«A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre expulsarán los demonios» (Mc. 16, 17): este poder que Jesús confirió a todos los creyentes conserva su plena validez.
Es un poder general, basado en la fe y la oración. Puede ser ejercido por individuos o comunidades. Es siempre posible y no requiere ninguna autorización. Pero precisemos el lenguaje: en este caso se trata de plegarias de liberación, no de exorcismos.
La Iglesia, para dar más eficacia a ese poder conferido por Cristo y para salvaguardar a los fieles de embrollones y magos, ha instituido un sacramental particular, el exorcismo, que puede ser administrado exclusivamente por los obispos o los sacerdotes (por tanto, nunca por laicos) que han recibido del obispo licencia específica y expresa. Así lo dispone el Derecho canónico (can. 1172) que nos recuerda también cómo los sacramentales se valen de la fuerza de impetración de la Iglesia, a diferencia de las oraciones privadas (can. 1166), y cómo deben seradministrados observando cuidadosamente los ritos y las fórmulas aprobadas por la Iglesia (can. 1167)
De ello se deduce que sólo al sacerdote autorizado, además de al obispo exorcizante (¡ojalá los hubiera!), corresponde el nombre de exorcista. Es un nombre hoy sobredimensionado. Muchos, sacerdotes y laicos, se llaman exorcistas cuando no lo son. Y muchos dicen que hacen exorcismos, mientras que sólo hacen plegarias de liberación, cuando no hacen incluso magia... Exorcismo es sólo el sacramental instituido por la Iglesia. Encuentro equívocas y engañosas otras denominaciones. Es exacto llamar exorcismo sencillo al introducido en el bautismo y exorcismo solemne al sacramento reservado a los exorcismos propiamente dichos. Así se expresa el nuevo Catecismo. Pero considero erróneo llamar exorcismo privado o exorcismo común a una oración que no es en absoluto un exorcismo, sino sólo una plegaria de liberación y que así debe ser llamada.
El exorcista debe atenerse a las oraciones del Ritual. Pero hay una diferencia respecto de los demás sacramentales. El exorcismo puede durar unos pocos minutos o prolongarse varias horas. Por eso no es necesario rezar todas las oraciones del Ritual, mientras que, en cambio, se pueden añadir muchas otras, como el propio Ritual sugiere.
El objetivo del exorcismo es doble. Se propone liberar a los poseídos; este aspecto lo ponen de relieve todos los libros sobre la cuestión. Pero, antes aun, tiene un fin de diagnóstico, con demasiada frecuencia ignorado. Es verdad que el exorcista, antes de proceder, interroga a la persona misma o a sus familiares para cerciorarse de si existen o no las condiciones para administrar el exorcismo. Pero también es verdad que sólo mediante el exorcismo podemos darnos cuenta con certeza de si hay intervención diabólica o no. Todos los fenómenos que se produzcan, por extraños o aparentemente inexplicables que sean, pueden encontrar en realidad una explicación natural. Tampoco la suma de fenómenos psiquiátricos y parapsicológicos es un criterio suficiente para el diagnóstico. Sólo mediante el exorcismo se adquiere la certeza de encontrarse ante una intervención diabólica.
En este punto es necesario adentrarnos un poco en un tema que, por desgracia, no es ni siquiera aludido en el Ritual y es soslayado por todos aquellos que han escrito sobre este asunto.
Hemos afirmado que el exorcismo tiene, ante todo, un efecto diagnóstico, sea comprobar la presencia o no de una causa maléfica de los trastornos o una presencia maléfica en la persona. En orden cronológico este objetivo es el primero que se alcanza y al cual se apunta; en orden de importancia el fin específico de los exorcismos es liberar de las presencias maléficas o de los trastornos maléficos. Pero es muy importante tener presente esta sucesión lógica (primero la diagnosis y luego el tratamiento) para valorar correctamente los signos a los que el exorcista debe atenerse.
Y digamos inmediatamente que revisten mucha importancia los signos antes del exorcismo, los signos durante el exorcismo, los signos después del exorcismo, el desarrollo de los signos en el transcurso de los distintos exorcismos.
