La vida del ser humano, mientras dura sobre esta tierra, continuamente está basculando entre una serie de dicotomías.
La más fundamental de todas, es aquella que marca la diferencia entre salvarse o condenarse, aunque son desgraciadamente muchos los que, como fruto de la labor del maligno, no son conscientes de la importancia que tiene esta dicotomía. Esta clase de personas, no tienen las ideas muy claras, ni jamás podrán tenerlas en la dirección que camina su mente. Las improntas con las que Dios ha marcado las almas de estas personas, por mucha y eficaz que sea la labor del maligno, nunca llegan las almas a olvidarse totalmente de estas improntas, ni a alcanzar la paz y el sosiego que Dios dona a los que le aman, porque estas improntas divinas, que todos tenemos, les impide vivir en paz hasta que no encuentren la Verdad.
Para hallar el camino de la salvación, en definitiva para hallar al Señor, siempre tenemos que tener presente lo que Él nos dejó dicho: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí”. (Jn 14,6). Nosotros, hemos de elegir a lo largo de nuestra vida, una y otra vez continuamente, lo que una serie de dicotomías nos ofrecen. Estas son: Bien o mal; Amor u odio; Luz o tinieblas, aunque aquí más nos referimos a la Luz de carácter espiritual, que no a la luz material que nos alumbra, y otra serie de dicotomías no tan importantes como las mencionadas, pero sí relacionadas con ellas, cuáles pueden ser por ejemplo: Alegría o tristeza; Paciencia o impaciencia; Mansedumbre o insolencia; Bondad o maldad; Generosidad o tacañería; Fidelidad o infidelidad; Diligencia o pereza; Actividad o apatía, y otras muchas más dicotomías, que podríamos poner de manifiesto. Pues bien, todos sabemos que en definitiva, todas las dicotomías, directa o indirectamente, derivan de las tres enunciadas inicialmente.
Estas tres principales: Bien o mal; Amor u odio; Luz o tinieblas, tiene en común un algo importante y es que donde no existe el Bien, el Amor o la Luz, siempre se produce un vacío que lo rellenan; el mal, el odio o las tinieblas. Solo el Bien, el Amor o la Luz, como frutos de la creación divina, y tienen una entidad propia. Por el contrario, ni el mal ni el odio, ni las tinieblas, son frutos de la creación de Dios, y por ello carecen de entidad propia, Dios no los creó. Tanto el mal como el odio como las tinieblas, son fruto de la perversión o bien del maligno, bien humana por instigación del maligno.
Dios realizó la Creación. El principio básico para nosotros, es el de considerar que todo lo creado por Dios es bueno, pues es proyección de la actividad del Señor, que es el Sumo Bien, y nosotros hemos de amarlo y respetarlo, sean seres humanos, seres animales, seres vegetales, tierra, minerales etc… Todo lo que emana del Señor es bueno y ha de ser amado y respetado por nosotros, pero si nos atenemos a las ya mencionadas dicotomías, ni el mal ni el odio ni las tinieblas, son fruto de la creación divina, en unos casos los ángeles caídos y en otros nosotros mismos, somos los responsables del mal, del odio o de las tinieblas, que surgen, del vacío que se produce por la falta del bien, el amor o la luz. Y de la misma forma que hemos de amar lo creado por Dios, hemos también de aborrecer el mal, el odio y las tinieblas.
Como al principio decíamos la dicotomía fundamental es la que nos señala que solo tenemos una de dos elecciones: la de salvarnos, o la de condenarnos, y no existe un término medio o pasteleo que tanto nos gusta a los seres humanos, ni posibilidad alguna de que exista. Las cosas del Señor son siempre simples y rotundas. La voluntad y el deseo divino es el de que todos nos salvemos, pero hay tres elementos que nos entorpecen gravemente nuestra salvación: Uno es el mundo que nos rodea y el subsiguiente apego que a él tenemos, el otro es la concupiscencia que poseemos fruto de la herencia de Adán y Eva, y el otro es la continua maquinación del maligno, para que nos condenemos y eternamente le acompañemos en su reino de odio y tinieblas.
