lunes, 1 de agosto de 2011

UNIDAD DOMÉSTICA DE LA IGLESIA: COSAS DE CASA



Está muy bien rezar por la unidad de los cristianos, ser sensibles a la división de la Iglesia de la que surgieron distintas confesiones y ramas, y tener un espíritu de sano y verdadero ecumenismo.

Ante ese ecumenismo todos somos sensibles (y "solidarios"), nos alegramos cuando se dan pasos concretos en el camino de la unidad, como los Ordinariatos para iglesias anglicanas que vuelven a la Comunión, y se nos llena la boca de emoción en el "Octavario por la unidad de los cristianos", en enero.

Pero quiero traer en primer plano el otro ecumenismo, el doméstico, el de "andar por casa", en parroquias, movimientos y demás. Entonces se diluye la unidad de la Iglesia, el sentido eclesial, y se sustituye inmediatamente por lo propio, edificando pequeños tabiques y barreras, donde sólo lo propio cuenta, debe destacarse, imponerse, obtener los minutos de gloria necesarios. El bien común, para el cual edifica el Espíritu Santo la Iglesia con carismas y dones diversos, queda reemplazado por el "bien particular". La unidad de la Iglesia se ve suspendida por la suma de los bienes particulares: uno más otro, aislado, hacen cada cual lo suyo, incapaces de mirar más allá y arrogándose unos derechos por los cuales se creen legitimados para pisotear lo común. Son unas luchas de poder que jamás se nombran ni se reconocen como tales, pero donde sólo se ve como válido, espiritual y evangelizador lo propio, llámese parroquia, asociación, movimiento, comunidad, Orden o Congregación, y se desprecia o se subestima lo ajeno.

Súmese a esto que el ministerio ordenado es un ministerio de comunión, que debe buscar la comunión, alentando a unos, frenando a otros, acompasando los pasos de todos, para integrar en la Comunión a todos. Cuando se obra ignorando el ministerio ordenado, a espaldas del ministerio ordenado, o explícitamente en dirección contraria al ministerio ordenado, la Comunión es imposible. La Eucaristía entonces será válida pero resulta no pocas veces ilícita; el sacerdote no es un señor que oficia unos ritos para recibir sentimentalmente la sagrada comunión: sino que es Cristo ofreciendo la Comunión con su Cuerpo en la verdad y la Eucaristía es verdadera, válida y lícita, si no se rompe el tejido eclesial, la túnica inconsútil de Cristo. De lo contrario, tendremos muchos fervores y caras místicas al comulgar, pero estaremos viviendo fuera del sentir eclesial, haciendo cada cual su pequeña torre de Babel. El ministerio ordenado, repito e insisto, no es solamente para que cada cual pueda comulgar devotamente, sino para presidir la Eucaristía y la Comunión eclesial, y mal andamos, mal iríamos, si comulgando con intensos fervores, después obráramos sólo mirando el interés de la propia parcela particular y no del viña entera del Señor; si comulgamos de las manos del ministro ordenado, pero luego actuamos en contra de la Comunión eclesial, ignorando al ministerio ordenado.

Esto es lo que veíamos, no hace mucho, al recordar que todos buscan su interés, no el de Jesucristo. El problema no son afinidades personales, ni que hagan falta reuniones para coordinar (cuando éstas se han hecho y coordinado), sino un auténtico sentido eclesial. El problema no es que algo salga mal por debilidad, o por despiste, sino porque falte el sentido eclesial que busca en todo el bien común, y, si es necesario, uno se aparta para no ser protagonista sino que brille Cristo en su Iglesia, ésta con sus carismas, ministerios, dones, movimientos, Congregaciones, espiritualidades, diferentes y diversas pero convergentes en la Unidad.

Como no quiero poner ejemplos concretos, en los que unos u otros se puedan dar por aludidos, traigo aquí un artículo de Alfa y Omega de junio - 2011. Es revelador y muchos lo podríamos firmar y reafirmar. Son ejemplos muy domésticos, ilustrativos.

Parroquias en las que los diferentes grupos rivalizan por tener más protagonismo; miembros de movimientos que menosprecian a los de otras realidades eclesiales; feligreses desconcertados por la aparición de nuevas comunidades en sus templos; religiosos que sustituyen el discernimiento vocacional por una especie de marketing de su congregación; grupos de fe que se cierran en sí mismos, sin conexión con la diócesis... Los roces en el seno de la Iglesia no son algo infrecuente, y la causa es siempre la misma: no apreciar la diversidad de carismas como una riqueza, como un don. Gracias a Dios, el Espíritu también se ocupa de sanar estas heridas y sobreabundan los ejemplos de comunidades cada vez más ricas en carismas, más unidas y más evangelizadoras.

