martes, 26 de julio de 2011

¿POR QUÉ PREDICAR?



Si logramos entender la urgencia de la predicación y del apostolado con la palabra y con el ejemplo, como el mejor servicio que podemos ofrecer al prójimo, llegaremos a entender la expresión de san Pablo: "¡Ay de mí, si no evangelizare!

No cabe duda de que, si esta pregunta se le hace a un ateo, a un agnóstico, o a cualquier persona exclusivamente abocada a la inmediatez de lo material y de lo terreno, porque es apetecible para vivir a sus anchas, responderá que no hay motivo que justifique la predicación o el apostolado.

Si la pregunta se le hace a quien no tiene más idea del Evangelio, de la vida cristiana y de la Iglesia que la que se deduce de las caricaturas difundidas por algunos medios de comunicación y por algunos grupos de propaganda fanática anticatólica, seguramente responderá que la predicación y el apostolado no tienen sentido. La razón aducida será, probablemente, que no hay derecho a llenar la mente y conciencia de las personas con una sarta de mandamientos y prohibiciones que reprimen, alienan y someten a las personas, reduciendo lamentablemente su libertad y, por tanto, sus posibilidades de disfrute y felicidad.

Los puntos de partida de unos y otros piden, casi por necesidad, la respuesta que se apunta.

Pero los cristianos sabemos que el Evangelio abre horizontes, estimula el ansia de vivir, da sentido a nuestra existencia al enseñarnos cuál es nuestro origen, nuestro fin, el camino para unir acertadamente ambos. El Evangelio nos descubre la riqueza de vida que podemos alcanzar saboreando y utilizando correctamente los dones que Dios nos ha concedido.

Es cierto que, en muchos casos, gente que ha estado vinculada a algunas tradiciones y prácticas cristianas, se sorprende ante momentos de oscuridad y de prueba en su vida, y no encuentra en sus conocimientos y experiencias religiosas, la luz y la verdad que necesitaría para encontrar la respuesta a sus preguntas, e, incluso, a sus angustias y decepciones. Pero sabemos que la causa de la aparente inutilidad o anacronismo del Evangelio, de la moral cristiana y de la vida que nos propone la Iglesia está precisamente en la ignorancia, o en la falsa imagen que les separa de Jesucristo, del Evangelio, de la Iglesia y, consiguientemente, de la vida cristiana.

Los que, sin mérito propio y a pesar de nuestras incoherencias, hemos recibido el don de la fe; los que hemos tomado conciencia del inmenso regalo que es el Evangelio; los que hemos podido acceder gratuitamente a Jesucristo, disfrutando de su palabra, de su testimonio y de su redención; los que hemos tenido a nuestro alcance los sacramentos y, sobre todo, la Eucaristía, sabemos que la vida es otra cosa si estamos unidos al Señor. Sabemos que él da respuesta y orienta nuestros pasos ante los grandes interrogantes de nuestra existencia. Sabemos que con Jesucristo alcanzamos la filiación divina, somos herederos de la gloria eterna, podemos experimentar el misterio del amor infinito e incondicional de Dios, y gozamos constantemente de su infinita misericordia que renueva nuestra vida, nuestra ilusión y nuestra esperanza.

Quienes hemos recibido tantos dones de Dios, por habernos encontrado con Jesucristo, por haber conocido su mensaje y la obra de la redención; quienes hemos podido experimentar el perdón y la paz interior con que el Señor bendice nuestro arrepentimiento; y quienes tenemos la suerte de saber que hasta nuestros sufrimientos y dolorosos fracasos son semilla de abundantes frutos de vida y de salvación, no solo entendemos los motivos de la predicación, sino más todavía: entendemos que es nuestra obligación ofrecer gratis a los demás lo que nosotros hemos recibido gratuitamente. Entendemos, también, que la predicación no es una simple invitación a participar de un bien discrecional, sino la puerta de la vida y el indicador necesario para caminar hacia la verdad, la justicia, el amor y la paz. La predicación es la mejor invitación a disfrutar de la luz, de la gracia, de la verdad, de la libertad y de la felicidad.

Jesucristo es el camino, la verdad y la vida, nos dice san Juan. Jesucristo nos muestra el amor de Dios. Jesucristo es la imagen plena del Misterio divino, que es la obra del amor por excelencia. Jesucristo es quien hace posible que seamos capaces de sacar fuerzas de flaqueza y gozo de lo que va más allá de las pasiones, de los instintos, de los engaños de que somos objeto tantas veces a lo largo de nuestra existencia. Jesucristo es la más grande y potente razón para vivir.Siendo esto así, ¿cabe que nos preguntemos por qué predicar?.

Del conocimiento y disfrute del amor que Dios nos tiene, nace nuestra capacidad de amar a Dios y al prójimo. Si amamos a Dios, no podemos desoír su encargo que suena tan claramente con estas palabras: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra: id y haced discípulos de todos los pueblos... El que crea y se bautice se salvará (Mc 16, 15-16).

¿Puede un cristiano consciente y responsable hacer oídos sordos a estas palabras de Jesucristo con las que nos invita a ser sus colaboradores en la salvación del prójimo? ¿Puede un cristiano quedarse tranquilo sin predicar la Buena Noticia en este mundo castigado por tan malas noticias, confundido por tan diversas, contradictorias y mundanas invitaciones a la libertad y a la felicidad? ¿Puede un cristiano pensar que cada uno tiene su camino y que nadie somos quién para interferir en él, sabiendo que los caminos que no llevan a la vida conducen a la muerte?.

Si logramos entender la urgencia de la predicación y del apostolado con la palabra y con el ejemplo, como el mejor servicio que podemos ofrecer al prójimo, llegaremos a entender la expresión de san Pablo: “¡Ay de mí, si no evangelizare!” (Rm 9, 17).

Monseñor García Aracil

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