Nos parece que, aunque sea indirectamente, el Ritual tiene un poco en cuenta esta sucesión, desde el momento que dedica una norma (núm. 3) a poner en guardia al exorcista a fin de que no sea fácil creer en una presencia demoníaca; pero luego dedica varias normas a poner en guardia al mismo exorcista contra los distintos trucos que el demonio pone en acción para ocultar su presencia. A nosotros, los exorcistas, nos parece justo e importante estar atentos a no dejarse embaucar por enfermos mentales, por chiflados, por quienes, en resumen, no tienen ninguna presencia demoníaca ni ninguna necesidad de exorcismos. Pero señalemos asimismo el peligro opuesto, que hoy es muy frecuente y por tanto, más de temer: el peligro de no saber reconocer la presencia maléfica y omitir el exorcismo cuando, en cambio, es indispensable. He coincidido con todos los exorcistas a los que he interrogado en reconocer que nunca un exorcismo innecesario ha hecho daño (la primera vez, y en los casos dudosos, todos hacemos uso de exorcismos muy breves, pronunciados en voz baja, que pueden ser confundidos con simples bendiciones). Por este motivo nunca hemos tenido motivos de arrepentimiento, mientras que, en cambio, hemos debido arrepentirnos de no haber sabido reconocer la presencia del demonio y haber omitido el exorcismo en casos en que su presencia se ha manifestado más tarde, con signos evidentes y de manera mucho más arraigada.
Por eso repito, sobre la importancia y el valor de los signos, que bastan pocos y dudosos para que se pueda proceder al exorcismo. Si durante éste ya se advierten otros signos, lógicamente habrá que extenderse cuanto se considere necesario, aunque el primer exorcismo sea administrado con relativa brevedad. Es posible que durante el exorcismo no se manifieste ningún signo, pero que luego el paciente refiera haber notado efectos (en general son efectos benéficos) de relevancia segura. Entonces se toma la decisión de repetir el exorcismo; si los efectos continúan, sucede siempre que, tarde o temprano, se manifiestan signos también durante el exorcismo. Es muy útil observar el desarrollo de los signos, siguiendo laserie de los distintos exorcismos. A veces esos signos disminuyen progresivamente: es una señal de que ha empezado la curación. Otras veces los signos siguen un crescendo y se dan con una diversidad del todo imprevisible: ello significa que está aflorando enteramente el mal que antes permanecía oculto, y cuando ha aflorado del todo, sólo entonces comienza a retroceder.
Por lo antedicho se entenderá cuán necio es esperar a que haya signos seguros de posesión para practicar el exorcismo; y es igualmente fruto de total inexperiencia esperar, antes de los exorcismos, aquella clase de signos que la mayoría de las veces se manifiestan sólo durante los mismos, o después de ellos, o a continuación de toda una serie de exorcismos. He tenido casos en que han sido necesarios años deexorcismos para que el mal se manifestase en toda su gravedad. Es inútil querer reducir la casuística en este campo a modelos estándar. Quien tiene más experiencia conoce con seguridad las más variadas formas de manifestaciones demoníacas. Por ejemplo: a mí y a todos los exorcistas que he interrogado nos ha sucedido un hecho significativo. Los tres signos indicados por el Ritual como síntomas de posesión: hablar lenguas desconocidas, poseer una fuerza sobrehumana y conocer cosas ocultas, se han manifestado siempre durante los exorcismos y nunca antes. Habría sido del todo estúpido pretender que estos signos se verificaran por anticipado, para poder proceder a los exorcismos.
Añadamos que no siempre se llega a un diagnóstico seguro. Puede haber casos ante los cuales nos quedamos perplejos. También porque, y son los casos más difíciles, en ocasiones nos encontramos ante sujetos que sufren a la vez males psíquicos e influencias maléficas. En estos casos es muy útil que el exorcista cuente con la ayuda de un psiquiatra. En varias ocasiones el padre Candido llamó al profesor Mariani, director de una conocida clínica romana de enfermedades mentales, para que asistiera a sus exorcismos. Y otras veces fue el profesor Mariani quien invitó al padre Candido a su clínica para estudiar y eventualmente colaborar en la curación de algunos de sus enfermos.
Me dan risa ciertos sabihondos teólogos modernos que señalan como una gran novedad el hecho de que algunas enfermedades mentales pueden ser confundidas con la posesión diabólica. Y lo mismo hacen ciertos psiquiatras o parapsicólogos: creen haber descubierto América con semejantes afirmaciones. Si fueran un poco más instruidos sabrían que los primeros expertos en poner en guardia contra este posible error fueron las autoridades eclesiásticas. Desde 1583, en los decretos del Sínodo de Reims, la Iglesia había advertido contra este posible equívoco, afirmando que algunas formas de sospechosa posesión diabólica podían ser sencillamente enfermedades mentales. Pero entonces la psiquiatría no había nacido y los teólogos creían en el Evangelio.