Nadie se sorprende de que la convivencia en el seno de una familia se resienta, en el día a día, por los roces entre sus miembros. Sin embargo, si esa situación no se reconduce pronto, las tensiones pueden derivar en dolorosas rupturas. La imagen bien puede aplicarse al interior de la Iglesia, donde, en no pocas ocasiones, se dan disputas entre sus miembros, a la hora de vivir la fe. De hecho, la proliferación de diferentes grupos, movimientos y familias religiosas dentro de una misma comunidad, que en principio sería motivo de alegría, puede derivar en choques que ensombrecen la acción evangelizadora y causan un gran daño.

Tiranteces y recelos.
«La mayor parte de los disgustos de los fieles de mi parroquia proceden de las tiranteces entre grupos», cuenta un sacerdote de una parroquia de Madrid, en la que conviven diversas realidades: «Que si el grupo de matrimonios se queja porque el de catequistas tiene más tiempo de reunión con el sacerdote y se preocupa más por ellos, que si las buenas mujeres que nos ayudan a limpiar discuten por quién se lleva las albas para lavarlas, que si la oración de la Renovación Carismática en el templo es demasiado llamativa... El caso es perder un tiempo que se podría utilizar en evangelizar hacia fuera, quejándose para dentro y defendiendo que el lugar en el que ellos se encuentran es el mejor. Es una comparación constante». Tan es así que el sacerdote, mirando por la buena convivencia de los fieles y para evitar recelos, prefiere no dar el nombre de la parroquia.

Su caso no es único. El desembarco de nuevas realidades en el seno de comunidades más antiguas provoca situaciones como ésta, que relata un joven de Castilla y León: «Yo me inicié en la fe en la comunidad de una Orden religiosa, y cuando estaba estudiando la carrera, me pidieron que, junto con otros amigos de mi edad, me encargase de los grupos de adolescentes. Hasta ese momento, ninguno de nosotros había salido de nuestros pequeños grupos, pero, después de la visita de Juan Pablo II a Cuatro Vientos, conocimos un movimiento eclesial en el que a empezamos a descubrir la verdadera pertenencia a la Iglesia universal, su riqueza. Al poco tiempo, los responsables de la Congregación tuvieron miedo de que fuésemos a hacer proselitismo, o algo así, y nos quitaron nuestra responsabilidad, con muy malas formas. Y todo, porque empezamos a vivir la fe también en ese movimiento y a proponer actividades con la diócesis, en lugar de encerrarnos en nosotros mismos».

Igual de dolorosa es la situación inversa, como la que vivió un párroco andaluz, que vio con tristeza «cómo los nuevos catequistas, unos chicos jóvenes que se habían ofrecido a llevar los grupos de confirmación, empezaban a derivar a los jóvenes hacia el movimiento en el que estaban, y estaban dejando la parroquia esquilmada para el siguiente curso».

Un problema universal.
Estas situaciones no son exclusivas de nuestro país. El documento de trabajo del próximo Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización - los Lineamenta - resalta que «el número de cristianos que, en las últimas décadas, se han empeñado de modo espontáneo y gratuito en el anuncio y la transmisión de la fe, ha sido verdaderamente notable, y ha dejado su huella en la vida de nuestras Iglesias locales, como un verdadero don del Espíritu». También explica que esta situación «ha permitido a la Iglesia estructurarse dentro de los diversos contextos sociales, mostrando la riqueza y la variedad de roles y ministerios que la componen y animan su vida cotidiana». Sin embargo, reconoce que, «junto a los dones y aspectos positivos, hay que considerar los desafíos que la novedad de las situaciones pone a varias Iglesias locales: la escasez de la presencia numérica de los presbíteros hace que el resultado de su acción sea menos incisivo de cuanto se desearía. El estado de cansancio y de desgaste vivido en tantas familias debilita el papel de los padres. El nivel demasiado débil de la coparticipación hace evanescente el influjo de la comunidad cristiana...» En este contexto, acechan las tensiones entre los miembros de la Iglesia, o la tentación de replegarse sobre uno mismo. Es lo que el sacerdote don Julián de la Morena, responsable de Comunión y Liberación en Iberoamérica, definió en el pasado EncuentroMadrid como «la proliferación de grupos estufa», ésos en los que se está «tan calentito y a gusto, que, ¿para qué ir más allá

Una respuesta valiente.
Sin embargo, «a estos desafíos, la Iglesia responde, no resignándose, no cerrándose en sí misma, sino promoviendo una obra de revitalización de su propio cuerpo, habiendo puesto en el centro la figura de Jesucristo, el encuentro con Él, que da el Espíritu Santo, y las energías para un anuncio y una proclamación del Evangelio a través de nuevos caminos», en palabras de los Lineamenta. Ya lo decía san Pablo: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común».

La abadesa de un monasterio de clausura, del norte de España, explica que, cuando se dan estas situaciones, hay que redoblar los esfuerzos por centrarse en Cristo: «El demonio es muy listo y su objetivo es atacar a la Iglesia unida, sembrar discordia y división; por eso, tenemos que estar atentos y fortalecer la unión, más que nunca. Divide y vencerás, ¿no? Pues él no nos puede vencer». Así, a la hora de trabajar, por ejemplo, en la pastoral vocacional, «la clave está en ayudar a encontrar la vocación personal de cada una de las personas que se acercan a nosotras, no en imponer que nuestra Orden es mejor que las demás, y que éste es el sitio en el que tienen que estar. Esta situación, que a veces se da, provoca una competición sin sentido, que fomenta la división en el seno de la Iglesia».

