Érase una vez un hombre sencillo y pobre que vivía honradamente de su trabajo. Ganaba lo necesario para subsistir él y su familia.
Un buen día se encontró un pedrusco que le llamó la atención. Se lo llevó a casa y lo puso donde tenía algunos objetos curiosos.
Le visitó un amigo y, al ver el pedrusco, se quedó de una pieza. ¿Sabes lo que es eso? Le preguntó. Pues sí, un piedra bonita que me llamó la atención y me la traje. Nada de piedra bonita; eso es un diamante y creo que no debe haber otro tan grande como éste en el mundo; claro, habrá que tallarlo y una vez tallado llamará la atención de todos los joyeros y magnates del mundo. Tienes el mejor diamante. Guárdalo bien porque vale una fortuna.
El buen hombre buscó un tallador y quedó un diamante precioso que llamaba la atención de cuantos lo veían. Lo valoraron y, efectivamente valía una fortuna. Lo cual llenó de satisfacción al hombre que lo había encontrado. El buen hombre estaba feliz.
¿Cuál es el camino recorrido para llenarse de felicidad? Hay unos pasos.
Primero, el valor del diamante; apreciamos las cosas según el valor que tienen. Las cosas que valen poco apenas las apreciamos.
Segundo, el conocimiento que tenemos del valor de las cosas, ya que, de lo contrario, por mucho que valgan, no las apreciamos si no conocemos su valor.
Tercero, poseer como propio lo que valoramos, ya que por mucho valor que tenga, si no lo poseemos como propio, a lo más, podríamos llegar a admirarlo, pero no sería para nosotros motivo de felicidad. En un primer momento quien encontró el diamante no era feliz porque no era consciente del valor del mismo. Después conoció su valor y, al poseerlo como propio, se llenó de felicidad.
Primero, el valor del diamante; apreciamos las cosas según el valor que tienen. Las cosas que valen poco apenas las apreciamos.
Segundo, el conocimiento que tenemos del valor de las cosas, ya que, de lo contrario, por mucho que valgan, no las apreciamos si no conocemos su valor.
Tercero, poseer como propio lo que valoramos, ya que por mucho valor que tenga, si no lo poseemos como propio, a lo más, podríamos llegar a admirarlo, pero no sería para nosotros motivo de felicidad. En un primer momento quien encontró el diamante no era feliz porque no era consciente del valor del mismo. Después conoció su valor y, al poseerlo como propio, se llenó de felicidad.
Cuando aplicamos al cielo estas tres cualidades a Dios, vemos que la perfección y el valor de Dios son infinitos. Segundo, en el cielo contemplaremos a Dios, lo veremos tal cual es, tal como se ve a sí mismo. Lo poseeremos como Él se posee, y gozaremos de Él como Él goza de sí mismo. Esto es el cielo: conocer, amar y poseer a Dios por el amor, y gozar de Él por toda la eternidad. Por ello, nos preguntemos si puede haber felicidad más grande que la felicidad que tendremos en el cielo.
¿Puede haber un goce comparable a éste? En absoluto. La perfección de Dios es infinita; todos los bienes del mundo son nada comparados con la perfección de quien los ha creado. El conocimiento de Dios será perfecto a imitación del que Él tiene de sí mismo. Y la posesión de Dios será perfecta porque lo poseeremos con el amor con que Dios se posee a sí mismo.
Tengo la impresión de que no valoramos el cielo porque no valoramos a Dios. Estamos demasiado ocupados en nuestras cositas, y ni siquiera tenemos tiempo para pensar en Dios. Lo sabemos lo que nos perdemos, y lo peor es que, al no preocuparnos de Dios, podemos perderlo, y perderlo para siempre.
José Gea
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