Además del diagnóstico, el exorcismo tiene un fin curativo: liberar al paciente. Y aquí comienza un camino que a menudo es difícil y largo. Es necesaria la colaboración del individuo, y éste muchas veces está incapacitado para darla: debe rezar mucho y no lo consigue; debe acercarse con frecuencia a los sacramentos y en muchas ocasiones no lo logra; también para ir adonde está el exorcista para recibir el sacramento debe a veces superar impedimentos que parecen insuperables. Por todo esto tiene mucha necesidad de ser ayudado y, en cambio, en la mayoría de los casos, nadie alcanza a comprenderle.
¿Cuánto tiempo es preciso para liberar a alguien afectado por el demonio? Ésta es verdaderamente una pregunta a la que nadie sabe responder. Quien libera es el Señor, que actúa con divina libertad, aun cuando desde luego tiene en cuenta las oraciones, especialmente si se las dirigen con la intercesión de la Iglesia. En general, podemos decir que el tiempo necesario depende de la fuerza inicial de la posesión diabólica y del tiempo transcurrido entre ésta y el exorcismo. Me ocurrió el caso de una muchacha de catorce años, afectada desde hacía pocos días, que parecía furiosa: pateaba, mordía, arañaba. Bastó un cuarto de hora de exorcismopara liberarla completamente; en un primer momento se había caído al suelo como muerta, hasta el punto de hacer recordar el episodio evangélico en que Jesús liberó a aquel joven con quien los apóstoles habían fracasado. Después de pocos minutos de recuperación, la niña corría por el patio, jugando con su hermanito.
Con todo, los casos como éste son rarísimos, o bien se producen si la intervención maléfica es muy ligera. La mayoría de veces el exorcista tiene que vérselas con situaciones enojosas. Porque ahora ya nadie piensa en el exorcista. Expongo un caso típico. Un niño manifiesta signos extraños; los padres no profundizan, no le dan importancia, piensan que cuando crezca todo se arreglará. También porque inicialmente los síntomas son leves. Luego, al agravarse los fenómenos, los padres comienzan a dirigirse a los médicos: prueban con uno, luego con otro, siempre sin resultados. Una vez vino a verme una muchacha de diecisiete años que ya había sido visitada en las principales clínicas de Europa. Al final, por consejo de algún amigo o sabelotodo, nace la sospecha de que no se trata de un mal debido a causas naturales, y se sugiere recurrir a algún mago. Desde este momento, el daño inicial se duplica. Sólo por casualidad, a consecuencia de quién sabe qué sugerencia (casi nunca debida a sacerdotes...), se recurre al exorcista. Pero entretanto han pasado varios años y el mal está cada vez más «arraigado».
Justamente el primer exorcismo habla de «desarraigar y poner en fuga» al demonio. En este punto se necesitan muchos exorcismos, a menudo practicados durante años, y no siempre se llega a la liberación.
Pero repito: los plazos de tiempo son de Dios. Ayuda mucho la fe del exorcista y la fe del exorcizado; ayudan las oraciones del interesado, de su familia, de otros (monjas de clausura, comunidades parroquiales, grupos de oración, en particular esos grupos que hacen plegarias de liberación); ayuda muchísimo el uso de los correspondientes sacramentales, oportunamente usados para los objetivos indicados por las oraciones de bendición: agua exorcizada o al menos bendita, aceite exorcizado, sal exorcizada. Para exorcizar agua, aceite y sal no es preciso un exorcista; basta un sacerdote cualquiera. Pero hay que buscar a uno que crea en ello y que sepa que en el Ritual existen esas bendiciones específicas. Los sacerdotes que saben de estas cosas son raros; la mayoría no las conocen y se ríen en la cara del solicitante. Volveremos a hablar de estos sacramentales.
Son de fundamental importancia la frecuentación de los sacramentos y una conducta de vida conforme al Evangelio. Es palpable el poderío del rosario y, en general, del recurso a la Virgen María; es muy poderosa la intercesión de los ángeles y los santos; son utilísimas las peregrinaciones a los santuarios, los cuales son a menudo lugares elegidos por Dios para la liberación preparada por los exorcismos. Dios nos ha prodigado una enorme cantidad de medios de gracia: depende de nosotros hacer uso de ellos. Cuando los Evangelios narran las tentaciones de Cristo por obra de Satanás, nos dicen cómo siempre Jesús rebate al demonio con una frase de la Biblia. La palabra de Dios es de gran eficacia, como también lo es la plegaria de alabanza, ya sea la espontánea, ya sea, en particular, la bíblica: los salmos y los cánticos de alabanza a Dios.