Mío no es sinónimo de mejor.
Su razonamiento puede aplicarse a cualquier grupo: «Es normal recomendar un lugar u otro, dependiendo de lo que a ti te haya mostrado la vida y la alegría, y te haya señalado el camino a Dios. Si yo he encontrado la fe en el Camino Neocatecumenal, o en el Opus Dei, o en Cursillos de Cristiandad, o en los jesuitas, o en las clarisas, lo lógico es que, al dar mi testimonio, lo resalte; pero eso no significa que sea el mejor lugar, por encima de los demás».

Un ejemplo de que la Iglesia es casa de todos por ser la casa de Dios, es la parroquia de Santa María, en la localidad madrileña de Majadahonda, donde encuentran cobijo un amplio número de grupos y movimientos. Para evitar que nadie se arrogue una centralidad que sólo pertenece a Jesucristo, y para que todos los fieles conozcan la riqueza de la Iglesia, la parroquia ha invitado a los grupos que en ella convergen a preparar, uno cada semana, la Misa dominical de 12:30 h., según el estilo propio de su carisma. Como todos están invitados a las celebraciones de los demás, la Eucaristía se convierte en una ocasión para darse a conocer y para sentirse integrado: todo en uno.

La unidad por delante.
Monseñor Xavier Novell, obispo de Solsona, relata que, cuando la diócesis puso en marcha una Escuela de Formación de Laicos y otras iniciativas de la Delegación para la Nueva Evangelización, «hubo resistencias - sin que eso supusiera divisiones insalvables -, porque quien recibe el don del Espíritu para renovar su propia vida y la vida de una comunidad, descubre resistencias: en su misma persona y, por tanto, también en su comunidad». Sin embargo, explica que, «cuando se ha recibido una llamada de Dios, se trabaja incansablemente, con paciencia, buscando el discernimiento del sacerdote responsable de la comunidad y, si es el caso, del obispo, porque un signo de haber recibido una verdadera llamada del Espíritu es poner por delante la unidad antes que la realización inmediata de aquello a lo que me siento llamado». Ahora, constata que, «gracias a Dios, estas iniciativas han provocado el crecimiento de muchos fieles y la conversión de algunos, que están renovando la vida de las comunidades». Porque cuando el Espíritu sopla, merece la pena abrir el corazón y aparcar los recelos..., y las estufas.
Cristina Sánchez
José Antonio Méndez

Añadamos algunos puntos finales:
* Más que mirarnos el ombligo (¡qué cosa!), estas situaciones donde cada uno tira por su lado, y busca y defiende sólo "lo suyo", creo que es recrearnos en el espejo como la madrastra de Blancanieves: "Espejito, espejito, ¿quién es el más evangelizador? ¿Quién es el más apostólico?" -"Yo, Yo, Yo". El espejito nos miente y cada cual tan feliz. Y mientras el mundo y nuestra cultura sin evangelizar...
* Conversión y humildad serían las claves para salir del propio interés, idolatrar lo propio (movimiento, comunidad, asociación) y buscar el rostro de Dios vivo en la Iglesia toda, entera.
* Pongamos un espejo en el que nos veamos realmente e intentar formar las conciencias y el corazón. Creo que estas cosas hay que decirlas.
* Los carismas (movimientos o espiritualidades) son para el bien común edificando la Iglesia, porque, encerrándose en el carisma y potenciando sólo lo propio, el Cuerpo del Cristo total se desfigura y se convierte en un monstruo, con miembros muy desarrollados y otros atrofiados.
* Las grandes crisis son crisis de santos... Las grandes crisis son crisis de oración sincera, desnuda, ante Cristo movidos por el Espíritu. Sí, hay que orar, ¡cuánto hay que orar!, en Espíritu y Verdad.
* El sacerdote, por el sacramento del Orden, se constituye en ministro de la Comunión eclesial. Al margen incluso de su santidad personal, el sacerdote es el que es para que la Iglesia tenga su centro en la Comunión y no tire cada cual por su lado, generando rivalidades, envidias, vanagloria. ¡Pero no se nos suele escuchar mucho! Es más: se espera que el sacerdote tenga tal o cual pegatina diciendo a qué movimiento o asociación pertenece, y entonces su palabra cobra valor para ese pequeño sector. Si otro, sin esa pegatina, dice lo mismo, no se le escucha ni se le reconoce autoridad moral alguna. ¡Ay, si pusiera ejemplos concretos que me han ido pasando!
* Lo que es innegable es que cualquier carisma en la Iglesia es para el bien de la totalidad, y no para formar un baluarte o torre de "perfectos", "comprometidos", "evangelizadores", mirando con desprecio a quien está tras esas murallas.

Javier Sánchez Martinez

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