martes, 13 de septiembre de 2011

LA CONTRICIÓN O DOLOR POR LOS PECADOS



El Sacramento de la Penitencia.

La contrición no es otra cosa sino el dolor del corazón, es decir, el dolor profundo, dolor en lo más íntimo de nuestro ser, por el pecado cometido. Como no es tanto un dolor externo cuanto del fondo del alma, implica la reorientación radical de toda nuestra vida, un retorno, una conversión a Dios de modo pleno, una ruptura con el pecado, una aversión al mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hayamos cometido. La contrición no es sino la aflicción interior que nos hace estremecernos ante el horror y el peso del pecado, ante la ofensa al Creador y el temor de vernos separados de Él para siempre. Sin la contrición nuestras obras externas permanecen estériles y engañosas; con ella somos impulsados a realizar generosamente obras exteriores de purificación.

La contrición es, pues, la parte esencial del sacramento y debe tener cuatro condiciones. La primera de ellas es que sea interior. Cuando decimos a Dios siento haberte ofendido no es un mero acto de buena educación lo que estamos haciendo, no es la obligada excusa cortés. Debemos poner el corazón junto a nuestras palabras. Debemos sentir lo que decimos. No es preciso sentir una reacción emocional’. Como el amor, el dolor es un acto de voluntad, no un golpe de emoción. Igual que podemos amar a Dios sin experimentar sentimientos, podemos tener un profundo pesar de nuestros pecados sin tener dolor emocional alguno. Si con toda sinceridad nos determinamos a evitar todo lo que pueda ofender a Dios con la ayuda de su gracia, entonces tenemos verdadera contrición interior.

Nuestra contrición además de interior debe ser sobrenatural. La razón se basa en el porqué de nuestra contrición. Si un hombre se arrepiente de emborracharse porque le viene una cruda tremenda, ese dolor es natural. Si una mujer se duele de su mentira porque quedó en evidencia la falsedad, ese dolor es natural. Si un niño siente su desobediencia por el miedo al regaño, es dolor natural. Este dolor natural no tiene nada que ver con Dios, el alma o motivos sobrenaturales. No es que ese dolor sea malo, pero es insuficiente en relación con Dios.

El dolor es sobrenatural cuando nace de motivos sobrenaturales; es decir, cuando su por qué se basa en la fe sobre las verdades que Dios ha enseñado. Por ejemplo, Dios nos ha dicho que debemos amarlo sobre todas las cosas y que pecar es negarle ese amor. Dios nos ha dicho que un pecado mortal causa la pérdida del cielo y nos merece el infierno, y que el pecado venial debe ser satisfecho en el purgatorio. Nos ha dicho que el pecado es la causa de que Jesús muriera en la Cruz y que es una ofensa a la bondad infinita de Dios. Nos ha dicho que el pecado es malo en sí mismo, no por sus efectos. Cuando nuestro dolor se basa en estas verdades que Dios ha revelado, es dolor sobrenatural, se ha elevado por encima de meras consideraciones naturales.

Además de ser interior y sobrenatural, la contrición ha de ser máxima. Esto significa que nuestro dolor debe ser sumo. Es decir, debemos ver el mal moral del pecado como el mayor mal que existe, por encima de cualquier mal físico o meramente natural que pueda ocurrirnos. Significa que, cuando decimos a Dios que nos arrepentimos de nuestros pecados, estamos dispuestos, con la ayuda de su gracia, a sufrir cualquier cosa antes que ofenderlo de nuevo. Santa Blanca, la madre de San Luis (el rey Luis IX de Francia) nos da un buen ejemplo de esto. No existe duda del ardiente amor materno que ella sentía hacia su hijo y, sin embargo, le decía de vez en cuando: Antes preferiría verte muerto a mis pies que saber que has cometido un pecado mortal’. Si nosotros somos capaces de decir lo mismo sinceramente, si estamos dispuestos a entregar (con la ayuda de su gracia) cualquier persona o cosa que Él nos pidiera antes de ofenderlo, entonces tenemos perfecto amor a Dios.

Por último, el dolor interior, sobrenatural y sumo, debe ser universal. Esto significa que debemos arrepentirnos de todos los pecados mortales sin excepción. Un solo pecado mortal nos separaría de Dios y nos privaría de la gracia santificante. O nos dolemos de todos o no podremos recuperar la gracia de Dios. O todos son perdonados o no lo es ninguno. Si diéramos cuatro bofetadas a un amigo, sería ridículo decirle: ‘Me arrepiento de tres de ellas, pero no de la cuarta’.

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