En las Escrituras santas se repite constantemente una invitación a modo de imperativo para que el pueblo que ha sido ya creado –la Iglesia- alabe a su Señor.
Este imperativo está expresado de manera clara en los salmos: “Cantad al Señor un cántico nuevo” (Sal 95; Sal 97; Sal 149). No sirven los cánticos viejos de la esclavitud o del pecado; no sirven los cánticos de la ley antigua; no sirven los cánticos que antaño combinábamos con nuestras tendencias de pecado; ¿qué sirve? Aquello que brota de los labios de un pueblo redimido, “un cántico nuevo” porque nueva es la redención, nueva la gracia, nuevo el orden creado por Cristo en su Pascua, nuevo el hombre, nueva y eterna la alianza, nuevas las promesas: ¡“He aquí que todo lo hago nuevo” clama el Eterno Viviente en el Apocalipsis!
Junto a la exhortación al “cántico nuevo”, el salterio tiene otras hermosas exhortaciones para elevar el alma de la Iglesia al canto, a la alabanza: “para ti es mi música, Señor” (Sal 100), y desde esa convicción y ofrenda, se repetirá: “Alabad al Señor que la música es buena, nuestro Dios merece una alabanza armoniosa” (Sal 146), y la vida misma de la Iglesia peregrina será un unirse a la Iglesia celestial para cantar: “delante de los ángeles tañeré para ti” (Sal 137), y la cláusula final del prefacio siempre unirá al cielo y a la tierra, en una sola voz, “con los ángeles y arcángeles y con todos los santos, cantamos sin cesar el himno de tu gloria”.
La Iglesia - cada alma fiel en la Iglesia - eleva su cántico, entona sus cantos en dimensión cósmica y universal, en síntesis preciosa de recapitulación de todo lo creado (“Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor” o como reza la cláusula final del Prefacio de la plegaria eucarística IV: “innumerables ángeles te sirven en tu presencia y te adoran sin cesar; y también nosotros, llenos de alegría, y por nuestra voz las demás criaturas, alabamos tu nombre cantando”), en nombre de todo hombre: (“Todo ser que alienta alabe al Señor”), adorando así a su muy Amado Señor y Salvador.
“Tocad la cítara para el Señor” y grita jubilosa: “alabad al Señor todas las naciones” (Sal 116), invita a todos los santos: “aclamad, justos al Señor, que merece la alabanza de los buenos” (Sal 32), y en la mañana, al mirar la santa Resurrección de Cristo, exclama: “Despertad, cítara y arpa, despertaré a la aurora” (Sal 56). La Iglesia está así ofreciendo el culto verdadero, culto en Espíritu y en Verdad, en el Espíritu Santo y en la Verdad, que es Cristo, culto de adoración y alabanza, del pueblo nuevo, el pueblo redimido.
Esta línea musical en la Iglesia, entendida en su sentido doxológico –no meramente el placer estético, que en sí es sano por lo evocativo y trascendente de toda plasmación artística que remite a la Belleza- se aplica también a cada fiel, a cada miembro del Cuerpo místico. San Pablo invitará a los creyentes a “cantad a Dios, dadle gracias de corazón [otra traducción dice en vuestros corazones] con salmos, himnos y cánticos inspirados” (Col 3, 16), y en la carta a los Efesios se recomienda: “recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor” (5,19). Es un modo bello de explicitar el contenido de la liturgia espiritual que el bautizado, cada alma consagrada por el santo crisma, está obligada a dar, pues “ofreceos como hostia viva, santa, racional... este es vuestro culto” (Rm 12,1). La liturgia de la vida como alabanza es la liturgia del cántico nuevo.
Saquemos algunas deducciones:
-Cantar implica la vida misma, para no decir al Señor una alabanza mientras que la propia vida es desagradable al Señor.
-Cantar es propio de la liturgia. Unos cantos serán de un solista-salmista, otros del coro y otros muchos son de todos los fieles.
-Cantar no estorba el recogimiento, sino que ya de por sí es oración y medio de participación. No se puede interpretar restrictivamente la adoración y la devoción con el mutismo absoluto durante la Eucaristía.
-Cantar aquí en la liturgia terrena es preludio y degustación de la liturgia eterna, donde cantaremos, alabaremos y amaremos al que está sentado en el Trono y al Cordero.
Jesús Sánchez Martínez
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