Aun con todo esto, la eficacia de los exorcismos impone al exorcista mucha humildad, porque le hace palpable su nulidad: quien obra es Dios. Y somete tanto al exorcista como al exorcizado a duras pruebas de desaliento; los frutos sensibles son con frecuencia lentos y fatigosos. En compensación, se perciben grandes frutos espirituales, que ayudan en parte a comprender por qué el Señor permite estas dolorosísimas pruebas. Se avanza en la oscuridad de la fe, pero conscientes de que caminamos hacia la luz verdadera.
Añado la importancia protectora de las imágenes sagradas, ya sea sobre la persona, ya sea en los lugares: en la puerta de casa, en los dormitorios, en el comedor o en el lugar donde suele reunirse la familia. La imagen sagrada recuerda no la idea pagana de un talismán, sino el concepto de imitación de la figura representada y de protección que se invoca. Hoy me ocurre a menudo entrar en casas en las que sobre la puerta de acceso destaca un buen cuerno rojo y, mientras doy vueltas para bendecir cada habitación, encuentro muy pocas imágenes sagradas. Es un grave error.
Recordemos el ejemplo de san Bernardino de Siena, que, como conclusión y recuerdo de sus misiones populares, convencía a las familias para que pusieran sobre la puerta de casa un medallón con las siglas del nombre de Jesús (JHS: Jesus Hominum Salvator, Jesús Salvador de los Hombres).
Varias veces se me ha hecho palpable la eficacia de las medallitas llevadas encima con fe. Si incluso hablásemos sólo de la medalla milagrosa, difundida en el mundo en muchos millones de ejemplares después de las apariciones de la Virgen a santa Catalina Labouré (ocurridas en París en 1830), y si hablásemos de las prodigiosas gracias obtenidas por esa simple medallita, no acabaríamos nunca. Muchos libros tratan directamente este asunto.
Uno de los episodios más conocidos de posesión diabólica, reseñado en varios libros por la documentación históricamente exacta que nos ha transmitido los hechos, es el referente a los dos hermanos Burner, de Illfurt (Alsacia), que fueron liberados con una serie de exorcismos en 1869. Pues bien, un día, entre los numerosos despechos del demonio, tenía que haber volcado la carroza que transportaba al exorcista, acompañado por un monseñor y una monja. Pero el demonio no pudo llevar a cabo su propósito porque, en el momento de la partida, habían dado al cochero una medalla de san Benito, con fines protectores, y el cochero se la había puesto devotamente en el bolsillo.
Recuerdo, por último, los cuatro párrafos que el Catecismo de la Iglesia católica dedica a los exorcismos. Leídos sucesivamente, ofrecen un desarrollo bien trabado.
El 517, hablando de Cristo redentor, recuerda sus curaciones y sus exorcismos. El punto de partida son los hechos de Jesús. El 550 afirma que el advenimiento del reino de Dios marca la derrota del reino de Satanás; se reproducen las palabras de Jesús: «Si yo expulso a los demonios por virtud del Espíritu de Dios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios». Éste es el objetivo final de los exorcismos: con la liberación de los endemoniados se demuestra la total victoria de Cristo sobre el príncipe de este mundo.
Los dos párrafos siguientes evocan el doble desarrollo de los exorcismos: como un componente del bautismo y como poder de liberación de los poseídos.
El 1237 nos recuerda que, puesto que el bautismo libera del pecado y de la esclavitud de Satanás, en él se pronuncian uno o varios exorcismos sobre el catecúmeno, que renuncia explícitamente a Satanás.
El 1673 afirma que, mediante el exorcismo, la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra la influencia del maligno o sea sustraído a su dominio. El exorcismo aspira a expulsar a los demonios o a liberar de las influencias demoníacas.
Destaco la importancia de este párrafo, que colma dos lagunas presentes en el Ritual y en el Derecho canónico. En efecto, no habla sólo de liberar a las personas, sino también a los objetos (término genérico, que puede comprender casas, animales, cosas, conforme a la tradición). Además, aplica el exorcismo no sólo a la posesión, sino también a las influencias demoníacas.
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