando se caía al suelo; pero en el último tramo de la caída disminuía la velocidad como si una mano la sostuviera, por lo cual nunca se hacía daño. Después de haber trabajado en vano toda la tarde y la mitad de la noche, los exorcistas decidieron desistir. A la mañana siguiente, el padre Candido estaba exorcizando a un niñito de seis o siete años. Y el diablo que estaba dentro de aquel niño comenzó a burlarse del padre: «Esta noche habéis trabajado mucho pero no habéis conseguido nada. Os la hemos jugado. ¡Yo también estaba allí

Exorcizando a una niña, el padre Candido preguntó al demonio cómo se llamaba. «Zabulón», respondió. Acabado el exorcismo, mandó a la pequeña a rezar delante del sagrario. Llegó el turno de otra niña, igualmente poseída y también a este demonio el padre Candido le preguntó el nombre. «Zabulón», fue la respuesta. Y el padre Candido: «¿Eres el mismo que estaba en la otra? Quiero una señal. Te ordeno en nombre de Dios que vuelvas a la que ha venido antes». La niña emitió una especie de aullido y luego, de golpe, se calló y se quedó calmada. Entretanto, los asistentes oyeron que la otra chiquilla, la que estaba rezando, proseguía aquel aullido. Entonces el padre Candido ordenó: «Regresa aquí de nuevo». Inmediatamente la primera niña reanudó su aullido, mientras la otra volvía a rezar. En episodios como éste la posesión es evidente.

Del mismo modo es evidente por ciertas respuestas profundas, especialmente dadas por niños. A un chico de once años el padre Candido quiso formularle preguntas difíciles cuando se reveló en él la presencia del demonio. Le preguntó: «En la tierra hay grandes científicos, altísimas inteligencias que niegan la existencia de Dios y vuestra existencia. ¿Tú qué dices a esto El niño respondió en seguida: «¡Qué va, altísimas inteligencias! ¡Son altísimas ignorancias Y el padre Candido añadió, con la intención de referirse a los demonios: «Hay otros que niegan a Dios conscientemente, con su voluntad. ¿Qué son para ti El pequeño poseído se puso en pie de un salto y gritó con furia: «Fíjate bien. Recuerda que hemos querido reivindicar nuestra libertad incluso delante de él. Le hemos dicho que no para siempre». El exorcista apremió: «Explícamelo y dime qué sentido tiene reivindicar la propia libertad delante de Dios, cuando separado de él tú no eres nada, como no soy nada yo. Es como si en el número 10 el 0 quisiera emanciparse del 1. ¿En qué se convertiría? ¿Qué haría? Te ordeno en nombre de Dios: dime, ¿qué has hecho de positivo? Vamos, habla» El otro, lleno de maldad y de miedo, se retorcía, babeaba, lloraba de un modo terrible e inconcebible en un niño de once años, y decía: «¡No me hagas este proceso! ¡No me hagas este proceso Muchos se preguntan si se puede tener la seguridad de hablar con el demonio. En casos como éstos, no hay duda.

Otro episodio. Un día el padre Candido exorcizaba a una muchacha de diecisiete años, campesina, acostumbrada a hablar en dialecto, por lo que conocía mal el italiano. Estaban presentes otros dos sacerdotes que, cuando la presencia de Satanás se manifestó, no se cansaban de hacer preguntas. El padre Candido, mientras seguía rezando las fórmulas en latín, mezcló palabras en griego: «¡Cállate, déjala en paz Inmediatamente la muchacha se volvió hacia él: «¿Por qué ordenas que me calle? ¡Díselo más bien a estos dos que no paran de interrogar

El padre Candido ha hecho preguntas muchas veces al demonio en personas de todas las edades; pero le gusta explicar el interrogatorio a los niños, porque resulta más evidente que no dan respuestas al alcance de su edad; por eso es más segura la presencia del demonio. Un día le preguntó a una chiquilla de trece años: «Dos enemigos que durante la vida se han odiado a muerte y terminan ambos en el infierno, ¿qué relación tienen entre sí, al haber de estar juntos durante toda la eternidad He aquí la respuesta: «¡Qué tonto eres! Allá abajo cada uno vive replegado sobre sí mismo y desgarrado por sus remordimientos. No existe ninguna relación con nadie; cada uno se encuentra en la soledad más absoluta, llorandodesesperadamente por el mal que ha hecho. Es como un cementerio».

Publicado por Wilson

No hay comentarios:

Publicar un comentario