En relación al mundo, entendido este en el sentido espiritual, en cuanto nos ata y nos aparta de Dios. A este respecto San Juan nos dice: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque lo que hay en el mundo (las pasiones del hombre terreno, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero), eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”. (1Jn 2,15-17). El Señor en la última cena, y dentro de la llamada oración sacerdotal dirigiéndose al Padre, nos dejó dicho: "Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti, Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros”. (Jn 17,11). Le pedía al Padre que nos guardase de este mundo. Y San Juan más adelante en el capítulo quinto de la misma epístola escribe: “… pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. Pues, ¿quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. (1Jn 5,4-5).
Nosotros somos del futuro, no pertenecemos al mundo presente, sino al futuro del más allá, estamos creados para el futuro y corremos el riesgo de creernos que lo importante es el presente, el riesgo de apegarnos a lo que vemos y nos rodea, en mirar con visión de ratones y no con visión de águilas. El mundo no es más que un puente que hemos de atravesar, por lo que resulta absurdo que muchos se empeñen en construir su casa en medio del puente. Es imposible, querer amar al mismo tiempo lo temporal y lo eterno, si amamos lo temporal jamás, repito jamás, podremos amar lo eterno y alcanzar lo que nos espera. San Agustín decía que el amor del hombre es como la mano del alma, Mientras tengas agarrado un objeto, no puedes agarrar otro. Para poder tener el segundo, tienes que soltar el primero. Así también, el que ama el mundo no puede amar a Dios, pues tiene su mano ocupada.
Por supuesto, que no es nada fácil vivir en el mundo sin ser del mundo, pero nadie nos ha dicho nunca que obtener la salvación sea algo sencillo, solo lo es si abandonamos el mundo, pero para ello en todo caso, siempre necesitamos las divinas gracias del Señor, pues bien que Él nos dejó dicho: Sin mí nada podéis: “Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí es echado fuera, como el sarmiento, y se seca, y los amontonan y los arrojan al fuego para que ardan”. (Jn 15,1-6).
El teólogo dominico Royo Marín en relación a este tema escribe: “Ante todo hay que denunciar, que es lo que se entiende por mundo como enemigo nuestro. El mundo es el ambiente frío y anticristiano que se respira entre las gentes que andan olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas de la tierra. Este ambiente malsano se constituye y manifiesta en cuatro formas principales: 1.- Falsas máximas en dirección opuesta a las del Evangelio. 2.- Burlas y persecuciones contra la vida de piedad. 3.- Placeres y diversiones cada vez más inmorales. 4.- Escándalos y malos ejemplos”.
Escribíamos antes que había tres enemigos, de un lado el apego al mundo, de otro la dichosa concupiscencia, y de otro la acción del maligno, para encadenarnos eternamente. Y es por ello que San Pedro nos dice: “Sed sobrios y vigilad, que vuestro enemigo el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar, resistidles firmes en la fe”. (2Pdr. 5, 8). Es un privilegio incomunicable de Dios, el poder conocer el mal y no experimentarlo, ni ser contaminado por este conocimiento. En los seres humanos no sucede así y hay amenazas y peligros repentinos que pueden comprometer en un instante nuestra salud espiritual.
Por supuesto que el demonio esto lo sabe, lo mismo que conoce perfectamente nuestros puntos débiles y entra en su campo de acción favorito que es nuestra imaginación. Generalmente no somos conscientes de la terrible fuerza del demonio, que no suele necesitar emplearse a fondo para vencernos. Solamente el Señor experimentó en su ánimo toda la formidable energía de la tentación, porque nunca cedió a ella, y el enemigo tuvo que desplegar y agotar todos sus recursos, para ser vencido al final por el Hijo del hombre. El Señor no le permite al demonio que nunca seamos tentados con fuerza superior a nuestra capacidad de resistencia, por ello ninguna persona es tentada por el demonio con igual intensidad. Solo cuando un cristiano combate en serio sus defectos y tentaciones se da cuenta de la fuerza que consigue desencadenar.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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